Extraído de «La Voz de la mujer. Periódico comunista-anárquico, 1896-1897», publicado por la Universidad Nacional de Quilmes. Quilmes, 1997. El siguiente artículo es la presentación a la publicación de los números 1, 2, 3, 4, 5, 7, 8 y 9 de la «Voz de la mujer». Apareció previamente en la revista Latin American Perspectives, Issue 48, vol. 13, No. 1, pp. 119-145 (1986). Por Maxine Molyneux –

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Presentación

Este artículo analiza el feminismo anarquista, una tendencia dentro del movimiento anarquista del siglo XIX en la Argentina, a través de un estudio del contenido y el contexto social del periódico La Voz de la Mujer. Hay dos razones principales para estudiar este fenómeno. La primera de ellas es familiar a la historiografía feminista: volver visible lo que, en la frase de Sheila Rowbotham (1974), ha permanecido «oculto para la historia». La historia del feminismo anarquista en la Argentina nunca ha sido escrita; ni siquiera ha sido reconocida como una tendencia distintiva dentro del movimiento anarquista o de los movimientos latinoamericanos de mujeres. Los principales historiadores del anarquismo argentino —Max Nettlau, Diego Abad de Santillán y laácov Oved— apenas si notan la existencia de La Voz, sin analizar su contenido ni explorar su relevancia.

Una segunda razón concierne a las implicaciones políticas de tales fenómenos en el interior del debate feminista, especialmente en el contexto del tercer mundo. La Voz de la Mujer era un diario escrito por mujeres para mujeres, y sus redactoras sostenían que era el primero en su tipo en Latinoamérica. Aunque esto no era cierto,[1] La Voz podía alegar originalidad en su carácter de expresión independiente de una corriente explícitamente feminista dentro de los movimientos de los trabajadores del continente. Siendo uno de los primeros casos registrados en Latinoamérica de una fusión de ideas feministas con una orientación revolucionaria y trabajadora, difiere del feminismo hallado en otros lugares de Latinoamérica durante las fases iniciales de industrialización. Este último solía centrarse en mujeres educadas de clase media y reflejaba, en cierto grado, sus preocupaciones específicas. En el contexto latinoamericano, en el cual el feminismo es frecuentemente despreciado por los grupos radicalizados como un fenómeno «burgués» o «reformista», el ejemplo de La Voz constituye un cuestionamiento a este modo de caracterizar lo esencial del movimiento. Aunque la investigación empírica no puede ser el terreno exclusivo para el debate acerca de la naturaleza y la efectividad del feminismo, una consideración de los hechos puede proveer información a dicho debate.

El contexto

El feminismo anarquista surgió en Buenos Aires en la década de 1890 en un contexto modelado por tres factores que distinguían a la Argentina entre los estados latinoamericanos del siglo XIX: un crecimiento económico rápido, el flujo de grandes números de inmigrantes europeos, y la formación de un movimiento laboral activo y radical. Durante la segunda mitad del siglo XIX, la economía argentina estaba pasando por un momento de expansión espectacular. En el período comprendido entre 1860 y 1914, las tasas de crecimiento real del PBI estaban entre las más altas del mundo, lo que otorgaba a la Argentina un liderazgo sobre el resto de Latinoamérica, que iba a ser retenido hasta los años sesenta. La base de esta expansión era L. explotación de las fértiles pampas, las infinitas llanuras del interior, las cuales producían trigo y carne baratos para los mercados europeos. Como la demanda de estos productos creció, y la capacidad productiva argentina se incrementó, el área de tierra cultivada se elevó de aproximadamente 80.000 ha en 1862 a 24 millones en 1914 (Ferns, 1960).

El crecimiento de la economía incrementó la demanda de trabajo, y ésta fue satisfecha por la inmigración en gran escala. Desde la década de 1870 en adelante, se abrieron oficinas especiales en Italia, España, Francia y Alemania para atraer a los inmigrantes a la Argentina, con la promesa de tierras baratas, pasajes y préstamos. La respuesta en las áreas deprimidas de Europa fue extraordinariamente positiva, y la tasa de inmigración alcanzada no tuvo comparación con la de ningún otro lugar en el subcontinente. En total, entre 1857 y 1941, momento en que la inmigración había casi cesado, más de 6,5 millones de personas migraron a la Argentina, y cerca de 3,5 millones permanecieron allí. En 1914 la Argentina era el país con la más alta proporción de inmigrantes con respecto a la población indígena en el mundo.[2] Desde 1857 a 1895, la Argentina había recibido 2.117.570 extranjeros, de los cuales 1.484.164 se establecieron. En 1895, éstos representaban el 20% de los aproximadamente 4.000.000 de habitantes de la Argentina, y el 52% de la población de Buenos Aires, la ciudad capital (Solberg, 1970).

El mayor grupo étnico estaba compuesto por italianos, quienes en 1895 representaban el 52% del número total de inmigrantes. Los españoles conformaban el segundo grupo más grande, con el 23,2% del total, y los franceses representaban el 9,6%. Pequeños porcentajes de alemanes, británicos, austríacos, uruguayos, árabes, suizos y europeos del este integraban el resto. Fue entre estas comunidades de inmigrantes que el grupo que produjo La Voz de la Mujer surgió y desplegó su actividad. El anarquismo como ideología política fue originalmente importado por los inmigrantes provenientes de los países europeos en los cuales el movimiento anarquista era fuerte —Italia, España y Francia—.[3] Los grupos y las publicaciones anarquistas, muchos de los cuales fueron fundados por refugiados políticos de Europa, emergieron por primera vez en las décadas de 1860 y 1870.

A pesar de los orígenes foráneos del anarquismo, no hay duda de que las condiciones materiales que encontraron los inmigrantes en la Argentina proveyeron un terreno fértil para el mismo. Tras su arribo a Buenos Aires, aproximadamente la mitad de los inmigrantes buscó inicialmente su fortuna en la tierra, mientras que el resto encontró trabajo en la economía portuaria en expansión y en otros centros urbanos tales como Rosario y La Plata. Se convirtieron en jornaleros, obreros, empleados domésticos y empleados públicos en los proyectos de construcción financiados por el estado. Mientras que algunos tenían capital para invertir en negocios y en bienes raíces, la mayoría eran miembros de la clase trabajadora rural o urbana, que habían venido a la Argentina para escapar de las privaciones de sus propios países y lograr fortuna.

Pocos inmigrantes lograron alcanzar la movilidad social a la que aspiraban. La mayoría continuaron siendo trabajadores; aproximadamente el 70% de los inmigrantes se concentraron en la ciudad de Buenos Aires, y de la clase trabajadora en general alrededor del 60% eran extranjeros. El deseo frustrado de una mejora en sus medios de vida fue probablemente una de las causas principales del descontento de los inmigrantes (Rock, 1975). Para muchos de estos trabajadores, las condiciones eran desastrosas. En Buenos Aires, donde la población se duplicó entre 1869 y 1887, y nuevamente entre 1887 y 1904, la vivienda era escasa y de mala calidad. Muchos trabajadores vivían en conventillos, en los cuales la familia inmigrante promedio de cinco personas compartía una habitación de 12xl2 pies (3,6 x 3,6 metros, aproximadamente) (Solberg, 1970). Aunque los salarios no eran bajos en comparación con los de otros países latinoamericanos, se deterioraban a causa de las constantes devaluaciones. Los trabajadores eran estafados frecuentemente en los tratos con sus jefes, y las condiciones de empleo eran duras. La norma era una jornada de diez horas y una semana laboral de seis días (Marotta, 1960).

Las dificultades materiales se combinaban con condiciones políticas que no aliviaban en lo más mínimo la distancia de los inmigrantes respecto de la realidad argentina, y su insatisfacción ante ella. Aunque en teoría la Argentina tenía un gobierno constitucional en el cual prevalecía la soberanía popular, en la práctica existía un sistema de elección indirecta, clientelismo político y alianzas informales con caudillos locales. Esto anulaba la representatividad política real de la mayoría de los residentes argentinos, fueran nativos o inmigrantes. Cuando los inmigrantes comenzaron a hacerse oír, y la militancia de la clase trabajadora aumentó, los inmigrantes parecieron amenazar la prosperidad económica que ellos habían ayudado a construir. Para aumentar el control sobre ellos, el gobierno hizo casi imposible la naturalización de los inmigrantes, aunque sus hijos se consideraban ciudadanos argentinos por derecho de nacimiento. No es sorprendente, por lo tanto, que en 1895, de un total de 345.493 extranjeros en Buenos Aires, sólo 715 habían adquirido la ciudadanía (Bourdé, 1974).

Esta política de restricción de derecho al sufragio permitió que el gobierno pospusiera algunas de las consecuencias de la inmigración durante dos décadas. La población inmigrante fue mantenida en una situación económica y política precaria. La doble descalificación (electoral y nacional) que permitía una expresión política mínima de sus aspiraciones la alentó a expresarse de un modo combativo y, muchas veces, revolucionario. El descontento de los inmigrantes fue evidente en las huelgas de finales de la década de 1880, y alcanzó un pico en la huelga general de 1902. Pero el gobierno estaba obligado a continuar creando la fuerza misma que deseaba contener.

Las comunidades inmigrantes, que integraban la naciente clase trabajadora, tenían un rol prominente en el modelado de sus ideologías y del carácter de sus luchas. Ellas trajeron de Europa una cultura política que emergió a partir de su experiencia con las organizaciones y las formas de acción de la clase trabajadora, trasladando los debates acerca del anarquismo, el socialismo y la organización de los sindicatos a las tiendas, los conventillos y los cafés de Buenos Aires, Rosario y La Plata. La primera huelga, en 1878, fue organizada por el Sindicato de Prensa, establecido 20 años antes por cooperativistas españoles. Para la década de 1880 se habían extendido las formas de organización y de resistencia de la clase trabajadora, y este crecimiento se aceleró por el inicio de una recesión severa, conocida como la crisis Baring, que azotó a la Argentina entre 1889 y 1891. El colapso económico precipitó una crisis gubernamental, un levantamiento por parte de los militantes del naciente partido radical, y la primera ola extendida de acción huelguista, al final de la cual había pocas ramas del empleo que hubieran escapado a los efectos del descontento de los trabajadores.

En este clima de creciente militancia de la clase trabajadora, en las décadas de 1880 y 1890, había grupos revolucionarios activos que producían panfletos y diarios, organizaban mítines masivos, presentaban obras de teatro y participaban en huelgas y manifestaciones. Hasta la emergencia del Partido Socialista como una fuerza significativa a fin de siglo, gran parte de estas actividades eran llevadas a cabo por anarquistas, muchos de los cuales, como Ettore Mattei y Enrico Malatesta, eran exiliados de Europa. Contaban con un apoyo significativo en la clase trabajadora y controlaban un número significativo de sindicatos poderosos, entre los cuales se encontraba el de los panaderos (organizado por Mattei) y el de los albañiles. En las décadas de 1880 y 1890 llegaron a existir hasta 20 diarios anarquistas simultáneamente en francés, español e italiano; ocasionalmente aparecían artículos en cada uno de esos idiomas en el mismo diario.

El anarquismo en la Argentina alcanzó su pico en las primeras dos décadas del siglo XX, y la historia anterior de este movimiento puede ser vista como un avance lento y muchas veces interrumpido hacia este clímax. La Voz de la Mujer apareció después de medio siglo de continua y tentativa actividad anarquista, y como una de las primeras expresiones de lo que llegaría a ser el anarquismo argentino en su mejor momento.

Las fluctuaciones del anarquismo y las formas de organización y lucha adoptadas seguían un modelo similar al europeo, y por la década de 1890 el anarquismo se encontraba, como en cualquier otro lado, sobre todo bajo la influencia del comunismo anarquista propagado por Peter Kropotkin y Elysée Reclus en Europa, y Emma Goldman y Alexander Berkmann en los Estados Unidos. Ésta era la tendencia a la que pertenecía La Voz de la Mujer. El comunismo anarquista era una fusión de ideas socialistas y anarquistas. Estaba orientado hacia la eliminación violenta de la sociedad existente y hacia la creación de un orden social nuevo, justo e igualitario, organizado sobre el principio de: «De cada uno, según sus fuerzas; a cada uno, según su necesidad». Internacionalmente, el movimiento estaba dividido en cuanto a si la revolución debía ocurrir a través de un levantamiento popular, o a través de una huelga masiva. Había también desacuerdos acerca de la medida en la cual el movimiento anarquista mismo debía estar organizado, y acerca de las formas apropiadas de emplear actos de violencia individual en contra del estado, con propósitos de propaganda. Tanto el socialismo como el anarquismo se centraban en la clase trabajadora, pero también expresaban cierta simpatía por el principio de la emancipación de la mujer. Para la década de 1880, había surgido una corriente feminista distintiva en el seno del movimiento anarquista europeo, representada por escritoras tales como «Soledad Gustavo» (Teresa Mañe) y Teresa Claramunt, de modo similar a como en el movimiento norteamericano estas ideas eran desarrolladas por Voltairine de Cleyre, Emma Goldman y otras. Algunas de estas escritoras ya estaban siendo publicadas en la Argentina en la década de 1880, y en las críticas a la familia de la prensa anarquista aparecieron junto a editoriales apoyando al «feminismo», que era un término de uso común en ese momento. El mayor impulso al feminismo anarquista provino de los activistas españoles, pero exiliados italianos como Malatesta y Pietro Gori apoyaron las ideas feministas en sus diarios y artículos.

En las décadas de 1880 y 1890, una de las principales formas de la actividad anarquista era la edición, impresión y distribución de diarios, folletos y panfletos. Más aún, había aparentemente tanta literatura anarquista circulando en Buenos Aires en los últimos años del siglo como en el bastión anarquista de Barcelona (Solberg, 1970). En los primeros años, la mayor parte del contenido editorial de estos diarios era importado de Europa, pero a medida que se ganó experiencia los contenidos reflejaron, cada vez más, un compromiso local.

Se sabe muy poco acerca de cómo se financiaban estos emprendimientos editoriales, pero según la información disponible parece ser que algunos fondos llegaban en forma de pequeñas donaciones recolectadas en mitines y conferencias. Los costos de impresión eran relativamente bajos; de acuerdo con las listas que aparecían al final de las publicaciones, el costo de publicación de las dos mil copias de un diario era, en la región, de $ 45 en 1897 —un poco más del doble del salario semanal. Las listas de suscripción muestran que por lo general las donaciones individuales eran de aproximadamente 20 centavos; tres o cuatro grupos, algunos en las provincias, enviaban regularmente sumas de hasta cinco pesos cada uno. Los donantes eran generalmente identificados por nombres falsos, que evocaban noms de guerres (como «Firme en la Brecha», «Menos Pedir, Más Tomar», «Un Tirabombas»), u oficios; los miembros de es, te último grupo, el cual incluía a los zapateros, barrenderos, prostitutas, camareros y conductores, junto con las pequeñas sumas donadas, indican la clase social de los lectores.[4] Los panfletos y los diarios eran frecuente, mente regalados. Debido a la irregularidad con la que aparecían estos diarios, y a la precariedad de su existencia, la institución de una suscripción regular no era efectiva.

La Voz de la Mujer era uno de los típicos diarios pequeños, semiclandestinos y efímeros de la tendencia comunista-anarquista, que reivindicaba la «propaganda por los hechos». A pesar de estar dirigido a la clase trabajadora, parecía tener pocos lazos orgánicos con ella, y su actitud antirreformista militante debilitaba más su capacidad de intervención política en la problemática contemporánea. Sin embargo, su feminismo debió haber provocado alguna respuesta entre las mujeres trabajadoras en las ciudades de Buenos Aires, La Plata y Rosario, ya que duró un año y se imprimieron entre mil y dos mil copias de cada edición —un número respetable para un diario anarquista en ese momento—.

Fue entre las mujeres trabajadoras de los centros urbanos que La Voz de la Mujer surgió y luchó por apoyo. Las redactoras surgieron de las grandes comunidades española e italiana, y se identificaban a sí mismas con las mujeres de la clase trabajadora. Había, seguramente, un público de mujeres de la clase trabajadora urbana en la Argentina del siglo XIX, y muchas de estas mujeres eran inmigrantes. El censo de 1895 reportó 368.560 mujeres inmigrantes (un poco más que la mitad del número de hombres, aunque las mujeres constituían la mayoría de la población nativa), el 37% de las cuales estaban en Buenos Aires. No sabemos qué porcentaje de este total eran trabajadoras, pero las mujeres inmigrantes constituían la mayoría de la población económicamente activa de Buenos Aires y sumaban el 40% de los 21.571 empleados domésticos, el 66,1% de las modistas, el 56,9% de las costureras, el 16,9% de las cocine, ras, el 23% de las maestras, y el 34% de las enfermeras. En total, las mujeres inmigrantes constituían aproximadamente la mitad de las 66.068 mujeres registradas como empleadas en la capital, y se concentraban en el servicio doméstico, las industrias de la costura y textil, y en la cocina (Segundo censo, 1898).

Esta tasa relativamente alta de participación, acompañada con iguales oportunidades para las niñas en su educación, significaba que la prensa radical tenía un grupo potencial de lectores que no se confinaba a las clases bajas. La Voz de la Mujer podía contar también con la existencia de un número bastante grande de mujeres alfabetizadas y con al menos alguna educación entre las trabajadoras a las cuales dirigía su propaganda. Las mujeres inmigrantes más pobres, sin embargo, no solían tener educación alguna. Estas mujeres inmigrantes estaban generalmente unidas, en carácter de esposas o madres, a sus esposos y familias, si bien muchas de ellas deben haber sufrido los problemas comunes asociados con el desorden y la adaptación a una cultura ajena, aunque algo aliviados por la continuidad en el lenguaje y los valores religiosos. Para las mujeres, la migración, sea interna o internacional, era tanto un efecto como una causa de cambios en la familia y en su posición en la sociedad. En tanto la estructura socioeconómica del viejo mundo se descomponía, se redefinían las relaciones en el interior de la familia y, en algunos grupos, se liberalizaban. Sin embargo, parecería que la mayor parte de las mujeres inmigrantes permanecieron entrampadas dentro de sus propias culturas comunales en lo relativo a las cuestiones de sexualidad y familia, y que las tradiciones y prejuicios de la Europa meridional continuaron ejerciendo influencia. A pesar de las condiciones tumultosas de la capital en este período, las mujeres fueron mantenidas en sus roles sociales y económicos tradicionales y obligadas a trabajar bajo las estructuras discriminatorias que prevalecían en otros puntos del mundo industrializado. La Voz de la Mujer, por lo tanto, surgió en el contexto de la descomposición y recomposición de las divisiones de rol tradicionales.

Lo distintivo de La Voz de la Mujer como periódico anarquista radicaba en su reconocimiento de la especificidad de la opresión de las mujeres. Convocaba a las mujeres a movilizarse contra su subordinación como mujeres, al igual que como trabajadoras. Su primer editorial consistió en un rechazo apasionado del destino de las mujeres:

Compañeros y Compañeras ¡Salud!

Y bien: hastiadas ya de tanto y tanto llanto y miseria, hastiadas del eterno y desconsolador cuadro que nos ofrecen nuestros desgraciados hijos, los tiernos pedazos de nuestro corazón, hastiadas de pedir y suplicar, de ser el juguete, el objeto de los placeres de nuestros infames explotadores o de viles esposos, hemos decidido levantar nuestra voz en el concierto social y exigir, exigir decimos, nuestra parte de placeres en el banquete de la vida.

La aparición de este número recibió una respuesta dispar del resto del movimiento anarquista, que iba desde el silencio y la hostilidad hasta el elogio. El Oprimido, editado por un afable inglés llamado Dr. Creaghe,[5] extendió una bienvenida particularmente cálida en su número de noviembre de 1895 (?):

Al darle este nombre, un grupo de mujeres militantes ha desplegado la bandera roja de la anarquía y se propone publicar una revista para realizar propaganda entre aquellas que son sus camaradas tanto en el trabajo como en la miseria. Saludamos a las valientes iniciadoras de este proyecto, y al mismo tiempo convocamos a nuestros camaradas a apoyarlas.

Una parte importante de la prensa anarquista simpatizaba con los planteos del feminismo en ese momento. A mediados de la década de 1890 se asistía en la Argentina a una cobertura cada vez mayor de temas relativos a la igualdad de las mujeres, y en particular al matrimonio, la familia, la prostitución y la dominación de las mujeres por los hombres. Algunos periódicos incluso publicaron una serie especial de panfletos dedicados a «el problema de la mujer». La Questione Sociale, el periódico en italiano fundado por Malatesta cuando vino a la Argentina en 1883, publicó una serie de panfletos «especialmente dedicados a un análisis de las cuestiones de la mujer», incluyendo escritos de «Soledad Gustavo» acerca de las mujeres y la educación, y de los sufrimientos de las mujeres pobres y proletarias. Estos dos panfletos fueron lo suficientemente bien recibidos como para ser reimpresos; el segundo requirió una edición de 4.000 ejemplares. La Editorial Ciencia y Progreso, un emprendimiento del Dr. Creaghe ligado a La Questione Sociale, también lanzó numerosos panfletos acerca de las mujeres, incluyendo los textos de una serie de conferencias dictadas por el «Dr. Arana» en la provincia de Santa Fe. Ellos incluyeron una disertación de 87 páginas basada en la obra de Morgan llamada La Mujer y la Familia, publicada en 1897, y un trabajo menos extenso titulado Esclavitud Antigua y Moderna, que incluía entre sus ejemplos de este último tipo de esclavitud la institución del matrimonio. Estos panfletos se imprimieron originalmente en ediciones de 500 ejemplares, pero fueron reimpresos tres veces antes de fin de siglo, indicando un interés considerable en el tema. Ruvira (1971) nota que los primeros grupos de mujeres que emergieron en 1895 eran adherentes de La Questione Sociale y que fueron estos grupos los que produjeron las «militantes reales»: «Pepita Gherra», Virginia , Teresa Marchisio, Irma Ciminaghi y Ana López.

El periódico Germinal, que apareció por primera vez en 1897, estaba, al igual que El Oprimido, particularmente preocupado por «el problema de la mujer»; contenía varios artículos en una sección que llevaba por título «Feminismo», y defendía «el carácter extremadamente revolucionario y justo del feminismo», contra la acusación de que era meramente una creación de «señoritas elegante?. Mucho, si no todo, el material feminista de la prensa argentina parece haber sido escrito por mujeres, aunque es imposible verificar esto ya que el uso de seudónimos era una práctica común. La Voz de la Mujer gozaba de cordiales relaciones con al menos algunos de sus contemporáneos, particularmente aquellos que pertenecían a la tendencia más extrema de propaganda-por-los-hechos, como El Perseguido y La Voz de Ravachol. También tenía relaciones con los periódicos españoles El Esclavo, La Voz del Rebelde y El Corsario, con el periódico de Nueva York El Despertar, y con el periódico uruguayo Derecho a la Vida.

Sin embargo, esta aparente simpatía, en principio, por el feminismo, fue acompañada por una oposición sustancial en la práctica. El primer número de La Voz de la Mujer parece haber provocado una hostilidad considerable, ya que en el número siguiente las redactoras atacaban las actitudes antifeministas predominantes entre los hombres del movimiento en términos muy claros. (Dado que no parece haber signos de esta oposición en el resto de la prensa anarquista del período, es probable que estas críticas hayan sido expresadas oralmente.)

Cuando nosotras (despreciables e ignorantes mujeres) tomamos la iniciativa de publicar «La Voz de la Mujer» ya lo sospechábamos ¡oh modernos cangrejos! que vosotros recibiríais con vuestra macanística y acostumbrada filosofía nuestra iniciativa porque habéis de saber que nosotras las torpes mujeres también tenemos iniciativa y ésta es producto del pensamiento; ¿sabéis? también pensamos.

Apareció el primer número de «La Voz de la Mujer», y claro, ¡allí fue Troya! «nosotras no somos dignas de tanto, ¡cá! no señor», «¿emanciparse la mujer?» , «¿para qué?» «¿qué emancipación femenina ni que ocho rábanos?», «¡la nuestra!», «venga la nuestra primero, y luego, cuando nosotros, los hombres, estemos emancipados y seamos libres, allá veremos».

Las redactoras llegaban a la conclusión de que difícilmente podrían las mujeres apoyarse en los hombres para tomar la iniciativa al demandar la igualdad para las mujeres, dado este tipo de actitud hostil.[6]

El mismo número del periódico contiene un segundo artículo sobre esta cuestión, titulado «A los escarabajos de la idea». En él se advierte a los hombres: «Es preciso […] que comprendáis de una vez por todas que nuestra misión no se reduce a criar vuestros hijos y lavaros la roña, que nosotras también tenemos derecho a emanciparnos y a ser libres de toda clase de tutelaje, ya sea social, económico o marital».

Podemos, sin embargo, suponer que la polémica no cesó, porque el editorial del tercer número está dirigido «A nuestros enemigos» y declara que a pesar de la verdadera tempestad que «se ha descolgado sobre La Voz de la Mujer», las redactoras, las que aparentemente han sido llamadas «feroces de lengua y pluma», están aún «firmes en la brecha». Se indica una pequeña concesión, sin embargo, en su preocupación por enfatizar que no estaban atacando a los camaradas anarquistas varones en general, sino solamente a aquellos «falsos Anarquistas» que no defendieron «la emancipación de la mujer, uno de los grandes y bellos ideales de la Anarquía!»

La furia de las redactoras estaba justificada por cuanto él anarquismo abogaba por la libertad y la igualdad de toda la humanidad. Las mujeres, como grupo oprimido, podían con derecho requerir el apoyo de sus compañeros anarquistas en su lucha por la emancipación. Pero aunque los principios del anarquismo habían atraído a muchas mujeres librepensadoras a sus filas y el movimiento ciertamente tomaba al feminismo en serio, había una cierta ambivalencia acerca del estatuto preciso de la lucha por la emancipación de la mujer en sí misma. Las mujeres eran bienvenidas como militantes de «la causa de la anarquía», según lo expresaba El Oprimido, pero se les daba algo menos de apoyo para luchar por las reivindicaciones del feminismo, y ningún apoyo para formar grupos feministas autónomos. La doctrina anarquista misma era algo ambivalente acerca del feminismo, y el debate teórico acerca del tema era notablemente escaso. Aunque Bakunin había incluido en el programa de su Alianza Internacional por la Democracia Social el fin explícito de abolir la desigualdad sexual junto a la desigualdad de clases, los antecedentes anarquistas relativos a los derechos de las mujeres eran desparejos. Los proudhonistas franceses se habían opuesto a las exigencias de las feministas de igual pago e igual trabajo, y pensaban que el lugar natural de las mujeres estaba en el seno de la familia (Rowbotham, 1974). El principal inspirador del anarquismo-comunismo de las décadas de 1880 y 1890, Kropotkin, alentaba el activismo femenino dentro del movimiento pero desaprobaba el feminismo. Veía a la lucha de la clase trabajadora por la liberación como primaria; los intereses específicos de las mujeres debían ser subordinados al logro de este objetivo.

En la Argentina, cuando los anarquistas comenzaron a recoger algunas de las reivindicaciones prácticas de la clase trabajado ra, hacia el fin de siglo, una de sus campañas más vigorosas fue en favor de una legislación protectora de las mujeres. Cuando por primera vez se tomó como consigna el igual pago para las mujeres, lo cual fue apoyado por un número significativo de sindicatos de la Federación Obrera Argentina, en 1901, Pietro Gori, un famoso militante anarquista, planteó que «debería prohibirse que las mujeres trabajen en áreas que podrían ser peligrosas para la maternidad y que podrían socavar su moral; y debería prohibirse totalmente que trabajen los niños menores de 15 años». La preocupación por la moral de las mujeres, y la yuxtaposición de las mujeres y los niños en esta formulación paternalista, son reveladoras.[7] El comité votó unánimemente «organizar a las mujeres trabajadoras para que puedan elevar sus condiciones morales, económicas y sociales» (Marotta, 1960).

No es difícil, sin embargo, ver por qué las feministas se sintieron atraídas por el anarquismo. Sus preceptos centrales acentuaban la lucha contra la autoridad, y el feminismo anarquista centraba sus energías en el poder ejercitado sobre las mujeres en el matrimonio y la familia, buscando la libertad de tener relaciones fuera de estas instituciones. El énfasis anarquista en la opresión y las relaciones de poder, aunque no fue teorizado durante mucho tiempo, abrió un espacio dentro del cual las mujeres podían ser vistas simultáneamente como víctimas de la sociedad y como víctimas de la autoridad masculina. Como lo expresaba La Voz de la Mujer en su número 4, «odiamos a la autoridad porque aspiramos a ser personas humanas y no máquinas automáticas o dirigidas por la voluntad de (un otro’, se llame autoridad, religión o con cualquier otro nombre». Una de las adherentes de La Voz de la Mujer reformuló este «cualquier otro nombre» al firmar como «Ni Dios, Ni Patrón, Ni Marido».

Así, el anarquismo, más que el socialismo con su énfasis en la explotación económica, fue capaz de integrar algunos aspectos del feminismo, pero las ideas feministas no encontraron una gran aceptación en sí mismas, sea dentro o fuera del movimiento anarquista. Esta tensión entre el movimiento anarquista como un todo y las feministas que participaban en él se refleja en la trayectoria de La Voz de la Mujer.

Según sabemos, La Voz de la Mujer publicó solamente nueve números. El primer número apareció el 8 de enero de 1896, y el último casi exactamente un año más tarde, el día de año nuevo. Es posible que haya sido reeditado en una fecha más tardía. Las fuentes habituales del movimiento anarquista de este período establecen su existencia durante los años 1896 y 1897 y no nos dicen casi nada acerca de él. Los editoriales refieren tres cambios en los responsables de la publicación, pero no se menciona ningún nombre. Sin embargo, en un numero de la revista Caras y Caretas publicado en 1901 se menciona a las «dos hermosas mujeres que publican La Voz de la Mujer». Se alude a una actriz, de la que no se da el nombre, como una de las colaboradoras. Una serie de fotografías que acompañan el artículo muestran a tres mujeres, denominadas como redactoras de La Voz: Teresa Marchisio, María Calvia y Virginia .[8] Desafortunadamente, no se arroja más luz sobre estas mujeres, y nos quedamos con la posibilidad intrigante de que La Voz de la Mujer haya sido reeditada luego de su cierre en 1897 y fuera nuevamente publicada durante 1901. Es imposible decir si era éste el mismo periódico y si tenía los mismos redactores.

También se informa que otra versión del periódico, con el mismo nombre, fue publicada en la ciudad de Rosario por Virginia Bolten.[9] Se decía de ella que era una «gran oradora» y una organizadora infatigable, y es la única mujer de la que se sabe que fue deportada en 1902 bajo la Ley de Residencia, la cual le dio al gobierno el poder de expulsar inmigrantes activos en organizaciones políticas. También parece que aún otra versión de La Voz de la Mujer se publicó en Montevideo (Diego Abad de Santillán, comunicación personal), y como éste es el sitio en el cual se exilió Virginia Bolten, es razonable suponer que ella puede haber estado involucrada en la organización de la versión uruguaya.

 Al igual que muchos otros periódicos anarquistas de este período, La Voz apareció esporádicamente, llevando en su portada las palabras Sale cuando puede; al principio esto era aproximadamente una vez cada tres semanas, y luego el lapso entre número y numero se alargó a un período de entre seis semanas y dos meses. Se publicó en formato de periódico y tenía cuatro páginas. De los números uno al cuatro se publicaron 1.000 ejemplares, de los números cinco, siete y ocho, 2.000, y del número 9, 1.500.[10] Tal como era normal para estos periódicos anarquistas, era financiado por suscripción voluntaria, con una lista de suscriptores impresa en la contratapa de cada número. Un indicio del temperamento de los lectores lo obtenemos de los siguientes nombres de contribuyentes: «Grupo las vengadoras», «Uno que desea cargar un cañón con cabezas de burgueses», «Viva la dinamita», «Viva el amor libre», «Una feminista», «Una serpiente para devorar burgueses», «Sobrante de Cerveza», «Un hombre que ama a las mujeres».

Los contenidos del periódico eran presentados de diferentes formas; la principal era el artículo, que variaba en longitud de una o dos columnas hasta una pagina y media. Cada número generalmente contenía un editorial, un poema[11] y una fábula moral acerca de «mártires» de la sociedad burguesa (los pobres, los trabajadores, las prostitutas) o sus adversarios (los jueces, los curas, la policía). Además, se reproducían traducciones y artículos del movimiento europeo, como lo hacía en todos lados la prensa anarquista de la época. Ellos incluían los escritos de «Soledad Gustavo», Laurentine Sauvrey, Teresa Claramunt, A. María Mozzoni y María Martínez. Las redactoras de La Voz de la Mujer buscaron activamente la colaboración de mujeres anarquistas prominentes y, de acuerdo con una nota en el número 5, le escribieron a Emma Goldman y a Louise Michel en particular. La contratapa del periódico contenía una sección llamada «Mesa Redonda», en la cual se discutían pequeños ítems relativos a noticias de Europa y la Argentina. También aquí aparecían las increpaciones al Partido Socialista de la Argentina por sus políticas reformistas —en relación con el movimiento de la clase trabajadora, no con la cuestión de la mujer— y se reportaban temas centrales relativos a las mujeres. Podía leerse, por ejemplo, acerca de la animosa intervención de una joven mujer anarquista en un mitin obrero a favor de la emancipación de la mujer.

La mayoría de los artículos firmados llevaban nombres de mujeres, y la mayoría estaban escritos en español, con algunos ítems ocasionales en italiano. Aunque el periódico aceptaba artículos en cualquiera de las dos lenguas, los nombres de las redactoras, colaboradores y contribuyentes indicaban la afinidad del periódico con el anarquismo español y con la comunidad inmigrante de España.[12] Esto no es sorprendente, ya que fue primeramente desde España desde donde el feminismo anarquista llegó a la Argentina. Incluso el material feminista de la prensa italiana era escrito, en gran medida, por autoras españolas.

La Voz de la Mujer se describía a sí mismo como «dedicado al avance del anarquismo comunista». Dado que su política correspondía a la variedad de anarquismo militante que defendía los actos de violencia, era publicado de modo semiclandestino. Se dirigía a un grupo de lectores de la clase trabajadora, y sus redactoras escribían frecuente y apasionadamente acerca de la miseria y la pobreza sufrida por las mujeres de esa clase, a la cual supuestamente pertenecían. El espíritu del periódico era de un ardiente optimismo, tal como lo ejemplifica el siguiente verso, perteneciente a un poema titulado «Brindis», por Josefa M. R. Martínez:

¡Salud, Compañeras! La Anarquía

Ya trémola el pendón libertador;

¡Hurra, hermanos queridos, a la lucha!

¡Fuerte el brazo, sereno el corazón!

Al igual que el resto del movimiento anarquista, las redactoras se oponían, de un modo militante, a la autoridad de la religión y del estado, y eran intransigentemente hostiles hacia la policía y otros representantes del derecho. Tendían a ofrecer rudos consejos a los huelguistas acerca de cómo manejar el acoso policial, urgiéndolos a «matar algunos», para enseñarle una lección a la policía.

El tema central de La Voz de la Mujer, sin embargo, es el de la naturaleza múltiple de la opresión de las mujeres. La tormenta en el movimiento anarquista que respondió a la aparición del periódico parece haber sido causada por el feminismo militante del primer editorial, que tomó la posición distintiva y —para anarquistas y socialistas— herética de que las mujeres constituían la parte más explotada de la sociedad. Un editorial posterior afirmaba “creemos que en la sociedad actual nadie ni nada tiene una situación más miserable que las mujeres desafortunada”. Las mujeres, ellas decían, estaban doblemente oprimidas: por la sociedad burguesa, y por los hombres.

El desarrollo específicamente feminista de la teoría anarquista descansaba en su ataque al matrimonio y al poder masculino sobre las mujeres. El comunismo anarquista había tomado de Engels la crítica al casamiento burgués como un medio de salvaguardar la transmisión capitalista de la propiedad. También reiteraba su visión de que la familia era el lugar de la subordinación de la mujer. Las escritoras de La Voz de la Mujer, al igual que las feministas anarquistas de otras latitudes, prosiguieron el desarrollo de un concepto de opresión que se centraba en la opresión de género. El casamiento no era tan sólo una institución burguesa; también restringía la libertad de las mujeres, incluyendo su libertad sexual. La Voz de la Mujer atacaba el «onanismo conyugal» del matrimonio como una causa central, junto con la opresión de clase, la miseria y la desesperación. Los matrimonios se constituían sin amor, la fidelidad se mantenía por medio del miedo mas que del deseo y por la opresión de las mujeres a manos de hombres que odiaban; todo esto era visto como sintomático de la coerción implicada en el contrato de matrimonio. La gente no era libre de hacer lo que le placiera, y menos aún porque hasta 1897 el divorcio era ¡legal en la Argentina. Las feministas anarquistas deploraban y buscaban remediar esta alienación de la voluntad individual, inicialmente a través del amor libre y luego, y más profundamente, a través de la revolución social.

La Voz de la Mujer fue un entusiasta partidario del amor libre. Este tema había sido tratado tanto por los movimientos anarquistas norteamericanos como por los españoles, alrededor de la década de 1890, y continuó siendo un ideal anarquista de las décadas posteriores. La defensa del amor libre y la hostilidad al matrimonio fueron compartidas por otros grupos anarquistas y libertarios en Latinoamérica, algunos de los cuales llegaron más lejos que La Voz, tanto en la elaboración de ideas como en su practica. En el movimiento, en la Argentina circulaba literatura acerca de los beneficios de las relaciones múltiples, además de información y propaganda acerca de las comunas de amor libre que habían empezado a existir entre las comunidades inmigrantes de algunos países latinoamericanos.[13] La Voz de la Mujer ofreció a sus lectoras pocas guías prácticas para vivir de acuerdo a su ideal, y no está claro cuáles eran los arreglos sociales previstos para quienes practicaban el amor libre o para su probable descendencia.

Las redactoras parecen haber pensado en una variante liberal de una monogamia heterosexual secuencial, teniendo como ideal a «dos camaradas libremente unidos». En un contexto en el cual la contracepción era, como mínimo, muy difícil de obtener, las redactoras tenían poco que decir acerca de los niños, y lo que sí decían representaba una variedad de puntos de vista. Hay una sola referencia al control de la natalidad, que la escritora aprobaba con el fundamento de que demasiados niños incrementan la pobreza de los pobres (una posición que iba a ganar terreno en España a fin de siglo). No hay discusión explícita en torno al aborto, y las pocas referencias al mismo revelan la ambivalencia de las redactoras. El aborto es mencionado como algo que las monjas y las mujeres burguesas llevan a cabo, y como evidencia de su hipocresía. No hay certezas de si es el acto mismo el que debe ser deplorado, o solamente la gente que lo realiza. Las actitudes hacia los niños van de un sentimentalismo cursi a una denuncia furiosa del rol de la madre. Las redactoras adoptaron la posición convencional anarquista acerca de su ilegitimidad, rechazándolo como un prejuicio social irracional y expresando simpatía por sus víctimas. En general, y especialmente en los números posteriores de La Voz, se escribía acerca de los niños con gran compasión por sus sufrimientos, y se enfatizaba considerablemente el lazo emocional entre la madre y el niño. En un artículo sobre los horrores de la guerra, el foco era el temor de la madre de perder a su hijo en el combate. Las madres eran sostenidas como la principal provisión de afectividad parental. La hostilidad de las redactoras a la familia y el matrimonio, entonces, era atemperada por un respeto por, al menos, algunas convenciones. El hecho de que en ningún punto propusieran las formas más obvias de alivio del problema del cuidado infantil, a través de guarderías o de organización colectiva, es significativo. El cuidado infantil debe haber representado un problema para las lectoras trabajadoras, y la ausencia de toda discusión del asunto sugiere que las actitudes tradicionales hacia la maternidad pueden haber sido más fuertes que lo que hubieran querido las redactoras más radicales.

Se guarda un total silencio, también, acerca de la cuestión del trabajo doméstico. Aunque las redactoras atacaban la opresión de las mujeres y su reclusión en el hogar y las labores, nunca propusieron que los hombres compartieran este trabajo en el hogar, ni que el mismo fuera repartido de modo más equitativo. Es muy posible que evitaran, debido a su variante particular de la ideología anarquista, el proponer alguna solución que pudiera haber implicado al estado o al capital privado (con las guarderías, por ejemplo) o que pudiera haber sido considerada como una medida puramente reformista. Sin embargo, el hecho de que no argumentaran a favor de una distribución equitativa del trabajo en relación con las responsabilidades en el hogar o la comunidad indica que no pudieron romper con nociones imperantes acerca del lugar de las mujeres dentro de la división del trabajo tradicional.

La posición de La Voz acerca del amor libre, aunque era más cauta que la de algunos de sus contemporáneos, equivalía a un rechazo de la autoridad tradicional del hombre sobre la mujer y del control de su sexualidad. En el contexto del machismo del sur europeo, en el cual la virginidad, la fidelidad y la disparidad de criterios para el hombre y la mujer eran la moneda corriente del privilegio viril, tales demandas de autonomía fe, menina estaban destinadas a provocar una respuesta hostil. Un ítem en el número siete de La Voz de la Mujer muestra que el ideal de las redactoras de una unión y disolución libres, con las mujeres tomando la iniciativa, estaba lejos de ser aceptable para los hombres, incluso dentro del mismo movimiento anarquista. El artículo condenaba la acción del activista anarquista F. Denanbride, quien había disparado cinco veces a su amante cuando ella intentaba dejarlo. (La mujer, una colaboradora de La Voz de la Mujer llamada Anita Lagouardette, había sobrevivido milagrosamente.) El tratamiento de este episodio por parte del periódico ilustra un quiebre en su razonamiento anarquista feminista. Las redactoras veían al amor libre como la solución al problema de las relaciones entre sexos; cuando el matrimonio, la causa de la miseria y la desesperación, desapareciera, la casa se volvería «un paraíso de delicias». Los hombres y las mujeres serían libres de entrar en relaciones con quien ellos eligieran, y de disolverlas a voluntad, sin los efectos corrosivos del derecho, el estado, y la costumbre. Esta visión ignoraba tanto la subordinación compleja e internalizada de las mujeres, como los modos de opresión y el sentido de superioridad internalizados por los hombres.

La unión libre sólo podría haber sido una solución adecuada si los intereses de ambas partes implicadas hubieran sido idénticos, o si la parte cuyos deseos fueran contradichos no tuviera sentimientos. En cualquier situación en la que los miembros de la pareja en conflicto difirieran en fuerza, obviamente el más débil perdería, y en un mundo en el cual la gente era socializada bajo el criterio de la desigualdad varones-mujeres, el más fuerte, el hombre, podría usar las consignas de la «libertad» para ¡m, poner su voluntad sobre su compañera femenina —ya sea dejándola cuando ella no quería ser abandonada, o forzándola a permanecer—. Más aún, en un mundo en el cual las mujeres tenían pocas alternativas a la dependencia de los hombres a través del matrimonio, la invitación a la independencia probablemente parecía no sólo romántica sino también una posibilidad más realista para los hombres; por ello, amenazaba, en vez de liberar, a las mujeres menos favorecidas.

A pesar de todo su radicalismo, la consigna a favor del amor libre estaba aún suavizada por las convenciones de la época, y esto era especialmente verdadero en cuanto a sus implicaciones para las prácticas sexuales. La demanda de amor libre tenía que ver con la autonomía personal. Aunque implicaba una medida mayor de libertad sexual, no significaba un libertinaje sexual. La precaución que caracterizaba a la defensa del amor libre de las redactoras puede ser al menos parcialmente explicada por la ambivalencia que ellas expresaban acerca de la sexualidad. Sus escritos sobre este tema, como otros producidos en la España de la época, revelan una combinación de vulgaridad, radicalismo y un pudor conmovido. Se atacaba al matrimonio porque corrompía a las partes implicadas y llevaba a prácticas sexuales degeneradas. En un pasaje particularmente florido, se lo denunciaba como llevando al «fraude y las aberraciones en el coito», con sus correspondientes «asquerosas enfermedades, de ahí las mil y mil asquerosas y repugnantes prácticas que convierten el tálamo nupcial en pilón de asquerosas obscenidades [y de allí] ¡El adulterio!» (No. 1, p. 3). El sexo «degenerado», incluyendo la masturbación, se asociaba con el enemigo, especialmente los curas y los burgueses, quienes eran vituperados por homosexuales y pederastas. Los límites del radicalismo sexual de las redactoras están claros; ellas no defendían la permisividad sexual y no estaban siquiera seguras de que el sexo les gustara demasiado. Sus consignas relativas al amor libre expresaban un deseo de liberarse de ciertos constreñimientos legales y personales, pero la sexualidad debía confinarse al terreno de la práctica normativa.

Esto refleja el contexto cultural del cual emergieron estas mujeres. Ellas percibieron el principal problema en términos de su propia liberación del poder de los hombres y cuestionaron los privilegios de los que los hombres gozaban a expensas de las mujeres. Más aún, dado el clima moral existente y las relaciones de poder entre hombres y mujeres, estas últimas fueron frecuentemente víctimas de una explotación sexual cuyos costos ellas mismas pagaban, en términos de reputación dañada y niños ¡legítimos. Por lo tanto, no es sorprendente que la explotación sexual sea un tema recurrente del feminismo anarquista: el sexo era una amenaza para las mujeres.

La Voz de la Mujer combina varios elementos anarquistas, tales como el odio a la Iglesia y a la explotación de clases, con una crítica específicamente feminista de la explotación sexual de las mujeres. Una enérgica ilustración de esto, escrita en un lenguaje totalmente explícito, está presente en el número 3, en el cual la Iglesia es atacada con todo el veneno del anarquismo español por la hipocresía de sus funcionarios en relación con la sexualidad. «Luisa Violeta» ofrece una narración supuestamente autobiográfica de un incidente entre un cura y ella misma en un confesionario. El cura le reprocha el no asistir a misa. Ella explica que su madre ha estado enferma y que ella ha debido cuidarla, pero el cura no acepta estas justificaciones. «Pero desgraciada, ¿no sabéis que primero es el alma y después el cuerpo?» En el curso de la confesión Luisa pide perdón por masturbarse, un tema que provoca un agudo interés en el otro lado de la grilla. El cura quiere saber exactamente qué partes de su cuerpo ella toca, y si realiza estos actos sola; luego le pregunta si ha sido otra persona quien le ha enseñado a hacerlo. Ella responde que ha sido el cura mismo. En este punto, él la invita a pasar al cubículo e intenta violarla.

La insistencia en la depravación de los clérigos era un tema recurrente, junto con un ataque más general a la inutilidad de buscar en la religión una salvación que sólo podría llegar por medio de la revolución social. Dado que la visión imperante de las mujeres estaba condicionada por expectativas acerca de su religiosidad, piedad y castidad, este tipo de crítica debe haber sido particularmente escandaloso en su momento.

La hostilidad a la Iglesia eclipsaba incluso la simpatía fraternal que las redactoras de La Voz de la Mujer podrían haber sentido por sus hermanas enclaustradas, las monjas. Originalmente, estas mujeres eran tanto las víctimas de la falta de oportunidades como lo eran las prostitutas, con las cuales, en un artículo, eran comparadas. En el número 4, las monjas eran criticadas ácidamente no tanto por su rol ideológico como agentes de los valores religiosos, como por su hipocresía y engaños respecto de la sexualidad («parásitos de la sociedad, que tras satisfacer vuestros apetitos carnales con vuestros santos varones —los curas— arrojáis los frutos de vuestras entrañas en las calles o los enterráis en los jardines de vuestros conventos», La Voz de la Mujer, No. 4). No es sorprendente que este artículo haya provocado la crítica de lectores de La Voz de la Mujer, lo que llevó a una respuesta en el número 5. La autora insistió con que la historia era verdadera, y citó, en su defensa, noticias de los periódicos en las cuales se informaba de una niña que había sido violada por un cura, y del abandono de bebés no buscados por parte de las monjas.

La hipocresía, los criterios ambiguos, y la explotación social de las mujeres formaban la base de la simpatía feminista de las redactoras por las prostitutas. Las prostitutas eran «mujeres caídas», inocentes que habían sido corrompidas, doblemente traicionadas en base a su sexo y a su clase. Un artículo firmado por «Pepita Gherra» en el número 4 contiene esta descripción de la prostituta ideal-típica: «¡Sí, ya lo sé, pobre niña, lo sé, el padre fue amo del tuyo y el hermano fue quien te compró por cuatro monedas! sí, tu padre fue despedido, tu madre enferma y tus hermanitos agonizaban de hambre; sí, ya lo sé, no digas más…» En continuidad con la tradición romántica del siglo XIX, la prostituta era considerada como «el mártir de la sociedad»: ella ocupaba un lugar central en la concepción anarquista de la sociedad como el producto de la corrupción social. Las redactoras sostenían que la prostitución era forzada en las mujeres a través de la pobreza, la avaricia masculina y la falta de alternativas realistas para ganar el sustento, y era además reforzada por los criterios ambiguos de la institución del matrimonio, la cual atrapaba a la gente en relaciones vacías e insustanciales y empujaba a los hombres a buscar el placer en otro lado.

A fines del siglo XIX Buenos Aires ya estaba en vías de convertirse en la subcapital de Latinoamérica. Aunque en el censo de 1895 había me, nos de 700 prostitutas registradas, este número era menor a la realidad, si es que debe creerse en otras fuentes. Parecería, según las cifras, que un gran porcentaje de las prostitutas argentinas eran inmigrantes, y esto es consistente con informes provenientes de un tratante de blancas de ese momento (Rock, 1975). El número 8 de La Voz de la Mujer incluye una larga discusión de un panfleto, aparentemente escrito por mujeres que habían sido enviadas a Buenos Aires por un «empresario muy bien conocido» en este rubro, solicitando la intervención de la policía para impedir el tráfico de mujeres. La Voz de la Mujer apoyaba a las mujeres en su movilización contra la práctica, pero consideraba fútil e incorrecto pedir la intervención de la policía.

Los cambios en el grupo de redactoras en los números 5 y 7 están asociados a un cambio de énfasis político —un retiro gradual del feminismo militante de los primeros números en favor de preocupaciones anarquistas más ortodoxas—. Cuando, en sus primeros números, La Voz defendía vigorosamente una posición feminista contra las críticas de los hombres del movimiento, tenía el cuidado de señalar que no estaba contra los hombres sino contra aquellos que se oponían a la idea de la emancipación de las mujeres. A partir del número 3 ya no hay más alusiones explícitas a hombres recalcitrantes, y esto puede tener alguna relación con el significativo cambio editorial que tuvo lugar con el número 5. Este número apareció en un formato diferente, más grande, lo cual era aparentemente parte de una campaña para incrementar el número de lectores. Esto era necesario porque había aún «un gran prejuicio contra las mujeres y contra el gran progreso hecho por la propaganda de las mujeres». Se les daba un rol prominente a los artículos de «Pepita Gherra», y cada vez más artículos tendían a ser de temas anarquistas generales más que de cuestiones específicas de las mujeres. El tono era menos militantemente feminista, menos analítico y menos crítico de los hombres que antes. Otro índice significativo del carácter cada vez más defensivo de la publicación era su refutación de que el periódico estuviera en manos del «Grupito Amor Libre»; y es interesante que, a partir de este número, no hubo más discusiones acerca del amor libre. Sin embargo, en las convocatorias programáticas con que terminaban los editoriales, la consigna «Viva el Amor Libre» continuó siendo incluida, junto a «Revolución Social» y «Viva Anarquía».

A pesar del cambio en las redactoras, no hubo ninguna crítica explícita de la línea editorial previa del periódico, y las nuevas redactoras afirmaron su intención de proseguir «la huella de la antigua Redacción, es decir lucharemos sin descanso contra la actual sociedad burguesa; combatiremos sin tregua todos los prejuicios y preocupaciones que en la niñez nos inculcaron hombres estúpidos, mujeres fanáticas y otros miserables que ponen su pluma a disposición de la canalla». Con el séptimo número parece haber habido otro cambio editorial. De acuerdo con un pequeño anuncio en la última página, un nuevo grupo se encargaba del periódico; como en el caso anterior, no se daban razones para el cambio ni había críticas a la política previa. El único indicio de un cambio de línea consiste en el contenido mismo del periódico; ahora era escrito, aparentemente, casi en su totalidad por «Pepita Gherra», y los tres últimos números estaban todavía menos comprometidos con los temas feministas que los dos previos. Ellos se caracterizan por una preocupación por los temas anarquistas generales, tales como el antipatriotismo y el anticlericalismo.

La aparición de un pedido de ayuda en el número 9 indica que el periódico había entrado en crisis. La tirada del ejemplar cayó de 2.000 a 1.500 en este número, el cual estaba dominado por una disquisición acerca de la guerra cubano-española, pretendidamente publicado en La Voz de la Mujer a falta de fondos para publicarlo como panfleto. La solicitud de apoyo que revisaba el desarrollo del periódico era la siguiente:

A los lectores

Un año ha transcurrido desde que salió a luz el primer número de La Voz de la Mujer. Un año de luchas, de sacrificios, de crueles alternativas, de esperanzas y de caídas, solamente atenuadas en algo, por satisfacción de la lucha. Dos Redacciones han estado a cargo de esta hoja, poniendo las dos, su corta inteligencia y sus energías todas al servicio de la causa que defienden: La Anarquía.

En este año la vida de esta hoja ha sido precaria y raquítica, tanto así, que con pesar confesamos que si los compañeros no tratan (si les agrada nuestra propaganda) (1) de ayudamos un poco más eficazmente, nuestros esfuerzos serán inútiles y tendremos que cesar de publicar La Voz de la Mujer (2) y con ella la del ÚNICO periódico de América y tal vez del mundo entero que hace propaganda de nuestros ideales por mujeres y especialmente para ellas.

Lo repetimos compañeros y compañeras, entusiasmo y voluntad no nos faltan, pero nuestras fuerzas son pocas, por eso, si no podemos más, nos retiraremos hasta poder volver de nuevo a la brecha, y así siempre hasta que la hora del combate suene en el reloj de la conciencia humana, para correr a vencer o a morir por la Anarquía, porque por ella dará su inteligencia, su brazo, y su postrer suspiro.

LA REDACCIÓN DE LA VOZ DE LA MUJER

(1) A este respecto decimos: que dado el estado de ignorancia en que están sumidas las mujeres, nosotras entendemos que nuestra misión periodística es labrar la inteligencia, otro periódico o este mismo más tarde sembrará y cultivará el grano. Por esto nuestra propaganda es como es, cada periódico tiene su misión si quiere.

(2) O entregarla a otras compañeras con más aptitud y fuerzas.

A pesar de esta convocatoria, con el número 9 La Voz de la Mujer parece haber dejado de existir.

Las dificultades enfrentadas por semejante periódico eran formidables. Reconocía sin rodeos su fracaso en cuanto a la generación del apoyo suficiente, y había una multiplicidad de razones para esto, tanto prácticas como políticas. Entre las dificultades prácticas pueden listarse todas los problemas de publicar bajo condiciones clandestinas o semiclandestinas. La Voz usaba un conjunto de imprentas diferentes y probablemente dependiera de la colaboración de hombres solidarios, quienes a su vez forzaron a las redactoras a moderar sus concepciones más inaceptables. Hay indicios de que el periódico fue distribuido principalmente por activistas varones, y que esos hombres no eran muy diligentes al asegurarse de que circulara, o de que los fondos recolectados fueran entregados a las redactoras. Esto plantea las razones políticas más complejas del ocaso de La Voz de la Mujer: si eran los hombres quienes lo ponían en circulación, entonces había o bien pocas mujeres atraídas por el anarquismo en la Argentina del siglo XIX, o pocas que simpatizaran con el proyecto de La Voz.

Hay aquí dos temas distintos pero interrelacionados, relativos a la recepción de las ideas anarquistas y feministas. El anarquismo claramente gozaba de una aceptación bastante extendida entre los trabajadores inmigrantes al final del siglo XIX y principios del siglo XX, pero este apoyo fue erosionado gradualmente por los cambios en las comunidades inmigrantes mismas. Era popular inicialmente entre los inmigrantes, especialmente los menos favorecidos, porque su cosmopolitismo sin amarras, su idealismo y su oposición militante a todas las formas de autoridad expresaban las frustraciones de una fuerza rural sudeuropea desplazada, que se enfrentaba a las realidades de la pobreza urbana en una tierra extranjera. Las esperanzas frustradas y la ausencia de empadronamiento político encendieron la militancia de estos inmigrantes, y alimentaron su falta de compromiso con el país que los hospedaba. Aquellos que se quedaron, sea por elección o por circunstancia, tenían que sobrevivir dentro de la sociedad argentina. Alrededor de la mitad de los inmigrantes varones se casaron con mujeres argentinas y establecieron una relación menos débil con su país adoptivo. Al mismo tiempo, los trabajadores argentinos, tanto las mujeres como los varones —además de algunos inmigrantes— estaban en la década de 1890 comprometidos con la lucha por reformas prácticas que mejoraran las condiciones de la clase trabajadora. Algunos de los grupos anarquistas entraron en estas luchas y les dieron un perfil militante. Estos grupos continuaron siendo, al menos hasta las primeras décadas del siglo XX, serios rivales del Partido Socialista, el cual era admitidamente reformista.

Las corrientes revolucionarias del anarquismo, tales como la de La Voz, continuaron aisladas; mientras algunos sectores de la clase trabajadora, tanto nacionales como inmigrantes, demandaban una jornada de ocho horas, salarios más altos y mejores condiciones, muchos anarquistas despreciaban esas luchas y convocaban, por su parte, a la acción directa contra el estado y sus instituciones. La prensa anarquista de una disposición semejante a la de La Voz de la Mujer estaba particularmente desafectada de las luchas contemporáneas. Los contenidos de los periódicos casi nunca mencionan huelgas o represión, reivindicaciones o acción obreras. En lugar de esto, la principal preocupación fue la de la lucha ideológica.

Probablemente, la actitud militante de La Voz de la Mujer en contra de lo que veía como reformismo lo marginalizó en relación con las mujeres trabajadoras a las que buscaba influir. Su naturaleza semiclandestina hizo dificultosas la organización y las reuniones públicas. El periódico aparecía esporádicamente y circulaba principalmente entre los miembros radicales de las diversas comunidades inmigrantes. Así, la mayor proporción del material impreso en La Voz de la Mujer podría haber sido escrita casi en cualquier país de habla hispana en cualquier momento entre 1870 y 1930; irónicamente, la sección del periódico que da los indicios más vívidos de la vida en la Argentina de ese momento es la lista de suscriptores, con sus referencias pasajeras a oficios, condiciones de vida, regiones del país y actividades recreativas. En general, sus lazos con las realidades de las vidas de las mujeres inmigrantes en la Argentina estaban extremadamente atenuados.

Incluso en la década de 1890, las rupturas que se habían desarrollado en el movimiento reflejaban la dirección que estaban tomando los acontecimientos. Las variantes más militantes del comunismo anarquista, tales como La Voz de la Mujer y La Voz de Ravachol (así llamada en honor a un tirabombas), rápidamente perdieron terreno frente a las tendencias que eran más sensibles a la clase trabajadora y que abrazaban sus luchas. El movimiento anarquista estuvo, de ahí en más, caracterizado por un creciente apoyo a las ideas anarco-sindicalistas. Esto resultó ser, sin embargo, muy escaso y muy tardío, y el anarquismo, incluso en su forma más sindical, se convirtió en una fuerza ya consumida pocas décadas después. El Partido Socialista, fundado en 1894, comprometido como estaba con la participación electoral y la reforma laboral, había sobrepasado a los anarquistas en la segunda década del siglo XX, y ambos habían sido eclipsados por el populismo liberal del partido radical.

La Voz de la Mujer ya era, por lo tanto, una tendencia minoritaria dentro del movimiento anarquista como un todo, mientras que el anarquismo sufría el desafío de adaptarse tanto a las necesidades de los inmigrantes que planificaban quedarse en la Argentina como a las de la clase trabajadora indigente. Pero La Voz perdió dos veces la competencia. No sólo su política la marginalizó de la clase trabajadora, sino que tampoco ganó un apoyo suficiente de las mujeres.

En un sentido, La Voz no estaba particularmente preocupada en atraer muchos lectores. El feminismo anarquista buscaba desarrollar grupos pequeños de activistas dedicados, antes que un movimiento de masas. Su política era aceptadamente sectaria y sus simpatías estaban reservadas exclusivamente a las mujeres de clase trabajadora y pobres. Había poca o ninguna cooperación con otros grupos radicales que compartían el interés de La Voz en la clase trabajadora. El Partido Socialista era censurado casi en los mismos términos que la burguesía, y su periódico La Vanguardia fue descrito por una escritora, presumiblemente a causa de su reformismo, como «cochino socialístico-burgués». Aunque las mujeres trabajadoras a las cuales estaban dirigidos sus escritos tenían más de una causa de padecimiento, el compromiso de las redactoras con el anarquismo militante les hizo virtualmente imposible involucrarse en una discusión de los problemas prácticos a los que se enfrentaban.

Había, por lo tanto, una tendencia a evitar formular estrategias precisas de cambio y acción, incluso cuando podía verse surgir ciertas demandas más prácticas. Aparte de la abolición del matrimonio, las redactoras pedían el fin de las oportunidades desiguales y restringidas para las mujeres, de la discriminación de las mujeres en el trabajo, de la esclavitud doméstica, del acceso desigual a la educación y de las exigencias sexuales sin control de los hombres para con las mujeres. Pero estos temas son meramente señalados, con poca o ninguna discusión de los mismos. Dado el interés explícito en las mujeres trabajadoras, hay sorprendentemente pocas referencias a las condiciones de empleo y de trabajo imperantes en la Argentina de esos días. Por cierto, La Voz se oponía a las huelgas por mejores salarios y condiciones. Su única intervención en nombre de las mujeres trabajadoras consistió en señalarles a las lavanderas la inutilidad de boicotear las casas de lavado, en un intento de rebajar el precio de la admisión; en lugar de esto, se les recomendaba romper la maquinaria. Incluso cuando se destinaba un espacio considerable a un tema, como en el caso del amor libre, las redactoras ofrecían a sus lectoras pocas recomendaciones prácticas para realizar este ideal.

A partir del fin de siglo, emergió una variante diferente del feminismo que sí se hizo cargo de estos problemas: la del Partido Socialista. Mujeres tales como Cecilia Grierson, Alicia Moreau de Justo y Juana Rouco Buela lanzaron la lucha por la igualdad de derechos, mejores oportunidades educacionales y la reforma del código civil, y al hacerlo redefinieron radicalmente la política, la estrategia y el terreno de la lucha feminista.[14] A diferencia de La Voz y aquellos a los que persuadía, el Partido Socialista argentino, influido por la visión gradualista de Edouard Bernstein, estaba comprometido con un programa de reivindicaciones formuladas principalmente en términos de concesiones que podían ser obtenidas del estado.

Aunque el programa socialista apuntaba a lograr resultados más tangibles que el del anarquismo, carecía del radicalismo feminista ardiente que tanto había formado parte de la militancia del anarquismo. Más importante aún es que en su tendencia a derivar la opresión de las mujeres primariamente del capitalismo, o a verla como mediada por las prácticas discriminatorias del estado, los socialistas no desarrollaron, como los anarquistas, una crítica radical de la familia, el machismo y el autoritarismo en general. Tampoco la sexualidad ocupó un lugar importante dentro del discurso feminista socialista. Las consignas a favor del amor libre del anarquismo fueron reemplazadas por nociones más tradicionales acerca de la superioridad moral «natural» de la mujer, con todas sus connotaciones relativas al hogar y a la maternidad virtuosa (Little, 1978). Las intuiciones de las feministas anarquistas debían esperar medio siglo para obtener una sustancia teórica e incluso más para formar la base de una práctica distintiva.

Esta estampa de historia anarquista argentina indica que hubo una mayor diversidad de discurso feminista en Latinoamérica de lo que comúnmente se supone. También subraya la tesis de que los individuos que constituyen un movimiento social entran en él a partir de diferentes posiciones sociales y por lo tanto tienen, también, necesidades específicas, así como, en algunas ocasiones, intereses en conflicto.[15] Las mujeres y los hombres anarquistas, aunque estaban unidos por una causa común, entraron en la política a partir de posiciones diferentes en las divisiones sexuales y sociales del trabajo, posiciones que modelaron tanto su experiencia como, en el caso de las mujeres, sus reivindicaciones específicas. La tensión entre las necesidades de los hombres y las de las mujeres en un movimiento político con objetivos universales fue claramente experimentada por las redactoras de La Voz de la Mujer, como lo ha sido por sus sucesoras en diferentes épocas y contextos nacionales.

A pesar de todo esto, La Voz no logró universalizar su llamamiento feminista. Aunque hubo quienes lo apoyaron entre las mujeres de los centros urbanos de la Argentina, no pudo sostener un grupo de lectores de alguna importancia. Esto no fue, sin embargo, porque sus blancos fueran errados o porque hubiera «importado» una visión ajena e inapropiada de Europa. Las mujeres sufrían tanto en la Argentina como en España o en Italia a causa de la explotación sexual, la aplicación desigual de criterios y las situaciones familiares opresivas, que expresaban tanto la desigualdad como las relaciones de poder entre los sexos. El problema residía más bien en que su mensaje fue expresado en términos demasiado coléricos para la población promedio. La Argentina era una sociedad más secular que muchas otras en ese momento, pero la mayoría de las mujeres, fueran nativas o inmigrantes, se habrían escandalizado por los ataques a la Iglesia y la familia y por la discusión explícita de la sexualidad.[16] Para muchas mujeres, la familia era un lugar de opresión, pero también de seguridad relativa en un mundo que cambiaba rápidamente y en el cual tenían pocas alternativas. La abolición del matrimonio sin otros cambios radicales en su posición habría dejado a las mujeres aún más expuestas, amenazándolas no con una libertad mayor sino con una posible pérdida de ayuda financiera a los ojos de la comunidad. La Voz, aunque representó una intervención entusiasta en un terreno importante, tuvo una convocatoria limitada, primariamente por carecer de un interés más profundo en las necesidades y creencias de las mujeres a las que buscó influir.

Referencias bibliográficas

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[1] O jornal das Senhoras, por ejemplo, apareció en el Brasil en 1852. Estaba dedicado a «el adelanto social y la emancipación moral de las mujeres» (Hahner, 1978).

[2] En la víspera de la Primera Guerra Mundial, el 30% de la población argentina era inmigrante, en contraste con el 14% de la población de los Estados Unidos en 1910 (Solberg, 1970).

[3] Había, desde luego, corrientes anarquistas nativas en la Argentina —formas de resistencia popular espontánea—, pero eran incapaces de alcanzar una expresión organizacional estable. Una de ellas, conocida como cultura gauchesca, se convirtió en tema central de dramaturgos y poetas anarquistas desde 1890 en adelante (véase Franco, 1963, y Yunque, 1941).

[4] Desafortunadamente, hay muy pocas listas como para dibujar un retrato exacto. Oved (1978) argumenta que en la Argentina, como en otros lugares, el apoyo al anarquismo se encontraba entre los trabajadores no-calificados y semi-calificados.

[5] Mencionado en la revista literaria Caras y Caretas, 1901. Según Abad de Santillán (1930), Creaghe era «muy querido» por el movimiento anarquista argentino. Según parece, antes de abandonar Gran Bretaña había sido un miembro activo del movimiento de los trabajadores de Sheffield, donde había publicado una revista llamada El Anarquista de Sheffield.

[6] En el contexto de España hasta los tiempos de la guerra civil, esta ambivalencia en la actitud del movimiento hacia el feminismo y los triunfos y fracasos de las mujeres anarquistas es discutida por Kaplan (1971) y junco (1976).

[7] A partir del 1900, los estatutos de algunos grupos de trabajadores con fuerte presencia anarquista contienen demandas de igual pago a las mujeres y de abolición del matrimonio. Esta última demanda apareció en las propuestas anarquistas para los estatutos de la Federación Obrera Argentina, la primera federación de trabajadores de la Argentina, pero fue retirada de la lista final de reivindicaciones, probablemente a causa de la oposición socialista (Marotta, 1960).

[8] Según Caras y Caretas, María Calvia también fundó un grupo llamado «Los Proletarios».

[9] Quesada (1979) reporta que una de las redactoras apareció en Rosario entre 1900 y 1903. Escribe que los visitantes a la Casa del Pueblo, recientemente construida, incluían a Pietro Gori, «y muchos otros solían reunirse allí: la mujer Marchisio, quien junto a Virginia Bolten fundó La Voz de la Mujer, publicación llamada ‘la Michel rosarina’ debido al ardor de su oratoria». (Según otras fuentes, parece más probable que fuera Bolten, y no La Voz de la Mujer, quien fue apodada «la Michel Rosarina».)

[10] El número 6 no ha podido ser hallado. Los primeros cuatro números medían 26 cm. x 36 cm., mientras que los restantes eran un poco más grandes y de tamaño variado, lo que sugiere el uso de diferentes imprentas.

[11] Algunos de los poemas eran escritos para ser leídos en los mitines. El número ocho de La Voz incluye un poema de 207 líneas de «Pepita Gherra» destinado, según las redactoras, a ser leído en las reuniones del Sindicato Español de Trabajadores.

[12] Véase Junco (1976) para una discusión de la familia, el amor libre y el feminismo en el anarquismo español.

[13] La Colonia de Santa Cecilia, en el Brasil, es el ejemplo mejor conocido. El Oprimido estuvo en el centro de un debate acerca de esta cuestión, y aparentemente la publicación habría patrocinado el panfleto Un Episodio de Amor en la Colonia Socialista «Cecilia», que preconizaba las relaciones múltiples, la abolición de la familia y el cuidado comunal de los niños. Ruvira (1971) dice que estas anarquistas argentinas sí tenían sus uniones libres, y que sus hijos aparecían en el registro civil bajo nombres tales como Anarquía, Acracia e, incluso, Libre Productor.

[14] En 1900 Cecilia Grierson fundó el Consejo Nacional de la Mujer, y cinco años después se fundó un centro feminista en el cual se reunieron las principales miembros de los grupos a favor del sufragio femenino en la Argentina.

[15] Para una discusión teórica de este problema de los «intereses» y el feminismo, véase Molyneux (1985).

[16] Dos escritores ingleses de ese período, pertenecientes a la confesión de la Iglesia Anglicana, lamentan que en 1891 el 37% de todos los matrimonios en Buenos Aires fueran ceremonias civiles, a partir de la legalización del matrimonio secular en 1887 (Mulhall y Mulhall, 1892).