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OPERATIVO ANTINARCO EN RÍO DE JANEIRO –

Este texto fue publicado originalmente por revista Piauí y editado en español por Anfibia


El hedor acre de la muerte, mezclado con el rocío, impregnaba el aire de la Plaza São Lucas, donde termina el barrio de Penha y comienzan las favelas del complejo del mismo nombre, en la Zona Norte de Río. Ya eran pasadas las doce y media de la noche. Frente al supermercado Inter, se había formado un círculo de unas doscientas personas, entre obreros, estudiantes, jubilados y personas vinculadas de alguna manera al narcotráfico. Ante ellos yacían veinticinco cadáveres alineados, todos hombres, todos identificados por los vecinos como residentes de la zona. 


Jóvenes encapuchados y cautelosos se reunían en las esquinas, mientras las mujeres se repartían el tiempo entre brindar apoyo emocional y buscar personas desaparecidas. Algunos niños pasaban por allí, siempre acompañados de al menos un adolescente que parecía demasiado maduro para su edad. Manchas de sangre se mezclaban con envases de plástico desechados de la única tienda abierta. 


Quería descansar, pero no podía quedarme aquí ahora, ¿verdad? — comentó la vendedora a su compañera.


Delgados, gordos, morenos, negros, blancos, tatuados, viejos, jóvenes: los cuerpos se multiplicaban a medida que una camioneta negra los traía de distintos puntos de la favela. Los cargaba un grupo de vecinos liderados por Erivelton Vidal Correia, presidente de la Asociación Comunitaria del Parque Proletário da Penha. Con guantes quirúrgicos, alineaban los cuerpos uno al lado del otro, cabeza con cabeza, sobre una gran lona negra y azul, en una imagen que luego acaparó los titulares.


—¡Espacio, espacio, espacio! —, gritaba Correia cuando los que pasaban por allí interrumpían el trabajo.


Una hora antes, había enviado una camioneta con siete cadáveres al Hospital Estatal Getúlio Vargas, que recibía a todos los muertos a tiros confirmados por la policía. Oficialmente, hasta ese momento, se contabilizaban 64 muertes causadas por el operativo contra el Comando Vermelho, que había comenzado la mañana del día anterior, 28 de octubre. Mientras avanzaba la noche, la cifra aumentó rápidamente: los vecinos encontraron cadáveres por todos lados, la mayoría tirados en el bosque. En la madrugada del miércoles 29, ya habían localizado al menos 32 cuerpos que, hasta entonces, no habían sido contabilizados oficialmente.


Una mujer de 61 años se detuvo junto al reportero y dijo: 

¿Esto es Irak? He vivido aquí desde que nací. Nunca había visto nada igual—.


Otro residente, de 27 años, coincidió con ella: 

En 27 años aquí, nunca había visto nada igual— y escuchó:Yo digo lo mismo, y llevo aquí más del doble de tu edad—. 


Hubo risas compartidas; escenas que nos recordaban que también había algo de cotidianidad en el ambiente, de residentes tan desconcertados como acostumbrados a la violencia (incluida la violencia estatal) en el Complejo de Penha. Sin embargo, nada podía eclipsar el sonido del llanto de mujeres que habían perdido hijos, seres queridos, amigos, hermanos, sobrinos y sobrinas. Cada unos veinte minutos se podía oír a alguna de ellas reconocer a alguien que había desaparecido desde el inicio de la operación a las tres de la madrugada del día anterior. “Mi…”, el vocativo que alude al vínculo afectivo cambia, pero la frase no.


A las cuatro de la tarde, la masacre ya era un hecho visible en la prensa de Río de Janeiro y nacional, aunque no se la nombraba así. La cifra oficial de muertos variaba. Alrededor de esa hora, miles de grupos de residentes de favelas, barrios acomodados, suburbios, y otros del área metropolitana de Río de Janeiro empezaron a difundir mensajes similares: “El Comando Vermelho informa del toque de queda, nadie debe salir de sus casas, porque habrá muerte y caos”. En respuesta, los negocios de la Zona Sur, la Zona Norte, la Zona Oeste, la Zona Suroeste, la Baixada Fluminense y Niterói cerraron. Como consecuencia, independientemente de la línea, todos los vagones del metro se llenaron. 


En las estaciones, los pasajeros comentaban una enigmática advertencia que circulaba en redes sociales: “Buena suerte en la Central de Brasil”. Los rumores de asaltos y peleas sembraron el terror en los celulares de quienes intentaban regresar a casa, sin volver a salir en todo el día. Las noticias de robos y caos en trenes y autobuses provocaron miedo e ira.


Un rato antes, lejos de allí, alrededor de las 4 de la tarde, un hombre moreno de unos 70 años, esperando el metro de Botafogo, en la Zona Sur, a Nova América/Del Castilho, en la Zona Norte, a veces consolaba y a veces minimizaba el dolor de un familiar por teléfono. “No seas así… Llorar tampoco sirve de nada. Ahora tienes que aceptarlo. Tú elegiste esta vida…”. Tras colgar, negó con la cabeza y le comentó a la persona que tenía al lado: ‘Mi sobrino está escondido ahí arriba con Doca, es su guardaespaldas… Quería esta vida fácil’”. Edgard Alves Andrade, alias Doca, es uno de los narcotraficantes más influyentes del Comando Vermelho, jefe del Complejo Penha y señalado como uno de los objetivos del operativo, aunque hasta el momento no hay noticias de su captura. 


Las estaciones cercanas a los complejos ocupados por las fuerzas de seguridad pública resonaron con ráfagas de disparos durante todo el día. El reportero se detuvo en la estación Inhaúma de la línea 2 del metro, frente a Alemão, y presenció el estruendo de los disparos que aceleró el paso de los residentes y puso a prueba la paciencia de los conductores de Uber en la Avenida Pastor Martin Luther King Jr.