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Este análisis fue publicado en enero de 2022 en Izquierda Diario. Un año después los aportes críticos son aún válidos. Es una mirada sociológica sobre la violencia rugbier en Argentina.

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La violencia pandillera de los rugbiers ha causado muchas muertes en Argentina, sin contar los miles de jóvenes lesionados que milagrosamente se salvaron de la muerte, aunque no de la internación hospitalaria y el padecimiento de graves secuelas, muchas veces de carácter irreversible. El fenómeno es viejo, recurrente. Podríamos decir, sin temor a exagerar, que a esta altura representa ya un mal endémico y consuetudinario de nuestra sociedad.

¿Quién no recuerda, acaso, varios ejemplos de este flagelo? No hablo solamente de noticias periodísticas de alto impacto público, sino también de experiencias personales sin trascendencia mediática donde hemos sido víctimas o testigos, o donde personas allegadas nos relataron alguna anécdota trágica o morbosa.

El caso más célebre es el asesinato de Fernando Báez Sosa, aquel muchacho porteño de 18 años brutalmente asesinado a golpes en la puerta de una discoteca de Villa Gesell por una banda de amigos rugbistas procedente de Zárate, la madrugada del 18 de enero de 2020, poco antes de que se declarara la pandemia en nuestro país.

Los ocho imputados del crimen (Máximo Thomsen, Ciro Pertossi y compañía) están en prisión preventiva, aguardando el juicio oral, previsto para el próximo verano. Su accionar homicida, recordemos, estuvo acompañado de insultos racistas, como “¡negro de mierda!”.

Publico estas líneas al cumplirse exactamente los dos años de la muerte de Fernando, pocas horas después de que la familia Báez Sosa – que trabajosamente juntó coraje para viajar de CABA a Villa Gesell por primera vez desde el traumático suceso – realizara un acto conmemorativo de gran emotividad en la escena del crimen, en el mismo día y horario. No se trata de un artículo periodístico policial que busca reconstruir el crimen o actualizar la información procesal sobre los imputados. Se trata de un ensayo sociológico que hilvana algunos análisis y reflexiones de índole crítica sobre el trasfondo cultural de aquel caso, y de muchos otros similares.

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Después del asesinato de Fernando, durante la pandemia, la violencia rugbier no desapareció ni disminuyó. Tan pronto como las medidas de aislamiento fueron levantadas o suavizadas en la primavera de 2020, se registraron nuevos episodios, aunque afortunadamente sin víctimas fatales, como el caso del joven Felipe Di Francesco, salvajemente golpeado por los mellizos Cozzi – jugadores de La Plata Rugby Club – luego de una fiesta clandestina en el balneario Claromecó; o bien, el caso de Lautaro Insúa, un pibe de 18 años que acabó en el hospital con politraumatismo luego de que unos rugbistas del club Tala le pegaran bárbaramente en un festejo de graduación en el barrio privado Lomas de la Carolina, de Córdoba.

En 2021, segundo año de pandemia, el panorama no mejoró. En Salta, por ejemplo, un adolescente de 17 años fue molido a trompadas y patadas por una pandilla de rugbiers del Jockey Club tras una celebración nocturna en la finca Cámara, situada en la localidad de Campo Quijano. En noviembre, un joven llamado Santiago Pintos (estudiante de educación física, 25 años), fue ferozmente atacado por una turba del club de rugby Huirapuca a la salida de un bar, en la localidad tucumana de Concepción.

Mendoza, la provincia donde vivo, no es ajena a este fenómeno, para nada. Desde hace décadas circulan noticias y anécdotas sobre la violencia pandillera de los rugbistas. Como botón de muestra, baste mencionar el suceso más reciente: en octubre, un adolescente que había asistido a un cumpleaños de quince fue bestialmente agredido por una patota de jugadores del Liceo Rugby Club, en Chacras de Coria, Luján de Cuyo. La víctima fue internada de urgencia en una clínica, con al menos ocho fracturas en la cabeza y un ojo comprometido.

El hecho más reciente en salir a la luz pública ocurrió en Córdoba, la madrugada del domingo 12 de diciembre. Lucas, de 21 años, fue atacado por una numerosa pandilla de rugbistas en Villa Carlos Paz, tras una discusión en una discoteca. Lucas salió del boliche y trató de huir, pero fue alcanzado por la patota a varias cuadras, y sometido a un encarnizado vapuleo. Terminó en el Hospital Sayago con múltiples traumatismos en el rostro y la espalda. Los agresores integran el equipo M17 del club Carlos Paz Rugby.

Ahora bien: si todas estas palizas posteriores al crimen de Villa Gesell no resultaron letales, fue por obra pura de la casualidad y no por la moderación (responsabilidad, prudencia, compasión, arrepentimiento, etc.) de los patoteros agresores. A la luz de todo lo ocurrido, resulta verdaderamente sorprendente que no haya más muertos.

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El problema es la sociedad en general, no el rugby. Lo ocurrido en Villa Gesell hace dos años fue algo poco representativo del mundo rugbier… Todo el tiempo hay noticias sobre ajedrecistas, basquetbolistas, jugadores de vóley, waterpolistas, etc., que andan en patota haciendo desmanes vandálicos por la noche o propinando golpizas salvajes a personas inocentes e indefensas. Crímenes como el de Fernando Báez Sosa son moneda corriente en todos los ámbitos de camaradería deportiva varonil: handball, hockey sobre patines, futsal, etc. La violencia es transversal, desde un club de filatelia hasta una ONG de rescate animal. La sociabilidad rugbier no es más violenta que las otras sociabilidades. ¿Ustedes se creen ese verso? Yo no… Disculpen la ironía, pero el negacionismo rugbier me hartó.

Dos días después del asesinato de Fernando, El Grito del Sur publicó una entrevista al psicoanalista y psiquiatra Enrique Stola, intitulada “No es el rugby, es la masculinidad hegemónica”. Sabía que iba a pasar eso: que se enunciaran tesis genéricas, abstractas, superficiales y autocomplancientes desde la prensa hegemónica y la intelectualidad progre. ¡Por supuesto que la madre del borrego es la masculinidad hegemónica y no el rugby! ¡Por supuesto que la masculinidad hegemónica atraviesa toda la sociedad, incluyendo el rugby! Son verdades de Perogrullo, que poco y nada aportan a esta altura…

Lo que hay que preguntarse es esto: ¿la sociabilidad rugbier es más machista y violenta que otras sociabilidades masculinas, deportivas y no deportivas? Si la respuesta es sí, ¿por qué sucede eso? ¿Cuál es la causa –o conjunción de causas– por la cual, desde hace muchos años, se acumulan las noticias policiales sobre pandillas de rugbistas que cometen actos vandálicos, abusos y violaciones sexuales, golpizas salvajes contra personas vulnerables y asesinatos? ¿Por qué no pasa esto con otros deportes de equipo donde existe la práctica de la camaradería varonil, como el básquet, el vóley, el hockey, el handball o el waterpolo? Algo pasa en el rugby, que no pasa en otros deportes, al menos en Argentina. Es un hecho sociológico tan evidente que ya no admite discusión seria, y sin embargo se lo sigue discutiendo bizantinamente, como la sexualidad de los ángeles en el Medioevo.

Dejemos ya de caer en generalizaciones indulgentes del tipo: toda la sociedad es violenta y machista. Desde luego que toda la sociedad es violenta y machista. Pero existen enormes diferencias de forma, magnitud e intensidad entre la violencia y el machismo que puede haber en un club de ajedrez y un club de rugby, entre un cuartel del Ejército y una academia de artes plásticas, entre un enclave minero y un centro cultural, entre una institución religiosa conservadora y una entidad de derechos humanos. Si hay algo que puede contribuir a la impunidad de las patotas de rugbistas, es que se instale el discurso facilista de que el problema «no es el rugby», sino la sociedad en su conjunto, cuando sabemos bien que hay ámbitos mucho más violentos y machistas – y racistas o clasistas – que otros.

La cantinela perogrullesca de que el rugby no es ontológicamente discriminatorio y criminal resulta funcional a la reproducción de la violencia rugbier. Es una burda falacia de espantapájaros exculpatoria, porque nadie ha afirmado que el rugby sea violento, machista, racista o clasista en sí, per se. Lo que se ha afirmado es que la sociabilidad y cultura que rodean a este deporte condensan unos niveles o grados de violencia, machismo, racismo y clasismo singularmente acendrados.

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Lo digo ahora con otras palabras, tal vez más claras. Son las que escribí en mi muro de Facebook el 20 de enero de 2020, cuando el crimen de Villa Gesell era noticia candente. Hice unos cuantos retoques de redacción aquí y allá, pero, en lo sustancial, el texto sigue siendo el mismo. Y conserva, a mi entender, toda su vigencia y veracidad.

Un segmento no menor de quienes repudian la violencia de las pandillas de rugbistas muestra un excesivo prurito en aclarar que no están generalizando y en recordar que no todos los jóvenes argentinos que practican rugby son ricachones clasistas, racistas y machistas propensos a salir de juerga en manada, emborracharse y drogarse, acosar o violar mujeres y propinar palizas bestiales – muchas veces letales – a quienes se les antoja, a menudo personas de sexualidad disidente y pobres en situación de calle. Desde luego que plantear el problema en términos de camaradería rugbier = violencia patotera sería simplista e injusto. Pero también sería necio negar los altísimos niveles de correlación estadística que existen entre ambas prácticas sociales y abstenerse de indagar sus causas.

La sociabilidad amistosa basada en la vida compartida de club, con su intensa dinámica de entrenamientos, viajes y competiciones, es algo transversal a todos los deportes de equipo: básquet, vóley, hockey, handball, etc. Sin embargo, solamente en el rugby el fenómeno del pandillismo de jugadores ha alcanzado el desarrollo y la extensión de una auténtica cultura tribal juvenil. En los otros deportes colectivos, la criminalidad gamberra no existe, o existe de modo minoritario y embrionario, o como una manifestación de las hinchadas (en el fútbol, sobre todo). Basta con leer los policiales de los diarios para comprobarlo. Nunca he leído noticias sobre las andanzas delictivas de patotas de basquetbolistas, jugadores de waterpolo o atletas de delegaciones olímpicas. Algún caso habrá habido. Pero no hay una cultura del odio y la violencia en estos deportes. En el rugby sí. Esa es la diferencia, y hay que hacerse cargo de una buena vez, sin tantas reservas.

No es lo mismo un hecho aislado que una tendencia general. La sociabilidad rugbier – con su culto espartano a la virilidad agonal y gregaria, a la fuerza física y la rudeza, a las borracheras y bromas pesadas, a las riñas y bravuconadas – es violenta, no hay vuelta que darle. Seguro que hay en ella honrosas excepciones. Pero no podemos perder de vista sus componentes estructurales, sus rasgos predominantes.

Que la corrección política no nos haga dejar de lado el rigor crítico y la honestidad intelectual. Algo pasa en el rugby que no pasa en otros deportes, al menos en Argentina. Se trata de un problema cultural, estructural, que excede lo deportivo. Es hora de debatirlo y solucionarlo, para que no haya más tragedias como la de Fernando Báez Sosa, o la de aquella joven mendocina violada por una banda de cinco integrantes del seleccionado cuyano de rugby en enero de 2017, o tantas otras que sería imposible enumerar aquí.

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Recupero otro posteo de Facebook, que data también de aquel luctuoso verano de 2020 donde Fernando Báez Sosa fue asesinado.

Mientras gran parte de la opinión pública insiste en que “el problema no es el rugby” y que este deporte solo es un ámbito más de la sociedad argentina – como cualquier otro – donde los flagelos de aquella se reproducen o manifiestan, me tomé el trabajo de entrevistar a un subcomisario con más de veinte años de desempeño en la Policía de Mendoza, licenciado en seguridad pública por la UNCuyo. La entrevista giró en torno al fenómeno de la violencia juvenil nocturna en discotecas y bares del Gran Mendoza. Obtuve mucha información valiosa, que quisiera compartir con ustedes.

En las discotecas top del Gran Mendoza, donde asisten jóvenes de clase media y alta, el 70 % – o quizás más – de las riñas, golpizas y actos vandálicos son protagonizados por rugbistas, casi siempre en pandilla. Encabezan el ranking dos tradicionales instituciones de la burguesía mendocina: Maristas y Liceo.

En los boliches de target más popular, también se da el fenómeno de la violencia, pero con características bastante diferentes:

1) Es raro que muchos varones golpeen a uno solo, o a unos pocos, menos aún de forma coordinada y a traición. Se lo considera algo cobarde y vil (todo lo contrario al modus operandi de los rugbistas).

2) La pelea se suele dar por terminada cuando el oponente cae herido o grogui al piso y ya no está en condiciones de defenderse. Es raro el ensañamiento con patadas a la cabeza, como en el crimen de Fernando.

3) Muchas riñas quedan interrumpidas por la intervención espontánea de otros jóvenes. Esto no resulta tan común en las discotecas top, donde prevalece una actitud pasiva de expectación morbosa.

4) A menudo, en los lugares nocturnos más populares, se registra el uso de armas blancas o de fuego, sobre todo cuando la pendencia está asociada al crimen organizado (pujas territoriales narcos). En las discotecas top, la utilización de puntas y pistolas no es tan habitual.

5) En los boliches más populares, las riñas no son exclusivamente de varones. También participan pibas. Esto es más raro en las discotecas a las que asisten las clases acomodadas, más pacatas y sexistas en su relación con la violencia.

6) La importancia del deseo de “impresionar” a las chicas no es un elemento tan central en las riñas de los jóvenes pobres. Muchas de sus peleas están asociadas a otros factores, como las rivalidades barriales y futbolísticas. En cambio, las riñas nocturnas protagonizadas por pandillas de rugbiers tienen como motivación principal el afán de pavonearse ante las jóvenes de su clase social, montando un espectáculo de “rudeza viril” que les confiera prestigio.

Me parecen datos sociológicos significativos. Que cada quien saque sus propias conclusiones… En lo que a mí respecta, no tengo ninguna duda de que el rugby – la sociabilidad masculina rugbier, para ser más preciso – sí constituye un problema grave y que no se trata de una mera caja de resonancia de la sociedad argentina. Reitero el primer dato que mencioné: la abrumadora mayoría de los incidentes violentos que se producen en las discotecas de clase media y alta del Gran Mendoza (70 % o más) son causados por el tercer tiempo o la camaradería varonil del “deporte de bestias jugado por caballeros”.

La masculinidad hegemónica es transversal, cierto. El machismo, el clasismo y el racismo están por todas partes. Pero hay ámbitos donde alcanzan una densidad o virulencia más altas, a veces mucho más altas. Uno de esos ámbitos de alta densidad es el rugby. Dejemos de negarlo.

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Se habla mucho de la generalización, de lo errado e injusto que resulta cualquier afirmación que vaya más allá de lo particular. Estamos en presencia de una verdadera fiebre antigeneralista. Hay que ver el árbol y nunca jamás el bosque, nos reclaman. Ver el bosque sería una aberración intelectual y moral, una muestra inaceptable de maledicencia basada en el prejuicio.

¿Cuál ha sido el detonante de esta cruzada contra la generalización? La defensa del rugby argentino frente a aquellas críticas que lo señalan como un ámbito de sociabilidad donde la masculinidad hegemónica asume formas particularmente virulentas y violentas. Quienes sostienen esta defensa, llevan a cabo lo que en lógica se denomina quid pro quo: sustituir un concepto por otro. ¿Cuál es el quid pro quo que efectúa la corporación del rugby? Presentar – con fines de autovictimización – la crítica a la sociabilidad y cultura rugbiers como un ataque indiscriminado a todos los rugbistas. No hay que ser una luminaria para darse cuenta de que no es lo mismo decir “la sociabilidad rugbier es…”, que decir “todos los rugbiers son…”.

Ilustro la idea con un ejemplo: vivo en Mendoza desde hace casi dos décadas, pero nací y me crié en Buenos Aires. En muchas ocasiones, he oído críticas al centralismo porteño y a las subjetividades que tiende a producir. Jamás me ofendieron esas críticas. Las considero acertadas y justas, y como historiador podría aportar muchos argumentos a favor de las mismas. Jamás sentí que me dijeran que yo, como porteño, soy de tal o cual forma. Siempre interpreté que la crítica va dirigida no a todas las personas que nacieron en Buenos Aires, sino a cierta situación económica, política y cultural históricamente determinada, y a los efectos ideológicos que esa situación ha tenido sobre la mayoría de la población porteña. Me gustan muchas cosas de Buenos Aires y no me avergüenzo de ser porteño. Pero nunca asumí mi porteñidad de manera acrítica y corporativa. Cuando se cuestiona a Buenos Aires por su centralismo y desprecio hacia el Interior, no asumo que me están diciendo “toda la gente porteña es”. Me parece una forma desleal de victimizarse. Esto es, precisamente, lo que está haciendo ahora la corporación del rugby.

No toda generalización es prejuiciosa. La generalización es prejuiciosa cuando, a contramano de las evidencias, desconoce que hay elementos excepcionales o minoritarios. Pero no lo es cuando se limita a constatar que, al interior de un determinado conjunto, existen ciertos componentes mayoritarios o predominantes. Esta última variante de generalización es la que cultiva la ciencia, y resulta totalmente válida.

Vamos con otro ejemplo. Cuando se señala a la institución familiar como la mayor responsable de la violencia de género en Argentina, no es porque todos los femicidios se produzcan en los hogares, sino porque la gran mayoría de los mismos (66 %) ocurren en contextos domésticos. Lo mismo sucede con las violaciones sexuales y los abusos contra menores. Reconocer esta incontrastable verdad sociológica y estadística de ningún modo significa asumir que todas las familias esconden maridos y padres violentos o abusadores. Significa reconocer que existe una problemática general, que no se trata de algunos hechos aislados.

La cantidad de incidentes de violencia protagonizados por pandillas de rugbistas (actos de vandalismo, riñas, golpizas, homicidios, etc.) es tan grande que ya no admite discusión seria. El rugby sí es un problema, y lo es desde hace muchos años. Es hora de admitirlo, y terminar con la perorata del victimismo corporativo.

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Este victimismo corporativo también se expresa de otro modo: gente aficionada al rugby que insiste en recordar o explicar ad nauseam que no todos los rugbiers son blancos y aristócratas con ideología de derecha o conservadora, ricachones machistas, homofóbicos, “pro vida”, racistas, clasistas o xenófobos, votantes del macrismo o admiradores de Milei. ¡Desde luego que no!

Muchos practicantes de rugby son de clase media (alta o baja), e incluso de sectores populares muy humildes donde los rubios de ojos celestes escasean, y los morochos son amplia mayoría. También hay rugbistas de izquierda o progresistas, por supuesto (toda la verdad sea dicha: con un centenar y medio de desaparecidos, el rugby fue un deporte singularmente castigado por el terrorismo de estado durante la última dictadura). La realidad siempre es compleja. Todo puede – y debe – ser matizado…

Pero no se puede negar que el rugby, pese a su gradual difusión fuera de las élites, sigue siendo, en comparación con otros deportes de masas como el fútbol, una actividad muy fuertemente asociada a las clases acomodadas y sus instituciones: colegios privados, clubes de zonas residenciales, etc. Clases e instituciones donde los prejuicios conservadores prevalecen con holgura sobre las ideas progresistas y la sensibilidad social.

Claro que hay honrosas excepciones, como la innovadora e inclusiva experiencia llevada a cabo entre jóvenes indígenas qom de Formosa por el Aborigen Rugby Club, una fundación sin fines de lucro creada por Eduardo Rossi, un rugbier arrepentido de su pasado neonazi. Existen, asimismo, equipos de rugby en contextos carcelarios de pobreza y marginalidad… No nos olvidemos de Ciervos Pampas, una escuadra que defiende la diversidad sexual, donde muchos de sus jugadores son gays. Ni tampoco nos olvidemos del emergente rugby femenino, que ya cuenta con varios clubes y un seleccionado nacional: Las Yaguaretés. Pero son, todavía, expresiones marginales o minoritarias.

Quien conoce mínimamente la realidad social de Argentina, sabe bien que el rugby no se cuenta entre los deportes más característicos de la población plebeya y que, por lo general, está muy extendido en las clases alta y media alta (junto con su equivalente femenino, el hockey). Sabe bien, además, que es una actividad fuertemente masculinizada, donde campean el sexismo y la homofobia. Hay deportes más aristocráticos que el rugby, como el polo y las regatas de veleros. Pero eso no significa que el rugby sea popular.

No estoy diciendo la zoncera de que el rugby es ontológicamente elitista, burgués o pequeñoburgués (el esencialismo insulta a la inteligencia). Lo que estoy diciendo es que, desde un punto de vista sociológico, debido a factores contextuales, a distintas circunstancias histórico-culturales que deberán ser investigadas a fondo, existe en Argentina (no así en otros países como Nueva Zelanda, donde infinidad de jóvenes humildes de origen maorí lo practican con pasión) una fuerte correlación entre el microcosmos rugbier y los sectores más adinerados – o menos carenciados – de la población, y que esa correlación tiene un fuerte componente ideológico: racismo, machismo, clasismo, etc.

Nos guste o no nos guste, ofenda quien se ofenda, esto es así. Facts are facts.

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¿Cómo se explica el fenómeno de la violencia pandillera rugbier? Desde la psicología, la sociología y la antropología se han postulado múltiples causas: la agresividad y el gregarismo inmanentes al rugby como deporte colectivo de contacto y lucha, de fuerza física y juego brusco; el consumo clandestino de esteroides anabólicos, la fascinación con la rudeza viril, el culto a la camaradería pendenciera y la conciencia narcisista de una corporalidad hercúlea; la naturalización del bullying en el vestuario, las salidas grupales y los “bautismos” o ritos de iniciación; el alcoholismo y la drogadicción, en tanto agentes de desinhibición y descontrol; el efecto manada en borracheras, bravuconadas, destrozos vandálicos y reyertas; el espeso caldo de cultivo de los prejuicios discriminatorios y la cultura del odio (de clase, racial, de género, etc.)…

Sin negar la incidencia de esos factores, difícil de calibrar por la falta de estudios cuantitativos, parece claro que ninguno resulta por sí solo decisivo. Seguramente una explicación multicausal esté más cerca de la verdad, aunque también debe admitirse que, en otros países con tradición rugbier (naciones de la Commonwealth, Francia, vecinos sudamericanos, etc.), noticias como el aberrante crimen de Fernando Báez Sosa son raras, o al menos mucho menos frecuentes que en Argentina, como sugiere un simple rastrillaje de información periodística en Google durante algunos días.

A la espera de que se realicen análisis comparativos internacionales – tanto en términos cualitativos como cuantitativos –, podemos constatar lo siguiente: una cosa son las grescas folclóricas entre equipos de rugby tradicionalmente rivales, donde la violencia está limitada por las reglas no escritas de la “caballerosidad” o el tercer tiempo, y donde nadie muere ni resulta gravemente herido, y otra cosa es una paliza fatal – o casi fatal – de varios rugbistas contra una sola persona indefensa ajena al rugby, cobarde y arteramente atacada (en patota y por la espalda, incluso cuando ya cayó grogui sobre el piso) por motivos que nada tienen que ver con la rivalidad deportiva: venganza de macho alfa por una novia “robada”, represalia arbitraria por un empujón involuntario o una mirada presuntamente torva, “travesura” aporofóbica en las calles, capricho o veleidad de impresionar a las chicas, etc. Lo primero ocurre a menudo en muchas partes del mundo; lo segundo pareciera que no.

El rugby argentino tiene el dudoso mérito de ser excepcionalmente propenso a transformar la agresividad agonal del deporte, reglada y regulada por el fair play, en violencia social anómica o criminal; violencia que traiciona y desvirtúa la ética del homo ludens. ¿Cuál es la hazaña de atacar entre muchos – cual cardumen de pirañas o jauría de hienas – a uno solo que no tiene corpulencia anabolizada de rugbier, ni quería reñir, atacándolo por sorpresa para que no tenga chance de defenderse? ¿Cuál es la gloria de ensañarse inhumanamente con la víctima hasta poner en peligro su vida o salud, sin más razón que una ofensa imaginaria o nimia? No hay épica en nada de todo esto. Solo hay abyección.

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Una digresión, aunque no tanto. Concierne a los mentados valores Pumas, la “panacea” para todos los males de la República Argentina, según la peculiar visión de la derecha vernácula y sus sabihondos demagogos u opinólogos.

¿Cuáles serían los valores Pumas? La Nación los precisó hace tiempo. ¿Dónde y cuándo? En su tendencioso y oportunista editorial sabatino previo a las elecciones presidenciales de octubre de 2015, coincidentes con un decisivo partido del seleccionado nacional en el mundial de rugby (la semifinal con Australia, en Inglaterra). ¿El título? “Los valores del rugby, un ejemplo para la sociedad”. Dice así: “En estos días más que nunca, el rugby argentino nos enorgullece, nos emociona, y nos hace sentir en la piel esos valores que, como sociedad, alguna vez hemos tenido y hoy sentimos que ya no están”.

“Lejos de ser un deporte popular en nuestro país, el rugby también tiene un camino que mostrar no sólo a nosotros como sociedad, sino al fútbol, deporte que en la Argentina agita pasiones, pero no siempre exhibe representantes que, tanto dentro del campo de juego como fuera de él, muestren ese espíritu al que deberíamos aspirar como sociedad”.

“Los Pumas nos enseñan que hay una luz de esperanza para una sociedad que desde lo más alto ostenta conductas reñidas con la ética y la legalidad, e intoxicada durante años con pésimos ejemplos de sus muchos representantes”.

“Nuestro seleccionado es parte del reservorio ético que aún conserva nuestra dañada República. Esos valiosos recursos humanos deben ser el punto de partida para la compleja tarea de reconstruir los valores perdidos y la educación del país. De eso depende el futuro de todos”.

El sermón burgués de La Nación no se detiene ahí. El oligárquico periódico fundado por Mitre continúa opinando – y pontificando – en estos términos: “De nuestro seleccionado de rugby deberíamos aprender que en las labores colectivas, desde las deportivas hasta las que hacen a la conducción del país, deben dejarse de lado los personalismos y el autoritarismo – de los que hacen gala el Gobierno y también parte de la sociedad – y privilegiarse el trabajo en equipo, el diálogo y la comunicación franca. Un gobierno que condenó al olvido la realización de las reuniones de Gabinete y que engaña difundiendo estadísticas falsas es el mejor ejemplo del extremo al que hemos llegado y que deberemos abandonar con premura”.

“Los Pumas muestran que no es imposible remontar adversidades, perseverar y combinar la fuerza y la calidad con la pasión de quien sabe que está dando lo mejor de sí sin retacearse ni entregarse a especulaciones mezquinas. Si esas virtudes pudieran prender en la sociedad, ésta recobraría la confianza en sí misma y ejercería una mayor exigencia sobre aquellos a quienes elige para conducir los destinos del país”.

“Es de esperar que mañana, mediante el ejercicio del voto, retomemos en nuestro país el camino que nunca se debió abandonar: el de los valores que el rugby, a pesar de los años, ha sabido conservar”.

¡Cuánta cháchara biempensante al servicio electoral de Macri y sus laderos de Cambiemos! ¡Cuánta romantización del rugby y cuánto desprecio clasista hacia el fútbol!

No está explicitado en el editorial, pero se lo puede entrever con facilidad, pues se trata de una vieja cantinela del patriciado argentino: los futbolistas juegan por plata. Nosotros, en el rugby, jugamos por amor a la camiseta. Ellos son venales, mercenarios (peseteros, dirían en España). Lucran a costa del deporte. Nosotros, en cambio, somos desinteresados, honorables. Tenemos sentido de pertenencia y solo nos mueve la sed de gloria.

Mística del amateurismo aristocrático. Así llamaría a este ideologema rancio, tan característico de la cultura y sociabilidad rugbier de la Argentina.

¿Es tan malo el profesionalismo en el deporte? ¿Es tan bueno el amateurismo? Las cosas no son siempre como se muestran. Las apariencias a veces engañan, como bien lo sugiere The English Game (Un juego de caballeros), la miniserie de Netflix sobre los orígenes del fútbol profesional en la Gran Bretaña victoriana finisecular.

El amateurismo del rugby argentino no es un valor ético tan ejemplar como nos lo retratan. Para jóvenes de clases acomodadas, resulta sencillo dedicarse full time a un deporte que no les depara beneficio económico alguno, porque sus familias pueden financiarles el ocio. No sucede lo mismo, desde luego, con los pibes y las pibas de origen humilde. Ellxs no tienen esa fortuna, ese privilegio. Juegan al fútbol, u otro deporte, no solo por afición, sino con la meta práctica de convertirse en estrellas y “salvarse”, de salir de la pobreza, de ayudar a sus parientes a acceder a una vida más digna, con menos privaciones.

¡Qué fácil es sermonear, desde las alturas olímpicas del elitismo burgués y su moral farisea, contra el pragmatismo de la juventud deportista plebeya! No sé ustedes, pero yo no tengo cara para reprocharles nada a los pibes y las pibas que asumen el deporte como un medio de vida a lograr, y no como un hobby de clase a ostentar.

Por supuesto que hay también un amateurismo de clase baja: miles de jóvenes que hacen sacrificios denodados para poder conjugar la vida deportiva de alto rendimiento (la competencia olímpica, por ej.) con el trabajo cuentapropista o en relación de dependencia, los estudios secundarios o universitarios, y los quehaceres domésticos, sin becas o con becas insuficientes. Pero este segmento de la juventud deportista argentina no romantiza sus carencias y dificultades. Al contrario, espera poder vivir dignamente de su vocación. Sabe, además, que, para tener chances serias de pertenecer a la élite mundial de su disciplina deportiva, sí o sí tendría que profesionalizarse.

Por otra parte, profesionalismo no es sinónimo de enriquecimiento millonario. Se puede vivir dignamente del deporte sin amasar fortunas obscenas, como hacían las estrellas olímpicas de la Unión Soviética, o hacen hoy las de Cuba, quienes nunca perdieron su condición socioeconómica de trabajadores. La profesionalización es inevitable en todo deporte o juego donde existe un público numeroso ávido de ver espectáculos de excelencia. La excelencia solo se consigue con estándares muy elevados de especialización y entrenamiento, y esto no es posible lograrlo sin dedicación full time durante largos años.

El desafío radica, pues, en cómo lograr una profesionalización del deporte que no conlleve su mercantilización. Eso solo es posible en una sociedad no capitalista, genuinamente comunista, utopía que el amateurismo aristocrático del mundo rugbier argentino (aquí ya no hay idealismos románticos que valgan) nunca verá con buenos ojos.

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Pero no hace tanto, hubo una coyuntura noticiosa donde la prensa hegemónica ya no pudo seguir romantizando a Los Pumas y sus valores: fue a fines de noviembre de 2020, tras la catastrófica derrota del seleccionado de la UAR frente a los All Blacks en el certamen Tres Naciones, disputado en Australia. Antes de que comenzara el partido, los jugadores neozelandeses sorprendieron al mundo con un emotivo homenaje al recientemente fallecido Diego Maradona, gesto que sus pares argentinos no tuvieron, y ante el cual no mostraron ningún interés ni gratitud. La descortesía de los Pumas suscitó una avalancha de críticas, dentro y fuera de Argentina. La magnitud del revés deportivo sufrido (0-38) tampoco les jugó a favor… Pablo Matera, capital del seleccionado nacional, salió a pedir disculpas dos días después, pero la gente, en su mayoría, no quedó conforme con su contrición. Sobrevolaba la sospecha de que Los Pumas habían actuado como actuaron debido a sus prejuicios clasistas contra Maradona, un futbolista de origen villero.

Matera quedó bajo sospecha. Estaba en el ojo de la tormenta. Usuarixs de Twitter comenzaron a stalkear su cuenta. Pronto estalló una bomba. Salieron a la luz viejos tuits de Matera (bravatas, chistes, burlas, agravios, etc.) donde este rugbista mostraba su hilacha ideológica sin ningún filtro: racismo, xenofobia, machismo, homofobia, clasismo… “Voy a rapar a la mucama, la puta madre”, “Hombre boliviano porta mp3 con auriculares de ipod. Prueba suficiente para encarcelarlo por robo”, “Por fin me voy de este país lleno de negros” (en referencia a Sudáfrica), “Retiro. El zoológico humano”, etc. Etc.

Algo parecido sucedió con otros integrantes de Los Pumas, como Guido Petti y Santiago Socino. El cierre apresurado de sus cuentas de Twitter no sirvió de nada. Sus comentarios discriminatorios ya habían sido capturados y viralizados. La UAR reprobó lo sucedido (no le quedaba otra), pero con una tibieza que, lejos de calmar el malestar popular, lo agudizó. Matera, Petti y Socino fueron suspendidos, pero por poco tiempo. La UAR entendió que habían escarmentado y recapacitado…

Cuando oigamos hablar mil maravillas sobre los “valores Pumas”, no olvidemos agregar a la balanza los prejuicios, la discriminación y la cultura del odio. La Nación prefiere esconder toda esa mugre debajo de la alfombra. No le preocupa la verdad, sino llevar agua para su molino. Aquí, por el contrario, optamos por la parresía. Y la parresía nos obliga a decir toda la verdad.

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Violencia, elitismo, racismo, machismo… La sociabilidad del rugby argentino arrastra muchos vicios. Dicky del Solar se nutre de ellos hasta el hartazgo. Se trata de un personaje cómico burlesco, corrosivamente satírico. Y, como tal, hiperbólico (siempre hay exageración en la caricatura o la parodia). Pero nadie podría aseverar con sinceridad – o realismo – que la humorada resulta falaz e injusta.

Dicky del Solar, la popular creación del comediante youtuber Ezequiel Campa, constituye una síntesis crítica magistral del universo rugbier argento, en sus rasgos generales o mayoritarios. Celebremos su ingenio. Festejemos su parresía. Aunque no deberíamos olvidar su reverso trágico, no menos inquietante que el de Micky Vainilla, la genial ocurrencia del tándem Capusotto-Saborido.

El reverso trágico del rugby argentino tiene muchos nombres, tantos como las víctimas de su violencia material y simbólica, que solo a veces aparecen en los policiales de los diarios. Gente que piensa como Dicky del Solar – menos atípica de lo que a algunos les tranquiliza creer – fue la que precisamente asesinó a Fernando Báez Sosa hace dos años. Máximo Thomsen y sus secuaces no son monstruos excéntricos, casos aislados de una agresividad criminal mágicamente erradicable a través del punitivismo carcelario. Son emergentes intensos – espectaculares para el amarillismo – de una problemática social crónica, de una subcultura enferma.

¿Tenemos conciencia de cuán delgada – absurdamente azarosa – es la línea que separa una golpiza homicida, con sepelio y circo mediático, de una golpiza sin repercusión pública que deja, no obstante, un politraumatizado en terapia intensiva, afrontando una larga, difícil, penosa internación y convalecencia de las que no se sabe si saldrá ileso y con posibilidad de rehacer su vida? Es delgadísima, extremadamente fortuita o caprichosa. Igual que en Match Point, la película de Woody Allen. Que el sensacionalismo y el morbo no nos tapen el bosque.