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Esa debe ser la Marisú, dijo uno en la mesita sobre la vereda del bar a la entrada del pueblo

A los treinta segundos, aparecía la susodicha sobre su Siambreta, versión argentina de la famosa motoneta Lambretta italiana.

María Susana Stephanovic, cuyo apellido permitía cuatro pronunciaciones diferentes, era efectivamente conocida como Marisú, la masajista.

En el chasis de su moto, detrás de las piernas, cargaba un bolso con sus instrumentos, su manta y sus toallas, sus unguentos y lociones.

La chapa de su casa señalaba su nombre y la leyenda “Masajista Terapéutica”.

Marisú vestía siempre, invariablemente, unos holgados joggins y un no menos holgado buzo azul.

Se cortaba el pelo muy cortito, cada quince días pasaba por lo de Yoly, la peluquera. También se fajaba los pechos, y calzaba unas muy poco femeninas zapatillas Flecha azules.

Todo esto lo hacía para “no despertar la codicia carnal” de sus pacientes, afirmaba ella riéndose.

Esta frase se puso de moda en el pueblo. Algunas señoras concurrían a la farmacia para consultar sobre alguna medicación que “despertase la codicia carnal” de sus esposos.

Marisú, de unos treinta y cinco años, vivía sola desde el fallecimiento de sus padres.

Para mí que es torta, tan marimacho que parece, dijo una en la fila del cine.

Fermín, el veterano boletero, acomodador y vendedor de golosinas en el único cine del pueblo, le salió al cruce:

Mire que no es fea. Obsérvela bien, y si se la imagina un poco, como lo hago yo, se dará cuenta.

A ella le gustaban las películas de Favio. Sandro le parecía demasiado canchero y le aburría el costumbrismo conformista de Palito.

Los personajes de Leonardo Favio eran frágiles, genuinos, casi inocentes, y le producían una gran ternura.

También era aficionada a la lectura. Las novelas románticas decimonónicas la acompañaban en las largas noches y en los solitarios domingos. De todas, Madame Bovary era la que ocupaba un lugar de preferencia.

Aparte de torta, la Marisú era conceptuada como una gran amarreta. Trabajaba mucho, y gastaba poco.

A pesar de su carácter afable, de su amabilidad, el hecho de que viviera sola, de que ella no contara nada de su vida privada, la convertían en blanco del coro de la maledicencia pueblerina.

Así era la vida de Marisú desde marzo hasta diciembre. Recorriendo las calles de ripio, vadeando arroyos con su Siambretta para atender una lumbalgia, una tortícolis, hacer kinesiología y masajes a quien lo necesitara. Una especie de redentora del bienestar de los demás.

Pero el quince de noviembre Marisú iba por última vez a lo de la Yoly. Ese día el pelo era apenas cortado y emprolijado.

También se la veía llegar con alguna compra de ropa nueva a su casa.

El 31 de diciembre a las doce de la noche brindaba en el Chevalier con otros pasajeros a la altura de Villa María, en pleno viaje directo a Mar del Plata.

Según había dejado entrever, iba a “hacer la temporada” a la Perla del Atlántico.

Apenas llegada al chalet alquilado en las playas del Sur, cerca del Bosque Peralta Ramos, se bañaba, maquillaba y perfumaba. Se cubría con una bata de toalla aterciopelada de color bordeaux. Se colocaba un collar de plata que llevaba la mirada inevitablemente a sus bellos pechos, y las entrepiernas apenas abiertas mostraban sus muslos firmes y suaves. Con una mesa primorosamente servida, se sentaba a esperar.

Mario Robles era profesor de Educación Física en Santa Fé capital. Y él verdaderamente hacía la temporada en Mar del Plata. Trabajaba como bañero entre mediados de diciembre hasta el final del verano.

Cinco años menor que Marisú, dejaba a su familia y su casa durante más de sesenta días.

Entonces había tiempo para el amor al amanecer, para fogatas en la playa con las que se calentaban y preparaban papas y batatas al rescoldo.

Los días frente al mar se iban entre lecturas, chapuzones y caminatas.

Una vez por semana se permitían una salida al centro, con cine y cena incluídos.

En los últimos días de febrero Mario comenzaba a ponerse triste, con una mal disimulada culpa.

Marisú en cambio pensaba en esos sesenta días como un regalo de la vida, una visita al cielo, la justa compensación a tanta soledad. No sentía que estuviera haciendo algo malo. Si por casualidad aparecían en la charla cuestiones familiares de Mario ella lo aconsejaba con sensatez, como lo haría con un hermano o un amigo.

Entonces, al verlo sombrío por la proximidad de la partida, le salía al cruce de una manera contundente:

Viviremos con alegría hasta el último día que estemos juntos.

Ella había elegido dos meses de felicidad.