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-¡Lechuza, bruja, Cachavacha!, le gritábamos los chicos. Ella se daba vuelta y nosotros salíamos corriendo.

Teodora Teófila Torres, “la Lechuza”, o “las tres té” (ambiguo apodo que se desprendía de su nombre), era NyC (nacida y criada) en el Pueblo. Recorría las casas atendiendo enfermos, tomando la presión, poniendo inyecciones. Los chicos corríamos a escondernos cuando aparecía con sus jeringas y esterilizadores.

Ya de chiquita fueron notorios sus ojos grandes, oscuros, de mirada intensa. Su cabello lacio y renegrido, con peinado a dos aguas, se mantuvo idéntico durante toda su vida.

En el living de su casa se destacaba el diploma de la Cruz Roja Argentina que acreditaba su título profesional, y a su lado la infaltable foto de la mujer en uniforme blanco cruzando el índice con sus labios, ordenando silencio.

Pero lo que más nos impresionaba era el cuadro de un médico que abrazaba a una jovencita desnuda y enferma, a la que la Parca intentaba arrebatar.

Poco se sabía de su vida sentimental, pero ella conocía vida y milagros de cada habitante del lugar.

Su particular semblante inquietaba y provocaba comentarios entre los lugareños. Una vez el “Poroto” Efraín, medio picadito por la Lusera, se cruzó con ella y le gritó: ¡Qué hacés Tres T!.

Ella, desabrochándose la blusa mostró su anatomía y le respondió:

-Una para el Padre, otra para el Hijo y la tercera para el Espíritu Santo, amén.

De allí en adelante, el “Poroto” se dirigió a ella respetuosamente, llamándola Señora Teodora, ah! y además, no volvió a tomar del mencionado brebaje.

Cuando cumplió los treinta y cinco Teodora se ausentó del pueblo. Todos los meses su prima Esther recibía un giro para los servicios de su casa y una carta que invariablemente decía “estoy bien, trabajando, volveré pronto”.

El comadraje especulaba: “que se fue con un viajante de comercio”, o “que quedó embarazada de un amor prohibido”, alguna afirmaba que padecía de una grave enfermedad de la que se estaba tratando en Buenos Aires.

Un día, como si nada hubiera pasado, reapareció por las calles con su maletín, sus jeringas y su esterilizador.

-¡Lechuza, Bruja, Cachavacha!, le gritábamos los chicos. Ella giraba la cabeza 180º, como un búho, y nos hacía extrañas señas con sus manos. Para los vecinos eran conjuros mágicos, pero nosotros al tiempo desciframos las figuras que hacía con índices y pulgares de cada mano: eran letras, que juntas decían culo, pedo, caca y otras groserías. Se daba vuelta rápidamente porque no contenía la risa.

La Lechuza era experta en mal de amores, pero no recetaba filtros mágicos ni gualichos.

A la Mabel le gustaba Enrique, el mecánico. Entonces le aconsejaba: “a eso de las doce, llevale un buen sánguche de milanesa, con lechuga y tomate. Luego cebale unos mates”.

Virginia estaba enamorada de Gustavo, el bibliotecario. “Andá y pedile un libro de Borges”. Gustavo finalmente se casó con una doctora diez años mayor que él, pero Virginia se convirtió en profesora de literatura. Aún ejerce.

Julián estaba desanimado: desde hacía seis meses le dejaba un ramo de rosas cada semana a Cristina, sin resultado. “No le lleves nada, y paseate con otra frente a su casa, ya verás lo que pasa”.

En su casa tenía siempre siete gatos. Cuando alguno moría o desaparecía, después de cumplidos siete días de duelo, era repuesto con otro elegido entre los numerosos candidatos que le presentaban las vecinas.

El día que cumplió los setenta, Teodora murió.

Dejó más de doscientas cartas: a don Cosme, que se cuide, que no coma con sal. A la Lucila, que acepte el puesto en un hotel de una localidad vecina (con el tiempo se convirtió en dueña), a Mirta, que deje al novio parrandero e infiel, que se fije en el Raúl, el panadero, que estaba loco por ella. A Inés, que arregle el alero de su patio antes de la Nochebuena, lamentablemente la susodicha se olvidó de la advertencia…

En su tumba nunca faltaron flores frescas, y papeles ataditos con deseos y pedidos. Aunque el paso del tiempo ha hecho que sean cada vez más espaciados.

Sic transit gloria mundi.