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En los barrios existen pequeños refugios. A veces son ventanas enrejadas de habitaciones vaciadas, otras veces son puertas con aberturas. Algunos permiten que entres a la habitación añadida con heladeras y estanterías, otros atienden a la distancia detrás de rejas. Para distinguirlos hay que prestar atención, porque pueden manifestarse a través de carteles luminosos, pizarrones, lonetas, bicicleteros o cartulinas de colores escritas a mano pegadas en el cristal. Los últimos, los de papeles coloridos, son de esos camaleones que pasan desapercibidos en el ojo distraído de quien no conoce el barrio, pero son el oasis de quien busca de madrugada la solución a la cena tardía.

Para anunciar la presencia hace falta el sonido del timbre, de la campana o del golpecito en el vidrio, que puede ir acompañado de algún grito suave. Generalmente tienen horarios de atención definidos que se diluyen ante las urgencias que surgen en la vida cotidiana de las cocinas.

Estos espacios que no distinguen medidas intermedias (siempre son maxis o son minis) surgen generalmente de las necesidades que derivan de un sistema económico excluyente y, en contraposición, resisten el avance de la exclusión social.

Generalmente, son encarnados por mujeres que incansablemente levantan persianas cuando el reloj lo dicta, y que tienen horas de mate y música detrás de un mostrador que sirve de asiento para aquellos que apenas comienzan a caminar. Tienen los mostradores llenos de historias de vecinos que durante años usan sus estantes como asilo permanente.

Muchas veces, existen libretas donde se anotan las emergencias de los vecinos desempleados. En esas agendas, subsiste la confianza en la promesa del pago a fin de mes, o lo antes posible. En esos renglones solo hay números que desconocen la inflación, porque las letras están destinadas exclusivamente a los nombres. En esas hojas con rulitos que tachan las deudas saldadas, se encarna la resistencia a la exclusión.

En esos bunkers trabajan las manos que cortan con exactitud académica infinidad de productos, y en ellas se guarda la labor silenciosa de sostener la necesidad y de saciar el hambre cuando la realidad aprieta y duele. En esos pasillos se mueve la mirada que guarda un pan o un paquete de fideos extra entre las bolsas del cliente desapercibido, sin que figure en la agenda, que resume la bondad que se niega a desaparece en un planeta que empuja a cuidar solo lo propio.

En esos lugares, a veces los anfitriones se enojan con los políticos mientras miran el noticiero. Otras, cantan a viva voz canciones aleatorias. Hay días en que la charla está predispuesta, y comentan las historias del barrio que hace añares no sabe más que cambiar imperceptiblemente en el pasar cotidiano. Esos días, la espera se hace aún más larga que cuando hay que aguardar a que termine de cortar ¼ de cada fiambre dispuesto en la heladera. Hay otros días, en los que las palabras son escuetas y se escurren entre las bolsas plásticas que apuradas guardan los víveres.

Pero hay algo de permanencia estable, y es la atención especial a las necesidades de aquellos vecinos mayores o con dificultades para llegar al local. Para aquellos habrá una selección minuciosa de productos acordes a sus necesidades y preferencias, que llegará a la puerta de su hogar con una estricta coordinación y mando al vecino más cercano.

Son trincheras, bunkers, refugios contra la exclusión social.