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Por Ariel Petruccelli, historiador (Km0)

Tengo un gran respeto por la labor periodística de Alejandro Bercovich. No solo porque sus coordenadas ideológicas son próximas a las mías, sino porque a lo largo de un prolongado tiempo ha dado sobradas muestras de amplitud de miras y excelsa claridad comunicativa. En un mundo periodístico crecientemente banal e infantilmente polarizado, Alejandro ha sido una honrosa excepción.

Confieso, empero, que no lo escucho con regularidad. A decir verdad, hace ya muchos años que dedico lo justo y necesario al mundo del periodismo. Lo suficiente como para enterarme qué se está discutiendo en la arena pública. Pero para entender el mundo hay que ver y leer otras cosas. Y la pandemia no es una excepción. No tengo muy claro qué ha pensado a lo largo del tiempo Alejandro al respecto. Recuerdo que allá por marzo de 2020 escribió un texto que me pareció muy atinado, en el que cuestionaba a la izquierda diciendo más o menos que cuando se daba una oportunidad inmejorable para reclamar la nacionalización de los laboratorios, entre otras cosas, la consigna esgrimida fuera “Test masivos ya”. Sin embargo, hace unos días pude escuchar un programa suyo que me dejó pasmado. No solo por lo que decía, sino por el tono en que lo hizo. Reclamó Alejandro casi a los gritos la obligatoriedad de la vacuna y fustigó a quienes somos renuentes a vacunarnos como la encarnación del egoísmo. Ya tenemos bastantes binarismos insustanciales que enfrentan a la ciudadanía de manera absurda y poco reflexiva, como para introducir uno nuevo. Sin embargo, la locura pandémica ya ha trazado la línea: vacunados versus no vacunados. ¡Y a la hoguera con los no vacunados! Lo que me sorprende es que alguien como Alejandro se suba a ese tren.

No, los inmigrantes no son la causa del desempleo. No, los judíos no eran la causa de los problemas de Alemania. No, los habitantes de las villas no son los responsables de la inseguridad. No, los mapuches no son terroristas. Estoy seguro de que Alejandro estará de acuerdo. Sin embargo, ante la Covid-19, parece pensar: “Sí, los no vacunados son el problema”.

Desde que la pandemia se inició, dedico dos o tres horas diarias a leer fundamentalmente artículos científicos o revisar datos brutos y estadísticas de distinta índole. Producto de estos empeños (junto a la colaboración internacional con compañeros y compañeras) ha sido publicado un libro en España: Paz Frances, José Loayssa y Ariel Petruccelli, Covid-19: la respuesta autoritaria y la estrategia del miedo, Ediciones El Salmón, 2021. No voy a ofrecer aquí citas y datos que quien quiera podrá leer en este libro. A quien no pueda o quiera pagar por él, le ofrezco la posibilidad de enviar una copia digital con solo solicitarlo por mail. Mi correo: arpetrus@gmail.com.

Aquí solo quiero decir que el reclamo de obligatoriedad vacunal carece de sustento científico, además de implicar una concepción autoritaria de la política. No rechazo la imposición de normas obligatorias en determinadas circunstancias, pero siempre es mi última opción. Prefiero convencer, antes que imponer. Claro, si nos halláramos ante una emergencia, la imposición podría ser aceptable. Veamos pues.

Alejandro se ampara en Nicolás Kreplak, quien habría dicho que las vacunas son supereficientes y no más inseguras que cualquier otra vacuna preexistente, muchas de las cuales en Argentina tienen carácter obligatorio. La verdad es que no sigo a Kreplak. No sé, pues, lo que dice o deja de decir Nicolás Kreplak. Pero mi credibilidad en él es francamente baja: ¿cómo podría creer en alguien que dijo durante meses que los confinamientos aplanarían la curva? Invito a Alejandro y a cualquier lector a que observe la curva de casos y de decesos en Argentina: ¿alguien observa una curva aplanada?

Lo importante no es lo que Kreplak diga o crea. Lo importante es lo que podemos constatar si estudiamos el asunto. Para que tuviera algún sentido la cantinela de que debemos vacunarnos para protegernos y proteger a otros, debería darse el caso de que la vacuna impidiera los contagios o, al menos, que los vacunados que se contagien, contagien a otras personas. No sucede ninguna de las dos cosas. Los vacunados se contagian y contagian a otros. Las vacunas contra la Covid-19 no generan inmunidad de rebaño (de hecho, casi ninguna vacuna lo hace). Brindan una protección individual, no colectiva. Quien se vacuna se protege a sí mismo, no protege de ninguna manera a otras personas. Quien crea lo contrario, simplemente se engaña.

No existe ningún estudio científico que demuestre que los vacunados no contagian. Al contrario. Aunque las diferencias no serían estadísticamente relevantes o concluyentes, más bien parece ser que los vacunados contagian ligeramente más que los no vacunados. El tema es particularmente complejo por un curioso fenómeno: en general se considera vacunada a la persona luego de dos semanas de la inoculación. Pero en muchos estudios se observa que ese período de 14 días es curiosamente propenso a producir contagios (que en general se imputan a los no-vacunados, aunque la persona ya fue inyectada). Si el incremento de contagios en este período se debe a que las personas inoculadas se sienten protegidas y relajan las medidas de protección, o si se debe a que la proteína espiga provoca ella misma en algunos casos cuadros Covid-19 (como se observó en experimentación animal), es motivo de controversia científica de momento poco concluyente.

¿Protegen las vacunas anti-covid? Protegen, pero poco y por poco tiempo. La eficacia de más del noventa por ciento que reclamaban los fabricantes fue siempre mitológica –pura y simple propaganda manipuladora de empresas cuya función primera, no lo olvidemos, es tener ganancias–, como muy bien desnudó temprana y claramente Peter Doshi (que no es un ignoto negacionista, sino nada menos que el editor del British Medical Journal). Usando los mismos datos, demostró que la eficacia real que surgía de ese estudio era de un 29% en el mejor de los casos. Hoy ya está claro que esa efectividad disminuye rápidamente y que luego de 4 o de 6 meses (según las marcas), la efectividad es prácticamente nula.

¿Causan efectos adversos las vacunas? Sí, los causan, y en algunos casos son graves e incluso mortales. Todo indica que las consecuencias adversas son significativamente mayores que las observadas con otras vacunas. Tanto es así que todos los países nórdicos han suspendido la vacunación o bien con algunas marcas o bien en determinadas franjas de edad. Basta echar una ojeada a cualquier sistema de vigilancia para notar que las denuncias han aumentado. El fenómeno en sí era previsible: si se introduce una nueva vacuna, habrá nuevos daños colaterales antes inexistentes. El problema no es el hecho en sí, sino su magnitud: unas veinte o treinta veces más denuncias que en cualquier año anterior desde que se tienen registros, y sumando todas las vacunas (que son muchas).

¿Han reducido las vacunas la mortalidad? Para quien observe los datos, la conclusión es ambigua y paradójica. Se han reducido un poco las muertes atribuidas a la Covid-19, pero han aumentado las muertes por todas las causas. El resultado a nivel mundial es que en 2021 habrá más exceso de mortalidad que en 2020. En los países más vacunados y de los que disponemos de datos desagregados por edad (Europa y EEUU, fundamentalmente), el exceso de mortalidad en 2021 es ligerísimamente inferior al de 2020 en términos generales: sobre una masa de casi seis millones de decesos anuales en Europa, a fecha de hoy habría unos 40.000 decesos menos que el año pasado. Pero si se lo ajusta por edad, el escenario es claramente peor este año: murió más gente joven. En Europa se observa un ligero descenso del exceso de mortalidad en la franja 75-84 años y un importante descenso en mayores de 85. Sin embargo –como puede constatar quien se tome la molestia de revisar la página Euromomo–, se aprecia un aumento del exceso de mortalidad por debajo de los 75 años, el cual es muy significativo entre los 15 a los 44 años y entre los 45 y 65 años, franjas que se hallan sustancialmente más vacunadas que la de menores de 14.

¿Cómo explicarlo? ¿Impacto no deseado de las vacunas? ¿Consecuencia de la desatención de otras enfermedades durante los confinamientos? ¿Otras causas? No es sencillo responder a estos interrogantes. Pero lo prudente sigue siendo lo que era prudente a la luz de los datos preexistentes al iniciarse la vacunación a mansalva: es prudente que se vacunen los mayores de 70 años y quienes posean patologías específicas. Y punto. Vacunar al resto no es prudente. Pero es un gran negocio.

El virus no desaparecerá por el hecho de que se vacune el 100% de la población con estas vacunas. Europa, el continente más vacunado, experimenta por estas fechas un sostenido aumento de casos: era esperable, el virus tiene un comportamiento estacional y en el hemisferio Norte está comenzando el invierno. El caso de Gibraltar debería poner paños fríos y llamar a la cautela a los fanáticos de la vacunación masiva: con un 99% de la población vacunada con dos dosis y un 50 % con triple dosis, experimenta un ascenso superior al promedio europeo.

El pase sanitario, como antes los confinamientos o el uso de mascarilla al aire libre y posiblemente en breve la vacunación obligatoria, son medidas de escasísima eficacia sanitaria, pero de consecuencias sociales y políticas reaccionarias. Inoculan el virus del autoritarismo, convierten a la ciencia en una religión, inducen a la sumisión y al conformismo, fomentan un pánico desmedido. Sus defensores están siempre a la búsqueda de un nuevo chivo expiatorio que les dé una coartada para explicar que el virus sigue allí y las curvas epidémicas siguen su curso natural, dejándose influir muy poco por la humana omnipotencia: los runners, los jóvenes irresponsables, los negacionistas, los no vacunados. ¿Pararemos la pelota en algún momento para mirar toda la cancha? ¿O viviremos indefinidamente en la habitación del pánico, en el capitalismo del miedo?

Pocas cosas son más falaces que pensar que los vacunados son todos seres altruistas y los no-vacunados una panda de egoístas que ponen en riesgo a la comunidad. Por supuesto, de un lado y de otro de la jeringuilla hay de todo.

En los últimos meses he estado muy comprometido con un conflicto social de alta intensidad: la recuperación de tierras mapuche del Lof Quemquemtrew, en medio de la cual se ha producido el asesinato del weichafe Elías Garay Cayicol. No tengo la menor idea de cuántos mapuches de las varias docenas con las que he compartidos charlas y actividades, anhelos y broncas, están vacunados. Pero no tengo dudas de que la inmensa mayoría no lo está. La verdad es que en los trawn, en los campamentos, en los viajes hacia el Lof, poco y nada se hablaba del virus y de la pandemia. Para los peñi y para las lamgen, la Covid-19 es un problema menor, si es que lo ven como un problema. Allí no hay barbijo, se saluda con besos y abrazos, se toma mate. A los únicos que he visto con barbijo y saludando con puñito eran periodistas de Buenos Aires. ¿Qué debemos hacer? ¿Vacunar a los “mapuches negacionistas” a la fuerza? ¿Tendría sentido ese nuevo acto de colonialismo?

En las acciones en apoyo de Quemquemtrew compartí largas jornadas con el Vasco, la Neka, Jorge y Alberto. Para los peñi ellos eran, amistosa y colectivamente, “los piqueteros”. El mote es válido: tienen una larga trayectoria con trabajadores desocupados y, entre todos, suman casi dos siglos de militancia incansable. De su propio bolsillo pagaron el combustible y viajaron 1.200 kilómetros para solidarizarse con el pueblo mapuche. Con ellos hablé de colonialismo, de explotación, de recuperaciones territoriales. Pero también hablamos de cómo cambiar la matriz productiva y energética, de soberanía alimentaria, de agricultura orgánica, del cambio climático, de las organizaciones populares, del futuro de las izquierdas. En algún momento también hablamos de la pandemia. Cuando hicimos las cuentas, ninguno de nosotros se había vacunado. Quizá seamos unos egoístas, o unos estúpidos. No lo descarto. Pero, mi estimado Alejandro: ¿no te parece que, al menos, habría que pensar todo esto con más calma y con más datos?

Por último, y para ir cerrando. Aunque como dije prefiero convencer a imponer, no me niego del todo a medidas obligatorias. Yo, por ejemplo, prohibiría la sanidad privada y lucrar con la salud. En vez de pensar en restricciones a los no vacunados o en vacunación obligatoria –que son medidas de escasa eficacia sanitaria y pésimas consecuencias políticas–, ¿por qué no pensamos en expropiar a los laboratorios privados y desmercantilizar la sanidad? Eso tendría mucho sentido sanitario y excelentes consecuencias políticas.