https://pelotadetrapo.org.ar/ser-granadero-el-paraiso-que-no-fue
Rodrigo tenía 21 años. Era voluntario en la custodia presidencial. Se quitó la vida con el arma oficial dentro de la Quinta de Olivos. Una de tantas historias de pibes que buscan en las fuerzas de seguridad un futuro en medio de tanta incertidumbre. Rodrigo no soportó la crueldad de una época que demasiadas veces arrastra al abismo.
Tenía apenas 21 años y era custodia presidencial dentro de la Quinta de Olivos. Más precisamente, pertenecía al Escuadrón Chacabuco del Regimiento de Granaderos a Caballo “General San Martín”. Habrá oído alguna de esas convocatorias a jóvenes argentinos a quienes se les habla en segunda persona. Si tienes entre 18 y 24 años y se les ofrece un paraíso en la elite de la custodia del Presidente. No se sabe cuánto tiempo habrá disfrutado de aquel privilegio, hasta que se voló la cabeza con la FAL con que custodiaba la seguridad del hombre que hace de su gobierno una decisión de saquear a la pobreza para sobreenriquecer a los poderosos.
Lo encontraron muerto en la madrugada del 16 de diciembre. Adentro de la residencia presidencial. Se llamaba Rodrigo y su trabajo es una de las salidas laborales de los jóvenes que no vislumbran rutas allanadas en sus futuros sino senderos embarrados donde la voluntad se empantana con temible frecuencia. Las alternativas pueden ser la policía, las plataformas o ser soldado sin pertenecer al ejército sino al narco.
Rodrigo, sin embargo, se vio deslumbrado por formar parte del regimiento de Granaderos. Y de proteger al jefe de Estado. Por eso tal vez se vino desde Misiones a Buenos Aires. En un trayecto más largo en la distancia cultural que en la ruta a transitar. Ser granadero era un sueño luminoso que se apagaba al momento de cobrar el salario con que la Contaduría General del Ejército lo pagaba.
En la carta que dejó Rodrigo explicaba que estaba abrumado por deudas que llegaban a los dos millones de pesos. Poco menos de 1.500 dólares. No es una cifra que pueda llevar a nadie a la destrucción. Salvo que ese alguien haya llegado desde más de mil kilómetros al norte, detrás de un sueño que parecía imposible, y cobrar mensualmente poco más de 600 mil pesos. En ese punto la deuda de dos millones se vuelve inafrontable.
Los jóvenes que se integran a fuerzas de seguridad por la misma escasez de certezas, por un futuro que se ensombrece, son amaestrados para castigar a quienes se vuelcan a la calle para reclamar lo que se les ha quitado: se los obliga a lo peor y se les paga con mezquindad. Muchos de ellos manejan motos de plataforma después de sus turnos. Con ese agotamiento, al otro día tienen que manejar armas letales.
Los padres de Rodrigo viajaban desde Misiones a la capital para reconocer el cuerpo de su hijo. Afrontaron catorce horas de viaje extendidas eternamente por el dolor. Cada pasaje cuesta 100 mil pesos en promedio. A ninguna dependencia oficial se le ocurrió pagarles pasajes en avión para morigerar semejante padecimiento.
El presidente no se pronunció públicamente, a pesar de su incontinencia diaria en X. Mientras se abrazaba con el presidente electo de Chile, el ultraderechista José Kast, otra vida joven se malograba en el país que expulsa, que arrincona, que confina. Ese país que se reconfigura apenas para una elite. De la que Rodrigo –y tantos miles más- están condenados a no participar.




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