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Por Eduardo Castilla.- El mito se derrumbó en segundos. Al primer empujón. Antes de que volara la primera piña. En ese instante, miles de fotografías o declaraciones se convirtieron en preciosa materia prima del festival de memes que inundó las redes sociales. Sergio Berni, el “Rambo” de Axel Kicillof y Cristina Kirchner, transmutó en objeto nacional de burla.

El ministro de Seguridad sintió en la cara y el cuerpo la ira de los trabajadores. Una furia que nacía de la impotencia: acababan de perder, horas antes, a un compañero de trabajo. Daniel Barrientos, a meses de jubilarse, fue asesinado durante un robo. En esa dramática muerte se condensan la profunda crisis y descomposición social que asolan un territorio golpeado por la pobreza extendida, la precariedad del empleo y las mafias de toda raigambre, necesariamente amparadas o regenteadas por la Bonaerense y otras fuerzas de seguridad.

La respuesta estatal llegó el jueves, de madrugada. La represión montó su propio show. Espectacularizando los operativos represivos, la Bonaerense y la Policía de la Ciudad actuaron juntas para detener a dos choferes acusados de golpear a Berni. El espectáculo de violencia se completó con allanamientos a empresas de colectivos, que incluyeron el secuestro de cientos de legajos de trabajadores. El accionar policial resultó tan desmedido que hasta Cristina Kirchner –que sostiene políticamente a Berni– debió criticarla, en evidente modo “recalculando”.

El enorme despliegue represivo atendía a una racionalidad política. En su furia, los choferes volvieron a evidenciar la grieta que distancia cada vez más a las grandes mayorías de la llamada clase dirigente. Desnudaron una crisis de la autoridad política que halló una expresión distinta al fastidio y la impotencia. La rabia pasó de las palabras a las manos y de allí a un paro en 180 líneas de colectivos. Salvando las varias distancias, esa ira trajo a la memoria aquel 2001 donde los políticos tradicionales estaban impedidos de caminar las calles. Aquella rebelión popular se hizo presente, también, en el “que se vayan todos” entonado por los choferes ante las cámaras de todo el país.

No se trata de idealizar la violencia nacida de la rabia espontánea. Describimos un hecho profundamente político: enfrentado a esa crisis de autoridad, el poder estatal lanzó a sus perros guardianes a la caza, intentando recrear cierta sensación de orden. Sepan disculpan los caninos y las caninas la comparación.

Max Weber, padre de la sociología burguesa, afirmaba que “lo específico de nuestro tiempo es que a todas las demás asociaciones e individuos sólo se les concede el derecho a la violencia física en la medida que el Estado lo permite. El Estado es la única fuente del ‘derecho’ a la violencia” [1]. Ejerciendo su propia violencia, el Estado intenta demostrar que aquella ejercida por los trabajadores no será tolerada.

Esa decisión política de impugnar la violencia no ejercida desde el Estado tiene como trasfondo una coyuntura política que discurre a ritmo vertiginoso. Una escena nacional en constante tensión, donde las críticas tendencias de la economía asolan a cada momento a la política. Donde oficialismo y oposición patronal comparten, con variedad de matices, un programa económico subordinado al capital financiero internacional. En tensa toma y daca con el FMI, ante la impúdica pasividad de la CGT, el Frente de Todos ofrece el ajuste posible, a tono con su debilitada gestión de gobierno. Al otro lado, Juntos por el Cambio reclama su derecho sagrado a volver a ajustar, pero a un ritmo mayor. Varios grados a su derecha, el rabioso jopo de Milei agita un camino de destrucción del salario por medio de una eventual dolarización.

En esa convulsionada atmósfera transcurre la acelerada crisis del peronismo. Con la pobreza arañando el 40 % y una inflación que caotiza el poder adquisitivo, transitamos el tiempo del peronismo de la pobreza y el ajuste. Un peronismo que arrastra los pies al ritmo que el FMI consiente. En el centro de esa crisis, el kirchnerismo se enfrenta a una declinación persistente. Moralmente lesionado atina, a lo sumo, a cubrirse con el manto del malmenorismo para justificar su viabilidad política.

Una trayectoria declinante

En las primeras páginas de El nudo, Carlos Pagni afirma que “si la misión del liderazgo de Perón había sido garantizar desde el Estado que la potencia de la clase obrera no derivara en un cambio radical del orden establecido, los Kirchner se propusieron asegurar que el agotamiento de aquel universo de Perón, que se manifestó en el conurbano durante la convulsión del 2001, no se transformara en el funeral de un sistema que giraba en el vacío” [2].

A esta altura de su biografía, esa corriente se presenta como sombra de su propio relato. Allá lejos y hace tiempo, en la memoria –casi extraviada– de la década del 40, asoma el movimiento que supo utilizar el poder estatal para forjar una mitología tenaz, que extendió su permanencia por largas ocho décadas. Aquel peronismo se forjó en excepcionales condiciones económicas y políticas. Atendiendo a demandas largamente batalladas por la clase obrera, parió un movimiento político perdurable. Otorgando “ciudadanía social” a la clase trabajadora [3], devino “abanderado de los humildes” por mucho tiempo.

La contracara fue un proceso de subalternización política de la clase trabajadora. La subordinación a una conducción ejercida en función de conciliar intereses con la siempre fantasmal burguesía nacional. Expresando cabalmente esa transición, el Partido Laborista de Cipriano Reyes y Luis Gay se convirtió en recuerdo al poco tiempo de haber aportado a encumbrar a Perón.

Nacido como movimiento nacionalista, de carácter burgués en cuanto a sus objetivos sociales y políticos, el peronismo se mostró históricamente incapaz de superar la dominación imperialista sobre el país. Estrechando lazos con Gran Bretaña para resistir la presión norteamericana, su nacionalismo económico, limitado por su carácter de clase, se restringió a brindar mejores oportunidades a la burguesía nacional frente al poder de las grandes potencias capitalistas [4].

Derribado a fuerza de bombazos y fusilamientos en 1955, aquel primer peronismo concitó pasión e ilusiones en los años posteriores. Anclado en la conciencia obrera, el Perón exiliado se agigantó como mito, transmutándose en equivalente a las conquistas que el capital intentaba liquidar. Desde ese lugar, para un sector de la juventud y la clase trabajadora, emergió también como vehículo para una transformación revolucionaria de la sociedad. Lo recuerda Juan Manuel Abal Medina en el recientemente publicado Conocer a Perón, relatando ese impacto sobre su hermano Fernando, fundador de Montoneros. El peronismo aparecía entonces como “la única manera de llegar a nuestro pueblo y procurar acercarse a quienes buscaban un cambio revolucionario por todos los medios…” [5].

Ese entusiasmo masivo empezó a desgranarse en mayo de 1973. Aquel peronismo no trajo la etérea Patria Socialista. El líder exiliado regresó al país acompañado por López Rega, Isabel y la Triple A. Cerró su exilio agitando la bandera de un Pacto Social que imponía a la clase trabajadora una tregua obligada en sus reclamos; una pausa en sus luchas, en interés de la rentabilidad capitalista. Apostando a contener la radicalización obrera, bendijo a la burocracia sindical de Rucci y Lorenzo Miguel.

La clase trabajadora enfrentó a aquel gobierno. El camino de su independencia política pareció empezar a despejarse conforme se procesaba una experiencia política con el peronismo gobernante. Muerto el viejo líder en julio de 1974, López Rega e Isabel fueron los destinatarios de una furia obrera que encontró su máxima potencia en la huelga general que surcó el país en julio de 1975. El golpe genocida vino a cerrar ese proceso dinámico, que crecía como amenaza a la dominación capitalista.

Neoliberales y posneoliberales

El menemismo nació a la vida en tiempos de derrotas populares. Locales, como la hiperinflación galopante que legó el alfonsinismo y disciplinó a las masas trabajadoras. O las privatizaciones que, entregando el patrimonio nacional, implicaron decenas de miles de despidos. Globales, como el derrumbe ideológico que vino a constituir la caída del Muro de Berlín.

Conduciendo al país a una forzada estabilidad monetaria, apareció como rostro de una nueva época. Su fuerza moral brotó de haber dado salida al caos inflacionario. En esa moral no había nada remotamente parecido a los ideales setentistas. El consumo por sobre las utopías; los shoppings por sobre las universidades públicas; la tarjeta de crédito por sobre los derechos laborales. El propio Menem apareció como ícono de esa nueva escala de valores: mezcla de Facundo Quiroga con nuevo rico europeo; patillas minuciosamente arregladas, con una Ferrari 348 TB de fondo.

Aquella nueva Década Infame constituyó un ciclo marcado por la extranjerización de la economía; la desarticulación del aparato productivo; el ascenso del endeudamiento externo; la creciente desocupación y polarización social. Ese conjunto de tensiones estallaría apenas iniciado el nuevo siglo.

Defendiendo la convertibilidad y el ajuste a fuerza de balas y asesinatos, la Alianza continuó aquella obra económica del menemismo. El fracaso definitivo de esa empresa neoliberal llegó con la rebelión popular del 2001. Aquel helicóptero que partió de Casa Rosada en la tarde de un 20 de diciembre simbolizaba el cierre de un ciclo de la historia nacional.

El kirchnerismo emergió a la vida política condensando las contradicciones del país que acababa de estallar. Su progresismo discursivo nació de la obligada respuesta a una relación de fuerzas creada en las calles. Su viabilidad económica, de la potente devaluación decretada por Duhalde en enero de 2002. Navegando sobre el super-ciclo de las commodities logró -igual que el menemismo- aparecer como garante de una nueva estabilidad económica. Su perdurabilidad política brotó en aquel tiempo, ligada a la capacidad de conducir al peronismo.

Pero aquella “normalización” del país no alteró los pilares esenciales del ciclo neoliberal. Ni las desastrosas privatizaciones ni las transformaciones regresivas del mundo del trabajo, por ejemplo, fueron puestas a debate. Aun en tiempos de fuerte crecimiento económico, no se revirtió el carácter primarizado de la economía nacional [6]. En aquellas condiciones, desde 2008 el país asistió al creciente castigo que imponían las inestables condiciones de la economía internacional. Los latigazos golpearon con mayor intensidad hacia 2013 y 2014.

En su tiempo y espacio específicos, el kirchnerismo tropezó con los mismos límites del primer peronismo. Incapaz de trascender su carácter de clase, dejó intactos los pilares estructurales de la dependencia nacional. La restricción externa, esa escasez persistente de dólares que Cristina Kirchner vincula a la llamada economía bimonetaria, resulta inescindible de la extranjerización de la economía y de la fuga de divisas. Inseparable de la continuidad del endeudamiento nacional y de la subordinación a los dictados del capital financiero internacional, aun realizada bajo discursos de épica latinoamericanista. En el largo estancamiento de la economía que recorre la última década deben mensurarse ese conjunto de factores.

El peronismo del ajuste, la pobreza y la resignación

El Frente de Todos emergió, desde sus inicios, como el peronismo de la resignación y el malmenor. “Hay 2019” apareció formalmente como un mensaje plagado de esperanza. Era, sin embargo, un llamado al conformismo. El “todos menos Macri” incluía a aliados fundamentales del ajuste cambiemita. Al tope de aquel listado figuraba el nombre de Sergio Massa, aquel a quien La Cámpora había sindicado como emblema de la traición, al punto de dedicarle una breve copla.

“El poskirchnerismo –escribió Diego Genoud– no había nacido en la forma en la que había sido, tantas veces, anunciado. Su lugar iba a ser ocupado por el experimento del Frente de Todos, una variante surgida de las entrañas de Unidad Ciudadana, que mutaba para convertirse en una oferta electoral mucho más amplia de lo previsto” [7].

Adaptada a los clivajes ideológicos del ciclo macrista, Unidad Ciudadana se había presentado como una versión light del kirchnerismo. Un intento frustrado de abandonar la polarización que marcó el ciclo político anterior. Esa tentativa, trasladada al Frente de Todos, obligaba a crear un Alberto Fernández. A reencauzar vínculos con Massa y con todos los traidores. A arrimar mierda para hacer ladrillos, como afirmó alguna vez Luis D’Elía, en el sumun conceptual del malmenorismo.

Aquel experimento suponía una articulación endeble. Sin embargo, su debilidad estructural no nacía de los límites de la “coordinación política” o las “coincidencias programáticas”. Esas carencias y crisis expresaban la imposibilidad congénita de cuestionar los problemas estructurales del país dependiente. La impotencia social y política para romper con una decadencia nacional que se había profundizado bajo el ciclo cambiemita.

Eso tuvo, de inmediato, expresión política. Lo que ha sido llamado la ruptura del contrato electoral tomó formas precisas. La deuda con el FMI, denunciada al infinito, se convirtió en nuevo objetivo de permanente cumplimiento. Los jubilados volvieron a ser postergados frente a los bancos, que acrecentaron sideralmente sus ganancias, en gran parte gracias a la labor estatal. A pesar de los discursos formalmente duros, las grandes corporaciones gozaron y gozan de privilegios y ventajas económicos.

En esa labor concurren, desde siempre, todas las alas del Frente de Todos. El kirchnerismo intentó forjar la idea de una ajenidad al ajuste. Lo hizo por meses, hostigando con duras críticas a Martín Guzmán. Hoy, mientras sostiene al ministro de Economía, ejerce un sistemático silencio frente al ajuste que implementa Massa. Sin embargo, ante los ojos de millones, ese pequeño arbusto no alcanza a tapar el bosque.

Problemas de raíz

En el recorrido histórico se adivinan los límites sociales del peronismo. Movimiento político de carácter burgués, aparece imposibilitado de trascender las fronteras que traza la gran propiedad privada de la burguesía. Incapaz de desafiar efectivamente la dominación del gran capital imperialista, administra la economía nacional en función de los márgenes que el mundo le otorga. En tiempos de “viento de cola” ofrece parches a demandas urgentes. Cuando el viento sopla frontalmente, aun con fricciones y choques, aparece como vehículo de los ajustes requeridos por el capital financiero internacional.

En esas limitaciones estructurales funda su razón una política socialista y revolucionaria. En esa incapacidad burguesa de dar salida a la crisis nacional encuentra su racionalidad la apuesta estratégica por el poder de la clase trabajadora. Por ese poder social capaz de paralizar la economía y al mismo Estado. Capaz, también, de empezar a edificar un orden social y económico nuevo. De reorganizar el país desde abajo, comenzando a estructurar una nueva sociedad cuyo punto de partida debe ser, necesariamente, la expropiación de la clase capitalista. Una sociedad construida sobre la democracia más amplia. Una democracia de los explotados y oprimidos, que habilite a millones a tomar decisiones sobre el conjunto de la vida política y económica.

La perspectiva del PTS-Frente de Izquierda camina estratégicamente hacia allí. En cada batalla política, ideológica o sindical se juegan pasos en aquella dirección. En el tenso escenario nacional, los combates electorales emergen como parte esencial de la pelea por orientar otra salida a la crisis nacional en curso. Una salida por izquierda, junto a la clase obrera y la juventud. Fortalecer al Frente de Izquierda Unidad constituye un aspecto esencial de trabajar por esa perpectiva.


[1] Weber, Max, La política como vocación. Conferencia dictada en 1919.

[2] Pagni, Carlos, El nudo, Buenos Aires, Planeta, 2023, p. 8

[3] “El éxito de Perón con los trabajadores se explicó, más bien, por su capacidad de refundir el problema total de la ciudadanía en un molde nuevo de carácter social (…) al subrayar constantemente la dimensión social de la ciudadanía, Perón desafiaba en forma explícita la validez de un concepto de democracia que se limitaba al goce de derechos políticos formales, y a la vez ampliaba el concepto hasta hacerlo incluir en la participación en la vida social y económica”. James, Daniel, Resistencia e integración, Buenos Aires, Siglo XXI, 2010, pp. 29-30.

[4] “…su gobierno se ubicó por encima de los intereses inmediatos de los distintos sectores de clase, buscando arbitrar entre ellos, fortaleciendo el desarrollo del capitalismo nacional (…) la relación con las clases dominantes se erigía en función de las necesidades de la economía nacional, las prioridades que establecía su relación con las masas trabajadoras y las exigencias políticas de la constitución de su movimiento”. Rojo, Alicia, Cien años de historia obrera, Buenos Aires, Ediciones IPS, 2016, p. 327.

[5] Abal Medina, Juan Manuel, Conocer a Perón, Buenos Aires, Planeta, 2022, p. 33.

[6] Recapitulando el conjunto del ciclo, Esteban Mercatante señaló que “El kirchnerismo presentó como una perspectiva posible alcanzar una ‘transformación estructural’ del capitalismo argentino apoyado en los principales grupos económicos nacionales (los mismos que desde hace décadas vienen ganando a contramano de la profundización de la decadencia nacional). Al mismo tiempo, alimentó la idea de que esto ocurriría sin cuestionar el dominio abrumador del capital extranjero en núcleos centrales de la economía nacional, que se vio mínimamente alterado durante los doce años de gobiernos kirchneristas”. Salir del fondo, Buenos Aires, Ediciones IPS, 2019, p. 62.

[7] Genoud, Diego, El peronismo de Cristina, Buenos Aires, Siglo XXI, 2021, p. 23.