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Por Izquierda Diario.- El miércoles la vicepresidenta presentó un discurso donde cuestionó al neoliberalismo, contraponiendo un modelo de un “Estado presente” que regula al “mercado”. Pero ese esquema tiene mucho de discursivo. El Estado capitalista está estructurado en función de los intereses sociales de esa clase. De ahí su incapacidad para controlar el poder del gran empresariado.

Tiempo de crisis, tiempo de debates. El dato alarmante del 6.7 % de inflación vuelve a disparar preguntas y respuestas. Coaliciones y fuerzas políticas ensayan ideas y programas.

La derecha rabiosa de Milei y Macri viene a ofrecer un ajuste aún más feroz. Desde la delirante propuesta de dolarización hasta la privatización de Aerolíneas Argentinas. Mayor flexibilización laboral, menos derechos sindicales y una calle completamente silenciosa, donde el derecho a la protesta haya sido borrado. Un paraíso para las grandes patronales, que tienen sus voceros destacados en Clarín y La Nación.

Al otro lado de la grieta, intentando un discurso que genere fuerza moral en la tropa propia, el kirchnerismo vuelve a proponer un Estado presente que regule o controle al Mercado. Ese fue el discurso que ensayó este miércoles Cristina Kirchner, en la apertura de la sesión plenaria de EuroLat 2022.

Entre otras cosas, la vicepresidenta dijo que “la gran discusión que se va a dar es si este proceso capitalista que se da en todo el mundo (…) lo conducen las leyes del mercado o las leyes de los Estados (…) esto es la clave para abordar seriamente el programa y el problema de la desigualdad”.

Sin embargo, hoy el Estado argentino no regula ni controla cuestiones esenciales como la producción y la distribución de alimentos. Mientras millones de personas no tienen asegurada una alimentación adecuada y permanente, grandes monopolios como Arcor, Danone o Mastellone incrementan sus ganancias. El poder estatal, como mucho, impone multas y lanza tibias amenazas. El rostro ofuscado de Roberto Feletti funciona de ilustración.

No se trata meramente de un problema de la gestión de Alberto Fernández, tal como lo insinúa o presenta el kirchnerismo. Esa incapacidad estatal ha quedado muchas veces en evidencia. Aunque haya pasado tiempo, resulta difícil olvidar aquella “guerra” contra las patronales agrarias por la Resolución 125, que terminó con el triunfo del agrobusiness. O ¿qué decir de la fallida Ley de Medios, presentada como panacea de la lucha contra Clarín y las corporaciones mediáticas?

El Estado argentino tampoco controla el poder del gran capital financiero internacional. Los grandes bancos -que también amasaron millones en plena pandemia- están entre los principales organizadores de la fuga de capitales, tanto la legal como la ilegal. Sobre este sector no hay ni hubo regulación. Ni siquiera en los tiempos de la llamada “década ganada”: entre 2003 y 2015 se fueron del país alrededor de USD 102 mil millones. Eso equivale, aproximadamente, a una cuarta parte de la riqueza que los grandes empresarios tienen en el exterior según el propio kirchnerismo: USD 417 mil millones.

El listado, sin embargo, no agota ahí. El Estado argentino no controla resortes estratégicos de la economía como la producción de energía o acero. O el comercio exterior, que hoy es controlado por un oligopolio privado donde una pocas (y gigantescas) empresas gerencian porciones esenciales de la riqueza nacional.

Lejos de la desidia o la inoperancia, esa carencia de controles es un proceso derivado del carácter de clase del Estado. El aparato estatal capitalista funciona estructuralmente como garante de la rentabilidad empresarial. Su “ausencia” en determinadas áreas se compensa con una “hiperactividad” al momento de garantizar ganancias en otras. Tómese, a modo de ejemplo, el evidente apoyo estatal a las inversiones en Vaca Muerta.

Desde el fin de la dictadura genocida, el Estado argentino dejó intacto un andamiaje jurídico-legal que garantiza la subordinación al gran capital financiero internacional. Allí hay que enlistar los acuerdos bilaterales con grandes potencias, la permanencia en el CIADI y la Ley de Entidades Financieras, entre otras cosas. Ese sometimiento está hoy profundizándose, tras el acuerdo firmado con el FMI que, directamente, impone un control periódico permanente sobre la política económica del Gobierno.

Estado de Bienestar y capitalismo

Retrocediendo en la historia, CFK trajo en su discurso el recuerdo del Estado de Bienestar como modelo de un Estado que “tenía una gran responsabilidad sobre la vida de las personas. Sobre la educación, sobre la salud, sobre el acceso al trabajo digno, sobre el acceso a una vivienda”.

Omitió señalar que ese modelo estatal fue la respuesta capitalista a la amenaza revolucionaria nacida en la Rusia de 1917. Amenaza que, tras la brutal carnicería de la Segunda Guerra Mundial, reemergió en múltiples países europeos. Lo que la vicepresidenta llama “peligro del oso comunista” era, en realidad, esa amenaza persistente.

En las últimas décadas, bajo el signo neoliberal, los Estados capitalistas desarrollaron un proceso de achicamiento y auto-ajuste, que implicó resignar potestades y mecanismos de control. La contracara del poder de las grandes transnacionales fue ese Estado cada vez más “mínimo” en cuanto a atención de las demandas sociales y regulación al gran capital. Ese movimiento no ocurrió “naturalmente”. Las mismas gestiones estatales impulsaron activamente las políticas neoliberales que las debilitaron, en términos relativos, como maquinaria de contralor.

Atendiendo a ese marco, CFK presentó un problema nodal de la política: ¿dónde está el poder?: “Nuestras Constituciones son un reglamento de cómo tiene que funcionar el Ejecutivo, cómo tiene que funcionar el Legislativo y eventualmente el Judicial. Sobre todo el otro poder que está afuera: mercados, monopolios, oligopolios, poder financiero internacional, nada de eso figura en nuestras Constituciones”. No es la primera vez que esboza este argumento. En 2017 señaló que un presidente tiene, a lo sumo, un 25 % del poder.

Hoy ese poder de las grandes transnacionales y el gran capital financiero internacional no puede ser regulado por el Estado norteamericano. Ni Joe Biden ni sus antecesores -más allá de su signo político- pudieron imponer, por ejemplo, el control a la evasión y la fuga de capitales. Símbolo de esa “impunidad” del capital es la existencia, en el corazón mismo de EE.UU., de un gigantesco paraíso fiscal en el Delaware.

Si el Estado capitalista más poderoso del planeta no regula al capital financiero, ¿cómo podría hacerlo el infinitamente más endeble Estado argentino?

Estatalismo blando

Los años neoliberales tuvieron en Argentina su propia fisonomía. Durante los 90, luego del terror y el saqueo sembrado por la dictadura, el menemismo -al cual Néstor y Cristina Kirchner acompañaron por años- impulsó las privatizaciones y un conjunto de mecanismos que parieron un Estado cada vez más “mínimo” en cuanto a su control sobre aspectos centrales de la estructura nacional.

En el terreno de las relaciones laborales, eso implicó una profunda regresión con el crecimiento de la tercerización y la precarización. La resultante fue un poder aún mayor para el conjunto del empresariado. Ese proceso contó con la permanente colaboración de las distintas alas de la burocracia sindical peronista. Colaboración que no ha cesado en las últimas décadas, con un persistente oficialismo de la enorme mayoría del arco sindical.

Ese tipo de Estado capitalista no sufrió alteraciones sustanciales entre 2003 y 2015. Los años kirchneristas no revirtieron la herencia recibida del ciclo neoliberal ni liquidaron el andamiaje jurídico e institucional anteriormente mencionado. Casi intacto, el esquema privatizador se sostuvo. La subordinación al gran capital imperialista se presentó bajo banderas progresistas: al relato de la “patria grande” lo acompañó una persistente salida masiva de recursos nacionales.

Sin embargo, es evidente que existió un cierto proceso de intervención estatal en la economía. Éste no fue solo fruto de la «voluntad política» de aquella gestión, tal como lo presenta el discurso kirchnerista. Nació en un marco otorgado por las ventajas combinadas de la economía internacional, el ajuste previo realizado en tiempos duhaldistas y la relación de fuerzas que había legado el estallido del 2001. Ese conjunto de condiciones habilitó una limitada “autonomía” de la política que hizo posible una moderada intervención estatal sobre la economía.

Como señala Fernando Rosso en el libro recientemente publicado La hegemonía imposible, se trató de “un estatalismo blando que no puede ser exitoso sin condiciones excepcionales, entre otras cosas, porque la estatalidad también está palmariamente disminuida.”

Las condiciones que hacían “exitosa” aquella estatalidad limitada desaparecieron conforme avanzó el siglo. Alejado el fantasma de la rebelión popular de diciembre, gracias a la acción del propio kirchnerismo -que trabajó «toda su vida para evitar un nuevo 2001», como también señala Rosso-, el gran capital empezó a reclamar un orden más estricto y una gestión política más directamente acorde a sus intereses. Juntos por el Cambio puede rastrear en ese pedido parte de su paternidad.

Eficiencia y explotación

“Creo que sinceramente el capitalismo se ha demostrado como el sistema más eficiente y eficaz para la producción de bienes y servicios”, dijo también la vicepresidenta.

¿A que le llama “eficiencia” CFK? Según la ONG Oxfam se estima que en 2022 habrá 260 millones de nuevos pobres en el mundo. Un sistema que arroja -en un solo año- a la pobreza a tanta gente como la población de Argentina y Brasil sumadas ¿puede ser calificado de “eficiente?

Agreguemos algo acerca del carácter profundamente irracional de la producción capitalista. Un informe de fines de 2021, producido por Naciones Unidas, estimaba que en el mundo se desperdiciaba un 30 % de toda la comida que se producía. ¿Dónde está la “eficacia” capitalista si al mismo tiempo más de 800 millones de personas padecen hambre en todo el globo?

El capitalismo solo se muestra eficaz para garantizar la rentabilidad del gran empresariado. Mientras cientos de millones de personas caen en la pobreza, un grupo selecto se enriquece a niveles siderales. Según el índice Forbes -publicado hace pocos días- hay en el mundo 2.668 personas que tienen una fortuna equivalente a U$S 12,7 billones; 1.000 son aún más ricos que el año anterior. En ese listado figuran nombres conocidos por estos pagos: Marcos Galperin, Alberto Roemmers, Alejandro Bulgheroni, Eduardo Costantini, Eduardo Eurnekian, Gregorio Pérez Companc y Paolo Rocca.

Es innegable que el capitalismo ha desarrollado una altísima productividad que permite la creación masiva de riqueza en tiempos mínimos. Sin embargo, direccionada por el lucro capitalista, esa potencia termina en un derroche fenomenal. Al mismo tiempo, como es más evidente cada vez, produce una creciente destrucción ambiental sobre el conjunto del planeta. Destrucción que, diariamente, pone en riesgo la vida de millones de personas.

Carlos Marx escribió, hace ya mucho tiempo, que en el capitalismo “la acumulación de riqueza en un polo es al propio tiempo acumulación de miseria, tormentos de trabajo, esclavitud, ignorancia, embrutecimiento y degradación moral en el polo opuesto, esto es, donde se halla la clase que produce su propio producto como capital”.

La definición resulta mucho más atinada para describir la realidad que las de “eficiencia y eficacia” que propone Cristina Kirchner.

Socializar los medios de producción, terminar con la irracionalidad capitalista

Milei y la derecha proponen dejar actuar libremente al gran capital. Su modelo equivale a que el gran empresariado pueda despedir sin límites, precarizar aún más a la clase trabajadora y quitar todo tipo de derecho sindical. La dictadura abierta de la burguesía. Un modelo que solo puede terminar en más irracionalidad capitalista, más pobreza y más desocupación; que se aplicó abiertamente en la Argentina de Menem y terminó en la mayor crisis social de la historia nacional.

Cristina Kirchner y el kirchnerismo proponen un modelo de regulación estatal sobre el gran empresariado. Pero, en la realidad, este esquema se muestra casi inexistente. Mientras una gran productora de alimentos como Arcor aumentó sus ganancias un 142 %, la comida no llega a los comedores en las escuelas del Gran Buenos Aires. El “control estatal” de Kicillof no puede garantizar ni el derecho a alimentarse para los niños y niñas más humildes.

Es necesario plantear la perspectiva de un nuevo régimen económico y social, donde la propiedad de las grandes industrias, el transporte, la energía y el conjunto de los medios de producción deje de ser privada y pase a ser pública y social. Con esos medios de producción dirigidos por sus trabajadores y trabajadoras, de manera democrática, coordinando y planificando la producción y el funcionamiento en común con la población, en función de las necesidades de las mayorías. Una reorganización social de este tipo podría dar solución a problemas agudos, como el hambre que afecta a una gran porción de la sociedad.

Este régimen abriría la posibilidad de liberar a millones de personas de los tiempos esclavizantes de trabajo que impone el capitalismo. Las jornadas agotadoras y las pésimas condiciones son complementarias a “la eficiencia” que reivindica CFK. Pero reduciendo la jornada laboral y repartiendo las horas de trabajo entre quienes puedan y quieran trabajar no solo se enfrentaría el problema de la desocupación, sino también se podría conquistar tiempo libre para el ocio, la cultura y el disfrute de la vida. Tiempo recuperado para leer, viajar, divertirse, ver amigos y amigas, pasarla en familia. Tiempo para una vida que merezca ser vivida hoy y en el futuro. Para las actuales generaciones y para las que vendrán. El planteo actual de reducir la jornada laboral a 6 horas, 5 días a la semana, se inscribe en esa perspectiva.

Esa posibilidad de reducir la jornada laboral es, también, una condición básica para establecer un Estado de nuevo tipo -como definía el revolucionario italiano Antonio Gramsci- donde el gobierno de la sociedad sea ejercido de manera directa por las mayorías trabajadoras y populares. Una verdadera autoadministración por parte del pueblo, que tendrá sus organismos específicos a nivel local, provincial y nacional. Con los actuales desarrollos tecnológicos en el terreno de la comunicación y las redes sociales será muy sencillo garantizar que toda persona que quiera pueda participar, opinar y decidir sobre cuestiones políticas, sociales o económicas. Un Gobierno de los trabajadores y el pueblo, como plantea hoy la izquierda trotskista. En la medida en que se desarrolle esa dinámica, ese Estado de nuevo tipo tenderá a extinguirse, abriendo paso a una sociedad comunista plena. Esta perspectiva de transformación revolucionaria y socialista solo puede tener carácter internacional, extendiéndose al conjunto del mundo. El socialismo no puede existir en los limitados marcos de un país.

En la actualidad esa perspectiva puede verse, aún en pequeño, en el ejemplo que constituyen las empresas recuperadas, hoy batallando su continuidad en el marco de un horizonte complicado por la competencia capitalista y el escaso apoyo estatal. Gestiones obreras -como la gráfica MadyGraf o la Cerámica Zanon- ponen en evidencia la posibilidad de la clase trabajadora de dirigir de manera democrática la producción, buscando orientarla a fines distintos del lucro capitalista.

Si la clase trabajadora y el pueblo pobre no empiezan a plantear una perspectiva en este camino, será el capitalismo declinante el que seguirá imponiendo sus condiciones. Milei, Macri y la derecha rabiosa seguirán reclamando la dictadura abierta y brutal del gran capital. Del otro lado, el kirchnerismo seguirá contraponiendo un intento impotente de regularlo.