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Por Hugo Andrade / Rector Universidad Nacional de Moreno –

El planteo de los vouchers educativos ha cobrado notoriedad en estos días. La propuesta  reduce la función del Estado a garantizar la configuración de un cuasi-mercado de la educación, dado que se trata de un bien que no se ajusta a la clásica definición de “bien privado” que plantea la economía neoclásica; al pasar del financiamiento de la educación (gratuita) por el lado de la oferta, al financiamiento de la demanda, es decir a través de los “consumidores de  educación”,  que podrán ejercer su “derecho a elegir” entre las ofertas más atractivas a sus intereses, con el poder de compra que supone disponer de su voucher; ya que en la actualidad, el consumidor sin recursos debe “caer en la educación pública” inexorablemente.

En síntesis, la propuesta centra su atención en la presunta eficiencia de la “competencia” entre las entidades educativas por capturar “consumidores de educación”, en la que el Estado sólo cumple una función esencialmente subsidiaria del mercado, proveyendo poder de compra a los consumidores; despojándose deliberadamente de cualquier función equiparadora o de igualación de oportunidades entre las personas y mucho más aún, de cualquier responsabilidad como garante del derecho a la educación como Derecho Humano y deber del Estado.

Precisamente los crecientes niveles de obligatoriedad de la educación que los Estados vienen implementando, chocan con esta concepción de elección individual a partir del sistema de vouchers, en la que se reduce la decisión de educarse a las motivaciones personales y a la supuesta disponibilidad de medios de pago para hacer posible el derecho a elegir. La propuesta omite la existencia de problemas largamente debatidos por la ciencia económica, como es la disponibilidad de información completa y cierta que afecta la lógica de la revalorizada “soberanía del consumidor”. Por otra parte, la posibilidad de elegir que se abre, será sobre la oferta existente, de modo que el efecto inicial de una medida como ésta solo recreará situaciones de exceso de demanda sobre determinados oferentes calificados como altamente elegibles, con posibilidades de imponer aranceles adicionales, y de caída de la demanda (y de la matricula) en otros, con la consiguiente mengua en sus ingresos y empeoramiento de las condiciones de su oferta y por tanto, cada vez menos elegible, sin una política de fortalecimiento y apoyo público para equipar la calidad de su oferta educativa.

La iniciativa no es novedosa y más bien, jalona el retroceso de la presencia del Estado en la economía, dando un paso más en la desarticulación del Estado de Bienestar que desde los años ’70 viene cediendo terreno a las doctrinas económicas más ortodoxas. Este reduccionismo desconoce las externalidades positivas de la educación y su conceptualización como bien meritorio desarrollado en pleno auge del keynesianismo, y que resalta el beneficio social excedente de su “consumo” individual y no contabilizado por el mercado, en el puro cálculo del costo-beneficio que pudiera resultar del libre equilibrio de mercado entre la oferta y la demanda.

También desconoce el poder de la educación como factor sustantivo para el desarrollo económico-social en los países periféricos y se aparta de las reflexiones más actuales sobre la configuración de la “economía del conocimiento”, en la que en la medida que el Estado no garantice su pleno y amplio acceso y de calidad a las mayorías, se condiciona negativamente la competitividad del país y se afecta el logro de mayores niveles de bienestar o de desarrollo económico.

Financiar la oferta (proveyendo educación pública y gratuita) siempre garantiza mayor equidad e igualdad de acceso, debido a que las instituciones privadas tienden a seleccionar alumnos por condiciones socioeconómicas, entre otras razones ajenas a criterios de equidad o igualdad, y que se refuerzan por medio de aranceles.

Este esquema, además de implicar un mayor desvío de fondos del sector público al privado, aun cuando en esta lógica debiera desaparecer el subsidio a las escuelas privadas, necesariamente ha de complementarse con el pago de adicionales mayores que la demanda excedente garantizaría poder imponer, reforzando los mejores servicios o condiciones de prestación más confortables (que retroalimentarán su elegibilidad). Así, se reforzaría la desigualdad entre los que puedan pagar aranceles y los que no; quienes deberán continuar asistiendo a las instituciones públicas, pero cada vez más desfinanciadas y con crecientes déficits acumulados de infraestructura y equipamientos (ya que los vouchers solo cubrirían gastos de funcionamiento).

En el caso de la educación superior, la propuesta plantea debilidades adicionales, ya que el financiamiento del consumo de los estudiantes no cubriría las demás funciones sustantivas de las Universidades, como la investigación científica, la extensión o la vinculación tecnológica que también tendrían que sostenerse mediante su comercialización. El caso chileno (que por otra parte ya se encuentra en revisión por su fracaso), ha demostrado que refuerza un sistema educativo dual que no resuelve, sino más bien agrava la insuficiencia de la inversión pública educativa, con creciente divergencias, no solo de calidad entre las entidades (y no necesariamente entre los sectores público o privado).

Este mecanismo también ha contribuido a la diferenciación de las entidades basada en la captura de consumidores de educación superior que puedan valorar las amenidades o el confort, elementos que exceden lo intrínseco al bien educación o la calidad educativa; no reconociéndose evidencia alguna de mayores niveles de calidad de la educación privada por sobre la pública por esta razón.

En suma, el sistema propuesto, sólo responde al propósito del “ahorro fiscal” que conlleva prioritariamente y no al de nivelación de las desigualdades de calidad y mucho menos el desarrollo de capacidades, lo que requiere de mayores inversiones por parte del Estado. Precisamente se trata de una propuesta que más bien “nivela para abajo”.

Por otra parte, una cuestión omitida en la proposición anunciada es qué términos de resultados mínimos satisfactorios y por cuánto tiempo han de extenderse los vouchers que cubran el “consumo” de educación, por aquellos estudiantes más rezagados o que por diferentes razones personales requieran de mayor apoyo y prolongación de tiempo para lograr acceder a la terminalidad o graduación. El reduccionismo de este planteo permite suponer que los más rezagados o con dificultades que supongan algún fracaso, quedarían fuera de la cobertura al cabo de un plazo y por tanto, del derecho o acceso al sistema educativo.

Este modelo tiende a una diferenciación cada vez mayor del sistema educativo en términos de financiamiento, lo cual conspira con la necesidad de homogeneidad y de estándares mínimos que debe garantizar el Estado, donde la escuela funcionaría como una empresa que intenta captar consumidores y por tanto obtener mayores ingresos, y no necesariamente mejores resultados educativos. Precisamente los impulsores de la propuesta  no plantean ningún objetivo ni compromiso de mayor inversión en materia educativa, sino una mera redistribución de fondos administrados por entidades públicas hacia los “consumidores”. Inclusive en esta lógica sería dable esperar la desarticulación del financiamiento público de los programas de formación docente continua o de aseguramiento de la calidad educativa, herramientas destinadas a homogeneizar y articular un sistema educativo con prescindencia de su carácter público o privado.

Sin duda, la propuesta se apoya en la notoria insatisfacción con la educación pública obligatoria por múltiples factores objetivos; pero falsamente apoyados en estudios que han “probado” el fracaso de la intervención del Estado a partir de los malos resultados medidos en términos de repitencia o abandono por ejemplo, y que desprecian la incidencia de factores sociales y económicos como la desocupación o el nivel de ingresos, los que nunca podrían ser abordados ni resueltos por este mecanismo que notoriamente nos aleja de cualquier compromiso público para garantizar el derecho a la educación en igualdad de condiciones.

En síntesis, es un planteo que oculta los problemas de insuficiencia de la inversión educativa, con el agravante de que nos aleja de las soluciones que demanda un sistema fragmentado y con fuertes déficits de igualdad, que son las prioridades que una política educativa debe enfrentar.