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Por Scott Cooper y Emma Lee – Desde Nueva York/ En el aniversario del 11-S, recordamos cómo los atentados fueron una tapadera para un amplio asalto a las libertades civiles y los derechos humanos y políticos en Estados Unidos y en el extranjero.

Con la retirada de Estados Unidos de Afganistán y el vigésimo aniversario de los atentados del 11 de septiembre en Estados Unidos –que impulsaron la invasión estadounidense de Afganistán y posteriormente de Irak con solo unas semanas de diferencia–, analistas de todas las tendencias políticas reflexionan sobre lo que todo esto significa para la hegemonía imperialista de Estados Unidos en el mundo. Estas reflexiones se centran sobre todo en cuestiones geopolíticas. Poco hicieron para recordarnos que las agencias de inteligencia estadounidenses habían advertido de un ataque de este tipo, o de los estrechos lazos entre la familia Bush y la familia de Osama bin Laden, de quien el gobierno sospechó inmediatamente que era el autor intelectual.

Más allá de consideraciones políticas, los atentados no solo dieron lugar a una “guerra contra el terror” en el terreno militar, sino que también se inició un ataque generalizado a los derechos humanos y las libertades civiles en el propio país.

Este ataque es parte de la forma en que el régimen burgués de Estados Unidos se comporta con respecto a los inmigrantes, los activistas políticos, las minorías raciales y la clase trabajadora en general. Es parte de una guerra de clases librada contra las grandes mayorías. También forma parte de la guerra militar que el imperialismo estadounidense lleva a cabo para proteger los intereses del capital y para castigar a quienes se interponen en sus esfuerzos por mantener la hegemonía mundial. En resumen, destruye a las personas para obtener beneficios.

Como dice el ex agente especial del FBI Terry Albury –que filtró documentos sobre la “guerra contra el terrorismo” al sitio The Intercept, fue acusado bajo la Ley de Espionaje de 1917 y pasó cuatro años en una prisión federal– en un reciente artículo de la New York Times Magazine:

El FBI… dio a los agentes el poder de arruinar la vida de personas completamente inocentes basándose únicamente en la parte del mundo de la que proceden, o en la religión que practican, o en el color de su piel. Y yo hice eso. Ayudé a destruir gente. Durante 17 años.

Lo que Arbury describe fue aun más allá e incluyó el espionaje doméstico y el acoso a activistas políticos a una escala sin precedentes en este país desde el final de COINTELPRO (Counter Intelligence Program), la vasta serie de proyectos encubiertos e ilegales que el FBI emprendió entre 1956 y 1971 para desbaratar e infiltrar a grupos e individuos “subversivos” en el movimiento antiguerra, el movimiento feminista, los movimientos por los derechos civiles y el Poder Negro, etc.

¿Hasta qué punto es algo sin precedentes? Pensemos en la manifestación convocada para el 9 de septiembre de 2003 en el Faneuil Hall de Boston, donde el entonces fiscal general de Estados Unidos, John Ashcroft, acudió para reunirse con funcionarios de las fuerzas de represión en una reunión a puerta cerrada e informarles sobre los detalles de la llamada Patriot Act o Ley Patriótica (de la que hablaremos más adelante). Unos 1.200 manifestantes respondieron a la convocatoria de emergencia de la protesta.

En un momento, uno de los coautores de esta nota, presente en aquella protesta y que había sido uno de sus organizadores, fue apartado por un hombre vestido como si fuera parte de la multitud. El hombre se aseguró de mostrar la pistola en su cadera. Llevado al borde de la multitud, se refirió al autor por su nombre completo y le dijo: “Te estamos vigilando a ti y a tus camaradas«, palabra dicha con sorna.

El hombre mostró una placa de la Agencia de Inteligencia de Defensa (DIA por sus siglas en inglés). La propia página web de la DIA explica que su objetivo es “proporcionar inteligencia militar a los combatientes, a los responsables de la política de defensa y a los planificadores de fuerzas del Departamento de Defensa y de la Comunidad de Inteligencia, en apoyo de la planificación y las operaciones militares de Estados Unidos y de las adquisiciones de sistemas de armas. Planificamos, gestionamos y ejecutamos operaciones de inteligencia en tiempos de paz, crisis y guerra”. No hay ni una palabra sobre la intervención en las protestas políticas nacionales.

Tras el 11-S, nadie en este país fue inmune a la represión impulsada por el Estado e infligida por la policía y las fuerzas de seguridad, los “cuerpos especiales de hombres armados” del Estado, como los describió Lenin en 1917. Thomas Hegghammer, investigador principal del Norwegian Defence Research Establishment (FFI), escribe en un reciente artículo de la revista Foreign Affairs titulado “Resistance Is Futile: The War on Terror Supercharged State Power” (“La resistencia es inútil: la Guerra contra el Terror multiplicó el poder estatal”):

El surgimiento de Estados inmunes a la rebelión no es algo bueno. Es ingenuo pensar que los nuevos poderes de los Estados se utilizarán solo contra personas que traman atentados. […] Las naciones ricas de Europa y Norteamérica son democracias liberales, pero sus gobiernos son también máquinas de represión ferozmente eficaces. Las herramientas de vigilancia que tienen a su disposición nunca han sido tan poderosas.

El gobierno ha utilizado esas herramientas continuamente desde aquel día de 2001 en que las Torres Gemelas y el Pentágono fueron blanco de los ataques terroristas.

El encuentro con un agente de la DIA en una protesta en Boston tuvo lugar en los primeros días del nuevo Department of Homeland Security (Departamento de Seguridad Nacional), que había sido creado el noviembre anterior a partir de la legislación aprobada en respuesta a los ataques del 11S. Reunió a distintas agencias de inteligencia de Estados Unidos bajo un mismo techo, pero no a la DIA. Sin embargo, fue una señal de la profundidad y amplitud de la nueva vigilancia y represión.

La Patriot Act

Seis semanas después del 11S, el Congreso aprobó la Ley Patriótica. Se trataba de una revisión masiva de la ley de vigilancia de Estados Unidos que desde hacía mucho tiempo pretendía esos “cuerpos especiales de hombres armados”, el FBI en particular. El Congreso había rechazado repetidamente esta ampliación de los poderes de vigilancia en el pasado, pero los atentados del 11S lo cambiaron todo. El gobierno de Bush forzó al poder legislativo, acusando a todo aquel que no votara a favor de la misma de ser responsable de futuros atentados. En medio de la histeria, y sin prácticamente ninguna revisión real, la ley fue aprobada por la Cámara de Representantes por 357 votos a favor y 66 en contra el 24 de octubre de 2001, y por el Senado por 98 votos a favor y 1 en contra.

En pocas palabras, la nueva ley facilitó una expansión masiva de la autoridad del gobierno de Estados Unidos para espiar a los ciudadanos estadounidenses –algo que había sido prohibido, al menos oficialmente, tras las revelaciones de COINTELPRO–, al tiempo que desarticulaba muchos de los controles establecidos, incluyendo la supervisión judicial, la responsabilidad pública y la capacidad de los ciudadanos para impugnar las órdenes del gobierno en los tribunales.

Gran parte de la Ley Patriótica no tiene nada que ver con la lucha contra el terrorismo. Aumentó los poderes del gobierno para espiar de muchas maneras: órdenes de registros, registros secretos, inteligencia y órdenes de escuchas telefónicas y seguimientos. Por ejemplo, el gobierno podía consultar los registros de la actividad de un individuo que estuvieran en manos de terceros. En particular, esto provocó protestas en todo el país por parte de bibliotecarios y propietarios de librerías enojados porque los agentes del FBI exigían saber qué libros sacaban o compraban los clientes. Además, los agentes del gobierno podían registrar la propiedad privada sin previo aviso. La estrecha excepción a la Cuarta Enmienda [1] que se había creado para la recopilación de información de inteligencia extranjera se amplió para incluir a los personas u organizaciones nacionales. Además, otra excepción permitió recopilar la información de “direccionamiento” sobre el origen y el destino de una comunicación telefónica, en lugar del contenido. Esta sería la base de las revelaciones de Edward Snowden, la primera de las cuales surgió en junio de 2013.

Incluso el congresista Jim Sensenbrenner, un republicano que fue el principal autor de la Ley Patriota, dijo en 2013 que la Agencia de Seguridad Nacional (NSA por sus siglas en inglés) estaba abusando de sus intenciones al recoger información sobre cada llamada telefónica realizada en Estados Unidos. Presentó un Amicus curiae en una demanda de 2013 presentada por la American Civil Liberties Union (ACLU, Unión estadounidense para las Libertades Civiles) contra el gobierno, poniéndose del lado del grupo de libertades civiles.

El poder ilimitado que la Ley Patriota otorgaba a los “cuerpos especiales de hombres armados” les permitía acceder a los registros financieros de las personas, a sus historiales médicos, al uso de internet, a sus hábitos de lectura, a sus patrones de viaje, a cualquier actividad que dejara algún tipo de registro. Ya no tenían que demostrar que los sujetos del registro eran “agentes de una potencia extranjera” ni siquiera que tuvieran una “sospecha razonable” de que los registros estaban relacionados con una actividad delictiva. Solo tenían que decir que estaban relacionados con una investigación en curso sobre terrorismo o inteligencia extranjera. Los agentes del FBI podían acudir a un tribunal y decirle al juez, sin pruebas ni indicios, lo que iban a hacer, y el juez no tenía autoridad para rechazar la solicitud. Incluso se prohibía a quien se viera obligado a entregar registros al gobierno que revelara la búsqueda. La orden de mordaza significaba que el sujeto del espionaje podría no saber nunca que había sido espiado. Esta ley en su conjunto era lo que el Estado represivo siempre había querido: la capacidad de llevar a cabo lo que la ACLU denominó “vigilancia masiva y sin sospecha”, incluso de activistas políticos sin vínculos con el terrorismo islámico o los ataques del 11S.

De hecho, la Sección 411 de la Ley Patriótica amplía la definición de terrorismo, haciendo posible etiquetar como terroristas a grupos políticos nacionales que participan en ciertos tipos de desobediencia civil.

“El terrorismo”, escribe Janet Reitman en el perfil de Albury, “era el nuevo comunismo”. El panorama estadounidense se asemejó a los años 1919 y 1920, cuando el Departamento de Justicia de Estados Unidos llevó a cabo las redadas Palmer –llamadas así por el entonces fiscal general A. Mitchell Palmer–, acorraló a comunistas, anarquistas y otros izquierdistas extranjeros y deportó al mayor número posible de ellos, todo para frenar el descontento social que se produjo tras el final de la Primera Guerra Mundial. Pero al mismo tiempo que los “cuerpos especiales de hombres armados” comenzaron a invadir las mezquitas, así como las oficinas de las organizaciones políticas y de los defensores de los derechos de los inmigrantes, el gobierno puso en marcha una maniobra destinada a acorralar a los inmigrantes, que fue una clara violación de las libertades civiles y los derechos humanos y que habla del objetivo más amplio de maximizar el uso de nuevas “herramientas” en la era posterior al 11 de septiembre para avanzar en la represión y la discriminación del Estado.

Registro especial

A finales de 2002, el entonces fiscal general Ashcroft anunció la puesta en marcha de un nuevo programa que estaría a cargo del Servicio de Inmigración y Naturalización (INS), precursor de la actual (e infame) agencia de Inmigración y Aduanas (ICE) de Estados Unidos. Bautizado como «Registro Especial», su objetivo declarado era mejorar el control de los viajeros que llegaban a los puertos de entrada de Estados Unidos procedentes de determinados países, casi todos ellos de mayoría musulmana. Pero había un componente interno al que se prestó poca atención al principio: los no ciudadanos que ya estuvieran en Estados Unidos tendrían que acudir a las oficinas locales del INS para ser entrevistados y tomarles las huellas dactilares.

Comenzó en el sur de California. La zona de Los Ángeles alberga la mayor población iraní fuera de Irán, estimada en 600.000 personas. Se anunciaron las fechas en las que los iraníes tendrían que presentarse en el edificio federal para este nuevo programa. Casi de inmediato, salieron a la luz informes de que cientos de personas habían sido arrestadas, tal vez hasta un millar, y puestas en detención en los nuevos centros de detención de inmigrantes que el INS había creado, a menudo contratando a los sheriffs de los condados para utilizar parte de sus cárceles. No todos eran iraníes, pero la mayoría sí.

La ACLU lo comparó con la detención de japoneses-americanos durante la Segunda Guerra Mundial. ¿Por qué, se preguntaba la ACLU, se detiene a personas que se presentaron voluntariamente para cumplir con el nuevo requisito de registro, cuando es obvio que ningún terrorista real se habría presentado? Y como predijo la ACLU, el hacinamiento en las cárceles del sur de California hizo que muchos de los detenidos fueran trasladados a otros estados, donde languidecieron tras las rejas durante meses sin recibir una audiencia.

El recurso de Habeas corpus, consagrado en la Constitución y que se aplica a cualquier persona en Estados Unidos (ciudadano o no), había sido suspendido –de facto si no de jure–. La constitución establece que eso solo puede ocurrir si “en casos de rebelión o invasión, la seguridad pública lo requiere”.

La respuesta del Servicio de Inmigración y Naturalización fue negarse a decir cuántas personas había detenido, aunque señaló que las detenciones no tenían nada que ver con el terrorismo. La mayoría eran por vencimiento de visado u otras “infracciones” de inmigración. Sin embargo, el mensaje para los inmigrantes era claro: el 11 de septiembre es nuestra excusa para una nueva ronda de represión antiinmigrante.

La experiencia de Los Ángeles fue un ensayo. La siguiente fue Boston donde, además de los países musulmanes, el INS local decidió exigir que la creciente población de centroamericanos se presentara en el edificio federal, aunque los 25 países de la lista “oficial” estaban todos en Asia o África. Y al igual que en Los Ángeles, la gente desapareció en el centro de detención del INS. Sin embargo, activistas de Boston, tras conocer la experiencia de Los Ángeles, estaban preparados y se organizaron para “pre-registrar” a las personas que esperaban en largas colas para entrar en el edificio, en pleno invierno, a partir de las 5 de la mañana. Se animó a los que estaban en la cola a que facilitaran los nombres y la información de contacto de amigos y familiares, y los abogados estaban preparados para ayudar. Esto llevó al FBI a enviar a dos agentes a la casa de uno de los coautores de esta nota, que había sido un organizador central de este esfuerzo, para lanzar una amenaza. “Probablemente eres culpable, como mínimo, de perturbación de los asuntos del gobierno. Seis meses de cárcel te vendrían bien”. En ese momento el coautor de este artículo se preguntó si se podría invocar también la Sección 411 de la Ley Patriótica.

El Registro Especial continuó en todo el país, pero su escala se redujo aproximadamente un año después. Aun así, el programa persistió hasta que el gobierno de Obama cedió a la presión y tuvo que cancelarlo.

En el ámbito internacional, las libertades civiles y los derechos humanos también se vieron atacados, ya que los atentados se utilizaron como luz verde para iniciar una “guerra sin fin” y para burlarse de las convenciones internacionales contra la tortura de las que Estados Unidos era signatario.

Guerra interminable

Tras los atentados, Estados Unidos se encontraba en un estado de gran conmoción: una combinación de desesperación, rabia y miedo. Con el 88 % del público a favor de la acción militar, el presidente Bush firmó la Ley Pública 107-40, la Autorización para el Uso de la Fuerza Militar, una semana después de los ataques. La ley, que fue aprobada por ambas cámaras del Congreso con un solo voto en contra, dice:

Se autoriza al Presidente a utilizar toda la fuerza necesaria y apropiada contra aquellas naciones, organizaciones o personas que determine que planearon, autorizaron, cometieron o ayudaron a los ataques terroristas ocurridos el 11 de septiembre de 2001, o que albergaron a dichas organizaciones o personas, con el fin de prevenir cualquier acto futuro de terrorismo internacional contra Estados Unidos por parte de dichas naciones, organizaciones o personas.

El día anterior a esta autorización de la “guerra contra el terror”, Bush firmó un memorando de acción encubierta clasificado que autorizaba a la Agencia Central de Inteligencia a comenzar a detener en secreto a sospechosos de terrorismo. Con un cheque en blanco del Congreso, la administración Bush ya estaba elaborando un programa secreto de “entrega, detención e interrogatorio”, y sus abogados estaban trabajando para que quedara fuera del alcance de la ley. Sería el comienzo de una larga serie de atroces abusos de los derechos humanos, del tipo que Estados Unidos ha utilizado durante mucho tiempo como excusa para justificar sus invasiones y golpes de Estado contra naciones soberanas.

La guerra es buena para el capitalismo, y más allá de la intención explícita de perseguir a los autores de los atentados del 11S, una guerra significaba nuevas ganancias para los patrones. Afganistán se convirtió en una vaca lechera para las empresas militares privadas, la industria de la defensa y todo tipo de contratistas que forman parte del enorme complejo militar-industrial que se beneficia de la crisis y la muerte. La “guerra sin fin” comenzó en Afganistán al mes siguiente.

“Combatientes ilegales”, detenciones masivas y tortura

El 7 de octubre de 2001, Bush anunció que habían comenzado los ataques aéreos contra Al-Qaeda y los talibanes en Afganistán, dirigidos a las ciudades de Kabul, Kandahar y Jalalabad. El objetivo declarado de la “Operación Libertad Duradera” –como llamó Estados Unidos a su invasión– era destruir los campos de entrenamiento y la infraestructura de los terroristas, capturar a los líderes de Al-Qaeda (incluido Osama bin Laden) y erradicar el terrorismo.

Estados Unidos persigue el “terrorismo” en sus propios términos, mientras excluye convenientemente sus propias acciones de la definición. A principios de enero de 2002, la CIA comenzó a recoger “combatientes desleales” del conflicto y a retener en secreto a estos detenidos no solo en Afganistán, sino también en Lituania, Marruecos, Polonia, Rumania y Tailandia –países que habían aceptado albergar “sitios negros” secretos–, así como en la infame base naval estadounidense de la Bahía de Guantánamo, Cuba (la existencia de la base en suelo cubano en manos de las fuerzas estadounidenses desde la Guerra Hispanoamericana constituye una ocupación ilegal).

El caso de Maher Arar es un buen ejemplo del nuevo alcance de Estados Unidos. Un ingeniero con doble nacionalidad siria y canadiense que residía en Canadá desde 1987 fue detenido durante una escala en un aeropuerto de Nueva York cuando regresaba a casa de unas vacaciones familiares. Arar estuvo recluido sin cargos en régimen de confinamiento en solitario dos semanas mientras era interrogado y se le negaba un abogado. El gobierno estadounidense lo deportó entonces a Siria, no a Canadá (con cuyo pasaporte viajaba). Allí, fue detenido y torturado durante un año hasta que finalmente fue liberado en Canadá. Posteriormente, el gobierno sirio lo declaró “completamente inocente” de la acusación estadounidense de ser miembro de Al Qaeda.

El 7 de febrero de 2002, Bush emitió una orden ejecutiva que se hacía eco de una declaración anterior de Donald Rumsfeld, secretario de Defensa, según la cual “los miembros de Al Qaeda, los talibanes y las fuerzas asociadas son combatientes enemigos desleales que no tienen derecho a las protecciones que la Tercera Convención de Ginebra ofrece a los prisioneros de guerra”.

Los Convenios de Ginebra establecen “protecciones explícitas” para “todas las personas capturadas en un conflicto armado internacional, aunque no tengan derecho al estatus de prisionero de guerra”. El gobierno de Bush sabía que permanecer atado a las Convenciones pondría a los funcionarios en riesgo de ser procesados por crímenes de guerra. Así que se inventó un nuevo estatus para los miles de individuos que serían detenidos simplemente por estar en el lugar equivocado en el momento equivocado. Muchos de ellos fueron posteriormente torturados.

Eludir los acuerdos internacionales forma parte de la historia de Estados Unidos. Estados Unidos tardó 40 años en firmar la Convención sobre el Genocidio redactada tras la Segunda Guerra Mundial. Además mantiene una postura hostil hacia la Corte Penal Internacional (CPI) que persigue las violaciones de estas convenciones; en 2020, una orden ejecutiva de Trump criminalizó efectivamente al personal de la CPI tras las investigaciones sobre los crímenes de guerra de Estados Unidos en Afganistán (cabe señalar que Estados Unidos se apresura a utilizar la CPI para presionar a otros países cuando ello sirve a sus intereses). El argumento de que las convenciones contravienen la “soberanía nacional” es una cortina de humo; en realidad, todo se debe al temor de que el gobierno y el personal militar de Estados Unidos tengan que rendir cuentas por los crímenes de guerra, tanto en el extranjero como en el país.

Con la creación del nuevo estatus especial de “combatiente enemigo ilegal”, Bush aseguró a los críticos que los detenidos serían tratados “humanamente”, pero que no se aplicarían las Convenciones. Sin embargo, las técnicas de “interrogatorio avanzado” utilizadas por la CIA y el ejército no son nada “humanas”. Se describen en “Globalizing Torture», un informe de la Open Society Justice Initiative:

Estas técnicas incluían el “amurallamiento” (tirar rápidamente del detenido hacia delante y luego empujarlo contra una pared falsa flexible), el “rociado con agua”, las “posiciones de estrés” (obligar al detenido a permanecer en posiciones corporales diseñadas para inducirle malestar físico), el “estar de pie en la pared” (obligar al detenido a permanecer de pie con los brazos extendidos delante de él de forma que sus dedos toquen una pared a un metro y medio de distancia y soporten todo su peso corporal), el “confinamiento estrecho” en una caja, las “bofetadas” (abofetear al detenido en la cara con los dedos abiertos), la “sujeción facial” (mantener la cabeza del detenido temporalmente inmóvil durante el interrogatorio con las palmas de las manos a ambos lados de la cara), el “agarre de atención” (agarrar al detenido con ambas manos, una mano a cada lado de la abertura del cuello, y atraerlo rápidamente hacia el interrogador), la desnudez forzada, la privación del sueño mientras está encadenado verticalmente y la manipulación de la dieta.

Cuando se extendieron los rumores sobre los abusos, Bush se jactó de los éxitos de Estados Unidos en la captura e interrogatorio de “terroristas de alto rango” implicados en los atentados del 11S, argumentando que los métodos empleados estaban dentro del ámbito de la ley y, lo que es más importante, estaban produciendo inteligencia “crítica”. Un informe (altamente editado) del Comité de Inteligencia del Senado de 2014 sobre el Programa de Detención e Interrogatorio de la CIA desmintió esa afirmación: “El uso por parte de la CIA de sus técnicas de interrogatorio mejoradas no fue un medio eficaz de adquirir inteligencia ni de obtener la cooperación de los detenidos”.

El sentido común dicta que no hay diferencia entre “interrogatorio mejorado” y “tortura”, como atestiguan los antiguos interrogadores, los grupos de derechos humanos y las convenciones internacionales. Sin embargo, para el imperialismo estadounidense, cualquier “inteligencia” –buena o mala– puede ser utilizada para justificar la guerra interminable, que era cada vez más impopular en el país. Una pieza de esa “mala inteligencia” fue que el presidente de Irak Saddam Hussein poseía “armas de destrucción masiva”.

La invasión de Irak y la prisión de Abu Ghraib

Invadir Irak estaba en la agenda de demócratas y republicanos desde mucho antes del 11S, pero los atentados les dieron una justificación conveniente para poner en práctica los objetivos de un floreciente movimiento neoconservador. Después de la Guerra Fría, surgió una nueva ideología del Project for a New American Century (PNAC, Proyecto para un Nuevo Siglo Americano), un think tank neoconservador que abogaba por una política exterior fuertemente intervencionista y de “claridad moral” para asegurar la hegemonía global de Estados Unidos. Para los neoconservadores, Oriente Medio en particular era una región estratégica para la intervención que ganaría los “corazones y mentes” de los ciudadanos reprimidos y ganaría la “guerra de ideas” difundiendo el “ideal americano” de la democracia. Se trataba de otra cortina de humo para instalar nuevos regímenes títeres más flexibles que promovieran los intereses del capital estadounidense en la región rica en petróleo.

El 19 de marzo de 2003, Estados Unidos lanzó sus primeras bombas sobre Bagdad. Bush anunció que no tenía otra opción que invadir la nación soberana, citando afirmaciones infundadas de que Irak poseía armas de destrucción masiva y que Saddam Hussein suponía una amenaza para Estados Unidos, todo ello envuelto en una falsa narrativa de la implicación iraquí en los atentados del 11S.

Tras la invasión, las fuerzas estadounidenses y de la coalición tomaron el control del complejo penitenciario de Abu Ghraib y comenzaron a retener allí a presuntos “combatientes” sospechosos de terrorismo. En 2004, la prisión albergaba a casi 8.000 detenidos. Los informes de investigación empezaron a detallar terribles relatos de tortura y humillación en la prisión por parte de miembros del servicio estadounidense y contratistas civiles. El informe de Amnistía Internacional reveló que los prisioneros habían estado expuestos a un calor extremo, no se les había proporcionado ropa y se les había obligado a utilizar zanjas abiertas como letrinas. También habían sido torturados con métodos que incluían la negación del sueño durante largos períodos, la exposición a luces brillantes y música alta, y la inmovilización en “dolorosas posiciones de estrés”. En 2004, el informe de Taguba corroboró las denuncias anteriores. Existen informes adicionales sobre humillaciones sexuales, violaciones y métodos que provocaron la muerte de al menos un prisionero.

Varios militares y contratistas civiles fueron lo suficientemente audaces como para posar para sus fotos frente a horribles escenas de abuso: una pirámide humana hecha con prisioneros desnudos, reclusos amenazados por grandes perros y prisioneros con correas obligados a arrastrarse como si fueran perros. Varios militares fueron sometidos a un consejo de guerra por maltratar a los detenidos, un crimen de guerra según la Convención de Ginebra. La mayoría de los que fueron condenados recibieron poco más que bajas deshonrosas y algunos años de prisión, y muchos obtuvieron la libertad anticipada. No se acusó a ningún oficial; el soldado de mayor rango era un sargento de primera. Todo el incidente contrasta fuertemente con los más de 3.000 afrodescendientes estadounidenses que cumplen cadena perpetua por posesión de cannabis.

La guerra de ocho años en Irak fue un trágico ejemplo del carácter del imperialismo estadounidense. Además de los 600.000 o más muertos, el vacío de poder y el sentimiento antiamericano que dejó, la desestabilización de Estados Unidos creó un caldo de cultivo para el mismo terrorismo que “pretendía” erradicar, no solo del tipo del “islamismo radical” sino también motivado por el puro odio al imperialismo estadounidense y sus crímenes. Los abusos y la destrucción dejados por las fuerzas estadounidenses empujaron a muchos a los brazos del Estado Islámico (ISIS), que ocupó la ciudad iraquí de Mosul en 2017.

Rendiciones extraordinarias

Al mismo tiempo que se sacaba a los prisioneros de las zonas de conflicto, la CIA también puso en marcha un programa de caza mundial de individuos fuera de ellas que pudieran tener información sobre los atentados del 11S. Para encontrar, secuestrar y torturar a estos sospechosos, tuvo que asociarse con docenas de países y compañías de aviación privadas.

Para ampliar su alcance fuera de los límites de la ley, la CIA creó una especie de red mundial de prisiones clandestinas o “sitios negros” donde torturaba secreta y sistemáticamente a los sospechosos de terrorismo. Esta práctica, que llegó a conocerse como “rendiciones extraordinarias”, fue definida por la ACLU como “la práctica de secuestrar o capturar personas y enviarlas a países donde corren un alto riesgo de ser torturadas o maltratadas en los interrogatorios”.

Como forma de eludir las repercusiones legales, Estados Unidos subcontrató gran parte de esta empresa criminal a otros países. La CIA se apoyó en gobiernos extranjeros para llevar a cabo los interrogatorios y realizar las torturas, bajo la supervisión estadounidense. Contrató a empresas privadas de aviación para transportar a los prisioneros hacia y desde estos lugares negros en países como Siria, Irán, Jordania y Egipto.

Estados Unidos nunca ha publicado una lista oficial de los países que participaron en su programa de entregas extraordinarias, pero se sabe que hasta 54 países participaron en el plan.

Recordar a todas las víctimas

Mientras recordamos a las casi 3.000 personas que perdieron la vida durante los trascendentales y horribles atentados del 11S, no debemos olvidar a los cientos de miles que murieron como consecuencia de la “guerra contra el terror” del imperialismo estadounidense. De los más de 900.000 muertos, más de 364.000 eran civiles y más de 5.000 eran miembros del ejército estadounidense, muchos de ellos reclutados en comunidades negras y latinas pobres. Estas cifras no incluyen las numerosas muertes indirectas que la guerra contra el terror ha causado por enfermedades, desplazamientos y pérdida de acceso a alimentos y agua potable. Mientras tanto, cuarenta prisioneros siguen recluidos en Guantánamo, sin haber tenido nunca un juicio justo.

Durante los 20 años transcurridos desde el 11S, el imperialismo estadounidense ha utilizado su poderío militar para mantener su hegemonía mundial, reforzar sus pretensiones de obtener petróleo en Oriente Medio y enriquecer a los capitalistas estadounidenses, especialmente a los que se benefician directamente de hacer la guerra. Sus ataques globales han matado y mutilado a personas, han dejado a los países tambaleándose y han destruido el medio ambiente. Todos los actos del imperialismo estadounidense, incluso los que no entran en las definiciones “oficiales” de varias convenciones internacionales, son crímenes de guerra. Con el tiempo, la clase obrera mundial llevará al imperialismo estadounidense ante la justicia por estos ataques globales.