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Por Diego García Ríos

El Estado focaliza —una vez más— en la responsabilidad individual y en las acciones hogareñas. Sin embargo, hay una explicación estructural (cambio climático) y otra nacional (sojización) que nos permiten analizar la proliferación del mosquito Aedes Aegypti con mayor profundidad. Es imprescindible comprender a los ambientes de manera sistémica e implementar, en consecuencia, políticas sanitarias con sentido territorial.

Sobre la complejidad de los ambientes

Una analogía para abordar la situación: los ambientes son como esos juegos inflables donde, a menudo, los niños se divierten en los cumpleaños. Mientras saltan y se hunden en una parte, ese aire se compensa indefectiblemente en otro lado, amplificando la masa en el extremo opuesto. La idea es, en términos cerrados, buscar el equilibrio para sostener la estructura.

Con los ambientes sucede algo similar. Con la diferencia de que se trata de sistemas complejos, abiertos, muchas veces frágiles y donde la intervención humana puede suponer, en algunos casos, un daño irreversible.

¿Ejemplos? Sobran. El agujero de ozono, con epicentro en el Polo Sur, fue ocasionado por emisiones de clorofluorocarbonos y óxidos nitrosos provenientes del Norte global. La lluvia ácida es producto de la emanación de gases de zonas industriales y es precipitada en espacios rurales a causa de la difuminación de los vientos. Una represa hidroeléctrica retiene agua para riego en Brasil y la cuenca baja del Paraná se queda sin el recurso hídrico en Argentina. El agente naranja: un potente químico utilizado por Estados Unidos durante la guerra de Vietnam para desfoliar la densa selva y así descubrir los escondites del Vietcong, generó malformaciones en niños durante décadas. Y así podríamos seguir hasta pasado mañana.

Acción-reacción. Explotación-respuesta. Intervención aquí-consecuencia allá. “Desarrollo” en un espacio y penurias en aquel otro. Las relaciones dialécticas que, como sociedad, establecemos con la naturaleza en el marco del capitalismo, son un tanto conflictivas.

Además de no cubrir “nuestras” necesidades —las de las mayorías—, sucede que muchas veces se explora, se explota, se utiliza mano de obra y se contamina para satisfacer el onanismo de unos pocos (podemos ver el circuito del oro para dar con un ejemplo). Porque, vamos a decirlo de una vez por todas, el mal manejo de los bienes de la naturaleza o la miopía en la lectura ambiental no obedecen a un desconocimiento ingenuo ni a una externalidad no deseada; sino que responde a una lógica estructural, a una ética centrada en la rentabilidad económica de corto plazo.

Sobre el dengue y su relación con los ambientes

El primer caso registrado de dengue en Argentina fue en 1916. Pasaron muchas décadas donde no fue noticia y casi no hubo infectados, hasta que en 1997 se vuelven a dar casos en el país por el ingreso de personas procedentes de Bolivia, cuando se reinsertó la problemática hasta nuestros días.

Todos los años, durante los meses de verano (y no tanto), leemos cifras cada vez más preocupantes de personas infectadas por el mosquito Aedes Aegyptiy; somos espectadores de una serie de recomendaciones que el Estado nacional o provincial, mediante propaganda oficial —este año el Gobierno nacional suspendió la pauta por lo que no realiza campañas de concientización en medios de comunicación—, nos aconseja que llevemos a cabo en las tareas domésticas para que el insecto no se reproduzca.

Sabemos que el mosquito, hoy por hoy, es eminentemente urbano. Por eso debemos evitar dejar agua estancada en cualquier recipiente donde pueda dejar sus huevos. Eso está muy bien y hay que hacerlo, pero tenemos que ir un poco más atrás para entender el problema.

El Aedes Aegypti construye su ambiente de reproducción y acción en lugares cálidos y húmedos. Si maximizamos esa lógica, podríamos decir que esas condiciones han imperado, en términos naturales, en el litoral, el Chaco húmedo y las yungas. Sin embargo, si observamos el “mapa del dengue” de los últimos años, podemos identificar que la región del contagio se ha expandido hacia otros territorios, donde históricamente el insecto no revolaba ni de cerca. Y aquí es donde es importante centrar tres reflexiones para el debate: una estructural, otra territorial y una última sobre políticas públicas.

Estructural: el cambio climático como escenario

El cambio climático es una realidad, por más que ciertos personajes de la política nacional e internacional se esmeren en desconocerlo. Entre otras consecuencias, identificamos el borramiento de los límites entre las estaciones, temperaturas extremas y precipitaciones (o sequías) apocalípticas. Trasladado a la realidad que estamos relatando, el problema del dengue no lo hallamos solo en los meses de verano ni es exclusivo de las regiones subtropicales del país, sino que se encuentra más difundido en tiempo y espacio.

Vuelvo al juego del inflable: una situación sobre la que son responsables —primordialmente— los países, empresas y modos de consumo del Norte global, termina repercutiendo en territorios de países que no tienen tanta injerencia en las emisiones de gases de efecto invernadero a la atmósfera.

Territorial: el rápido reverdecer del dengue

En la cadena trófica, los principales depredadores del mosquito son los anfibios, peces y arácnidos, quienes han visto reducida su población sustancialmente debido al uso de agrotóxicos en los espacios rurales, los cuales son letales para ellos. Esta pérdida de biodiversidad, que no es solo un problema local sino internacional, se debe a prácticas intensivas de agricultura industrial, altamente tecnificada y con gran uso de herbicidas. En Argentina, el cultivo más extendido que representa dicho paradigma es la soja transgénica: «La sojización mantiene una doble línea de influencia sobre la expansión del dengue. Por un lado, el complejo de agrotóxicos utilizados para el sistema de la Siembra directa-soja transgénica, se basa en el uso masivo de glifosato, endosulfán, clorpirifos, 2-4D, atrazina, paraquat y otros pesticidas. Todos poseen una fuerte acción devastadora sobre la población de peces y anfibios, predadores naturales de los mosquitos, transmisores del dengue y la fiebre amarilla», escribió en 2009 el investigador y activista Alberto Lapolla.

Si comparamos el mapa de la superficie sembrada de soja en Argentina con el de casos de dengue en este 2024, nos encontramos con una —no tan llamativa— sorpresa. Basta con superponer ambas cartografías para dar cuenta de la coincidencia entre las provincias donde se desarrolla el cultivo en mayor medida y la cantidad de afectados en centros urbanos cercanos.

El biólogo Raúl Montenegro, premio Nobel Alternativo y titular de la Fundación para la Defensa del Ambiente sostiene: “El mapa de los desmontes y monocultivos, muy especialmente de soja, y el mapa de la enfermedad, tienen sugestivas coincidencias. Los ambientes simplificados a fuerza de topadoras, plaguicidas y malos gobiernos crearon condiciones propicias para la expansión desenfrenada del vector. Irónicamente, cada vez que en algún sector urbano se pulveriza plaguicida desparece una parte de la población adulta de Aedes Aegypti. Pero también mueren insectos y arácnidos que ayudaban a reducir sus poblaciones. La pulverización puede incluso destruir los organismos acuáticos que consumen larvas de mosquito”.

Al tener menos predadores naturales y al sostenerse temperaturas y precipitaciones acordes al verano, el Aedes Aegypti «campea a sus anchas» y se reproduce en ambientes urbanos, afectando a la población que allí vive. Seguimos con el paralelismo del juego infantil: fumigaciones en el campo, repercusiones en la ciudad.

Política pública: la necesidad de atender las causas antes que las consecuencias

Frente a la andanada de casos de dengue en nuestro país, el Estado pareciera aplicar las mismas recetas de siempre, con el agravante de que, como sucede con otros temas, el gobierno central desatiende el problema echando culpas a la administración anterior o diciendo que la vacuna es tardía y tiene dudosa efectividad. Se suma a una nula difusión de recomendaciones en los medios de comunicación y la decisión de no afrontar una campaña de inoculación (con impresentables argumentos por parte del vocero presidencial).

Pedirle a un gobierno de negacionistas que nos cuide es un oxímoron. Pero no se debe claudicar en el análisis interpretativo y holístico para comprender el fenómeno en términos sistémicos: las acciones individuales son importantes, pero no alcanza con ellas.

Para afrontar el problema es imprescindible que las políticas públicas no sean solo sanitarias, sino de gestión territorial y de prohibición del uso de agrotóxicos en los espacios rurales para garantizar el cuidado de los ecosistemas y recuperar la senda de las cadenas tróficas. Con esta perspectiva no solo se construirá una mirada ambiental más armónica, sino que hasta se ahorraría en presupuesto público. Solo falta decisión política.

*Profesor de geografía, escritor y editor de Geografías en Disputa.

**Edición: Darío Aranda.