Por Mercedes (Mechi) Méndez (Agencia Pelota de Trapo).- Lo conocí aproximadamente en enero de 2020, fecha en que la pandemia era apenas una noticia de un mal muy lejano que parecía que nunca llegaría a estas tierras. Me convocaron para asistir a Tomás, un preadolescente con un tumor severo en su pierna. El mal lo acorralaba de cerca desde hacía unos pocos meses y, casi como en sintonía con la pandemia que luego nos visitara para quedarse, le cambió la vida para siempre a él en primer lugar, a sus padres separados, a su hermanito más pequeño, a su hermanastra mayor.
La interconsulta era porque se estaba complicando un poco su asistencia. “Chico difícil” es un mote un tanto común cuando el enfermo se resiste a su manera —enojo, gritos, insultos, indiferencia— a tratamientos, internaciones, aislamientos, dolores… Como si hubiera un manual explicativo con formas para ser un “buen y equilibrado paciente”.
¿Cuál es la manera adecuada de afrontar una enfermedad tan avasallante cuando tenés la vida por delante y de pronto se te trunca? Siempre me lo pregunto cuando la palabra “difícil” o una similar aparecen en escena ante la atención de un paciente o su familia, ¿cómo actuar ante lo desconocido, lo atemorizante, ante lo inesperado, ante lo incierto? Me sigo preguntando.
A poco de conocerlo, pudimos vincularnos. Junto a un equipo interdisciplinario, algunos con más llegada a Tomás que otros, pudimos ir trabajando —entre recursos farmacológicos y no farmacológicos o complementarios— en la aceptación, el alivio y, sobre todo, el acompañamiento.
Como enfermera, considero que la presencia, el contacto, la comunicación verbal y no verbal, la escucha atenta, entre otras cosas, son indispensables para llegar, o al menos para acercarnos, a buen puerto. Llegar a buen puerto en Cuidados Paliativos a menudo es lograr un buen control de síntomas, tanto físicos como emocionales o espirituales, acompañamiento y confort antes de morir.
La pandemia
Al poco tiempo de comenzar a atenderlo (¿un mes? ¿dos?), se instaló de este lado del océano la pandemia y todo cambió, también para nosotros, los agentes de salud. Nadie sabía mucho; más precisamente, sabíamos poco o casi nada.
Más allá de las medidas del confinamiento general, había que trabajar, salir, exponerse igual; nos decían que éramos “esenciales”, nos aplaudían. De pronto había que protegerse, los elementos eran pocos y malos, había que reclamar, además de todo. Y contener y seguir. Y cuidarse y cuidar a la familia, a los amigos, a los afectos. Y viajar en colectivo. Y el alcohol y la lavandina. El alcohol y la lavandina que —especulación mediante— fueron escondidos y no se conseguían tampoco. Y no tocarnos. Y estar distantes.
Las nuevas directivas de asistencia: uso de EPP (equipos de protección personal) que constaban de camisolines, pantallas o antiparras, guantes, barbijos, gorros, botas, y distancia de un metro y medio o dos. Claro, era cumplir esas directivas o arriesgarse a contagiar o contagiarse ese virus que no sabíamos de qué se trataba, pero provocaba mucho temor. Los estragos por donde había pasado eran reales.
Y había que seguir atendiendo. Atendiendo a Tomás en este caso, y a su familia. Pero… ¿cómo vincularme a dos metros de distancia con un niño y su familia próxima a perderlo? ¿Cómo escucharlos con una pantalla que no me lo permitía? ¿Cómo relacionarme, aunque sea de manera visual, con antiparras que se empañaban a la primera exhalación? ¿Cómo no tocar piel a piel, con los beneficios que produce el tacto? ¿Cómo no abrazar, no sólo en casa, sino allí en la asistencia?
Así, de manera artesanal, entre miedos, lágrimas e incumplimiento de medidas de protección, como quitarme la antiparra para limpiarla y lograr ver, o hablar a 30 o 40 centímetros de distancia para poder escuchar y no hacer repetir frases que eran únicas, delicadas y que, por su contenido, era difícil pedir que fueran pronunciadas nuevamente, fui andando, hasta ese día. El último de Tomás. Ese día, permanecí en la habitación el tiempo que fue necesario para que Tomás pudiera morir, a pesar de todo lo que afuera acontecía, de la manera más cuidada y aliviada posible, si es que hay una manera “aliviada” para que un niño muera.
En presencia de ambos padres que lo habían acompañado por separado —pero juntos al fin—, en ese momento, tras constatar junto a los médicos el final, luego de estar presente durante un tiempo más del “recomendado” en una habitación por todos esos expertos internacionales que poco sabían aún al respecto, después de haber realizado los cuidados post mortem de ese cuerpo tan castigado, casi sin aviso, su mamá se me abalanza y me da un tremendo (y prohibido) abrazo, solloza, se afloja y agradece por todo lo hecho por Tomás, que aún yacía ahí, en la cama a nuestro lado. Por supuesto, fue un momento tremendo, fuerte —como suelen ser las muertes infantiles—, atravesado además por todo ese contexto, que invadió toda mi vida de una emoción incontenible.
Ese abrazo prohibido y apretado, con palabras afectuosas mutuas al oído (de mi parte también, de contención y reconocimiento de todo el cuidado que le había ofrecido a su hijo), fue de las situaciones más fuertes, tristes, pero a la vez ambiguamente energizantes y reparadoras que me tocó vivir en toda esta locura que hace casi dos años estamos viviendo y trastoca nuestras vidas.
Instantes después, por varios días y aún hoy, me pregunto: ¿quién abrazó a quién? ¿Quién necesitaba dar/recibir ese abrazo?
Dicen que la manera en que una persona muere interfiere o afecta el después de los que lo sobreviven para elaborar ese duelo.
Hace pocos meses hizo un año —ya un año— de esta escena que en pocas líneas y con mucha emoción, narro aquí.
Por esos días, en un estado de WhatsApp, vi que la mamá, la del abrazo prohibido, lo recordaba a Tomy. Lo rememoraba hermoso, como había sido antes de ese huracán que se llevó su vida, con imágenes y palabras muy vivaces, como él había sido siempre, cuando la enfermedad aún no había atravesado todo como un rayo.
Crucé unos mensajes con ella y percibí que no se había quedado encerrada sólo en esa etapa triste y final.
Pensé entonces que haber sorteado de la mejor manera esa incertidumbre y miedo —el mío— evadiendo algunas indicaciones, en función de que siguiera prevaleciendo el cuidado y el afecto por “ese otro”, había valido la pena para que la despedida de Tomás ocurriera de la manera más aliviada y acompañada posible en medio de todo este lío que aún perdura y lograr así que su familia pudiera tener un después con recuerdos de sonrisas y no sólo de llantos en su proceso de duelo.
Sentí entonces que, a pesar de todo, fue una misión cumplida. Nada más, pero nada menos.
(*) Licenciada en Enfermería.
Unidad de Cuidados Paliativos Pediátricos (UCPP)
Hospital Juan P. Garrahan (CABA)
MÁS HISTORIAS
“El modelo minero se impone con represión”
La fiebre del litio deja pueblos sedientos
Proyecto minero Calcatreu: viaje al corazón de la disputa por el territorio