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Ante la peor avanzada reivindicativa de los mayores criminales de la historia, Ana y Elsa se suben al subte y relatan a los pasajeros ese retazo de vida. El secuestro y la tortura de Elba y la desaparición de Esther Careaga, abuela de Ana, arrojada viva al mar. Soportan las amenazas y los insultos. Y hacen la memoria otra vez.

Por Silvana Melo –

Cuarenta años de una democracia tan descuidada que parece enferma. Deshilachada, herida en el costado, ahí donde parecía fuerte. A los cuarenta años del sistema, cuando se supone que se llega a la adultez con la experiencia y lo mucho por vivir, hay este retroceso feroz. Una herida que se abre brutalmente entre las uñas de los que asoman de la oscuridad. De los que llegan a negar el horror. De los que desconectan el sol y cierran las ventanas. Pero que no cuentan con el coraje de aquellos a los que les marcaron a fuego la carne y la sombra. Para siempre.

Como Ana Fernández, hija de Ana María Careaga, nieta de Esther Ballestrino de Careaga. Que ante la peor avanzada reivindicativa de los mayores criminales de la historia, se sube al subte y relata a los pasajeros ese retazo de vida. El que le abrió la cicatriz desde la panza de su madre hasta un presente quebrado a la raíz. Cortado en dos por la grieta más lacerante. La que divide este mundo entre quienes abrazan la memoria, la verdad y la justicia y quienes celebran la tortura, la desaparición y la muerte.

Ana Fernández se queda parada en el vagón de la Línea A de Subte y se anima y abre la boca. “Les pido disculpas. Estoy un poco nerviosa”. Son pocos. Les cuenta que nació en Suecia, donde pudo exiliarse su madre. Que a su madre la secuestraron embarazada a los 16 años. Que cumplió 17 en un centro clandestino de detención. Que su abuela Esther Ballestrino de Careaga salió a buscarla con el resto de las Madres. Que se juntaban en la iglesia de la Santa Cruz. Que las secuestraron a todas y las tiraron vivas al mar. Que el Tigre Acosta es uno de los genocidas más crueles de esta historia y convoca a votar a Milei. Que ella vive como puede ese peso como una mochila de piedras en la espalda. Y en todas las esquinas del cuerpo donde le quedaron las secuelas de la tortura feroz a su madre mientras ella estaba dentro.

Los pasajeros son pocos. Están en su mundo. Algunos mastican el discurso de los que avalan el terror. Otros son indiferentes. El resto la aplaude con los ojos húmedos. Como a Elsa Lombardo, en el subte de la Línea B. Sobrevivió a los centros clandestinos de detención el Banco y el Olimpo. Tiene más de 70 años y se para sosteniéndose de la baranda para hablarles, a un lado y a otro. Les dice de qué infiernos salió. Les dice que la dejaron viva por sorteo. Les dice que habla por ella y por los miles y miles que no están. Aquellos de los que no quedó un solo huesito para sembrar. Y ella está ahí. Y les habla. Y no le importan las amenazas, el odio que brota como nunca se pudo imaginar. A Ana Fernández y a Elsa Lombardo no les importan que las insulten, que les escriban en las redes que hacen falta falcon verdes, que las desprecien, que les glorifiquen a los genocidas y que les prometan la muerte. Otra vez y otra vez.

Porque pasaron cuarenta años y el odio está intacto. No se aprendió nada. Y están ellos a punto de presidenciar gracias al voto de millones. Esos millones, muchos más que los treinta mil que suelen volver en las alas de las mariposas naranjas y negras a reconocer esta tierra regada con su sangre. A avisarnos enciende los candiles que los brujos piensan en volver / a nublarnos el camino y los vemos ya, volviendo. Ya los vemos. Con los candiles encendidos. Y Ana y Elsa haciendo otra vez la historia en los vagones del subte.