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Jugador y guitarrero, afilado con la palabra y también con el puñal, se lo veía llegar a las pulperías y almacenes de ramos generales allá por los años treinta. Alto, cabal, con el alma comedida, así lo describían los concurrentes a esos espacios de sociabilidad de otros tiempos.


Siempre pagaba sus deudas, algo llevaba en sus aperos: chucherías y alguna moneda de plata para honrar sus compromisos.


Luis Acosta García se llamaba el payador, de verso amable y corazón generoso. Cuando ganaba había rueda de ginebra para todo el mundo, y si perdía pagaba, aceptaba una copa y se iba sin hacer ruido.


Una vez, al encontrarse sin con qué pagar ofreció al vencedor su muerte en pago. Éste aceptó el ofrecimiento, pero maliciando algo raro sólo la tomó en concepto de prenda.


En otra ocasión jugando contra Washington Moraes, conocido tahúr oriental (de allende el Río de la Plata) volvió a perder y ofreció el mismo pago. El desconfiado yorugua guardó simbólicamente el pago en una cajita blindada, que por lo que sabemos nunca abrió.


Diferente fue el destino del turco Solimán Mohadeb vendedor de peines y peinetas en los pueblos de la campaña bonaerense. La partida de truco tuvo lugar en la localidad de Salto.


El turco, apurado por cobrar a como diera lugar, se llevó la tercera muerte del gaucho, y tomó posesión en la puerta de la pulpería. Murió aplastado por un camión repartidor de soda. Su estampa quedó impresa en la pared sin ochava de la esquina, lugar conocido en adelante como “la esquina del Turco”.


En el año 43´ don Luis bajó para Buenos Aires, y pulsó su guitarra en la conocida pulpería de la parroquia de Santa Lucía. Allí cautivó a la pulpera, cuarta generación de aquella rubia y de ojos celestes y del payador de Lavalle que se la llevó en ancas. Esa noche nuestro hombre no durmió solo, y la joven pulpera nunca olvidó el arrullo sentimental de la guitarra.


En el 48´ cuentan que anduvo por Gualeguaychú. Que allí se acercó Río Uruguay, que el lomo del animal brillaba a la luz de la luna, hasta que un oscuro lazo de niebla lo pialó junto al barranco. Por más que lo nombró, que lo llamó, parecía que al alazán se lo hubiera tragado la tierra.


Los paisanos del lugar que se enteraron de la historia generosamente le regalaron caballos. De los cuales tomó cuatro pingos todos negros. Siempre había soñado tener tropilla de un solo pelo.


Hace unos años cuando lo encontré en un almacén y bar de San Antonio de Areco me hizo la siguiente confesión: “Mire don Taglia, tengo que decirle algo. Es usted una persona que escucha más de lo que habla y eso me da confianza. Además, las verdades si no se dicen se van pudriendo por dentro y matan a los que las guardan. Resulta ser que el alazán no cayó al barranco. En un momento, cuando parecía perdido, la luna le mandó una luz, como un camino por el que mi caballo galopó y galopó. En noches de luna llena aún lo veo feliz y liviano galopando en el Astro”.


“Además hay otra cosa que debo contarle. Una noche sin luna y sin estrellas, sin nubes y sin lluvia, estaba yo a mitad de camino entre Chivilcoy y Junín, tomando unos mates, abrigado con mi poncho y una humilde fogata.


Fue entonces que se me aparecieron dos personajes: Tata Dios y el mismísimo Diablo.

-Bienvenidos, les dije, ¿gustan un amargo?

– Nada de mates ni de vicios, me respondió Tata Dios

-Hablá por vos, dijo el maligno-, quien inmediatamente aceptó un mate con unas gotas de ginebra.

-Es para no perder la temperatura corporal- Se justificó

Pero en algo parecían estar de acuerdo:

Casi al unísono me dijeron:

-No puede usted, un simple mortal, una nada en medio de la nada, alterar el orden del mundo.

Pague esas dos deudas y recupere las dos muertes que debe.

A cambio le garantizamos vivir hasta los ciento cuatro años, demasiado para un gaucho.

Acepté y aquí me ve”.


Terminamos las copas y me despedí de él.


El 24 de noviembre de 2024, justo a los ciento cuatro años, don Luis Acosta García dejó de respirar.