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Desde que tengo recuerdos (y de esto hace muchos años, no sólo por mi edad, sino también por mi memoria prodigiosa), escucho a la oligarquía agraria (oligarcas- agrarios, ergo “agrogarcas”, con todas sus connotaciones populares) quejarse… quejarse de llenos, como dice la sabiduría popular.

Desde que tengo memoria -y los archivos periodísticos no me dejarán mentir- los escucho, año a año, diciendo que “no da para más”, que la sequía, que la inundación, que el tipo de cambio, que la carga impositiva, que esto y lo otro… entonces, consiguen subsidios a medida, millonarios por supuesto y siempre ganan.

Cuando era chica y les creía, me preguntaba por qué no se dedicaban a otra cosa si tanto sufrían por la Patria, la empatía se fue convirtiendo primero en duda, luego en sospecha y más tarde en contradicción lógica y política… Ahora sé que no hay nada más redituable que constituirse en un “agrogarca quejoso”.

Notemos, sin ir más lejos, que destrozan el ecosistema con el monocultivo (principalmente de soja pero no solamente) y luego se desgañitan quejándose de la sequía que ellos mismos provocaron (en conjunto) con los desmontes masivos. La importancia de la vegetación en el ciclo de la lluvia también lo conocemos desde que tenemos memoria…

Pero se quejan de la sequía -que ellos mismos provocaron, insisto- como si se tratara de un fenómeno sobrenatural ajeno a su alcance pero que, por supuesto, el Estado les tiene que subsidiar. El Estado que detestan a la hora de pagar o de evadir impuestos y que tildan de “planero” cuando en vez de solventar sus suculentas ganancias pone en la mesa de los pobres el plato de comida que los agrogarcas les quitan, a través de los precios calculados en moneda extranjera.

Un Estado que se enfrenta a ese monstruo bifronte de hambre de las mayorías y ricos subvencionados por el Estado… que no es otra cosa que el capitalismo, donde siempre, siempre, los que más ganan son los que más beneficios reciben, a pesar que (o justamente por) nos quieren hacer pensar lo contrario.