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Eran tiempos de calles de tierra, zanjas, chatas y carros en el viejo Moreno de la década del 10, del siglo pasado.

Las diversiones eran escasas, los lugares de reunión y esparcimiento eran los almacenes y fondas, entre los que se destacaba el almacén El Progreso, de Domingo Piovano, de gran popularidad. 

En especial en fechas patrias, sus mesas se colmaban de clientes, que llenaban la noche de algarabía, humo de tabaco, grapa, caña y naipes.

Ubicado en la esquina de Belgrano y Merlo (donde hoy está la comisaría), El Progreso fue inaugurado en 1891, era un imponente edificio de unos ocho metros de altura, con paredes de 45 cm, montado en barro.

Su prestigio no solo se debía a las amenas y entretenidas partidas de truco, bochas y taba que allí se disputaban, sino porque el lugar era frecuentado, con no mucha frecuencia, por payadores y cantores, algunos alcanzaron gran fama, entre ellos Gabino Ezeiza, Luis Acosta García, Jose Bettinoti, Martín Castro y Carlos Gardel.

La presencia de un guitarrero y cantor era toda una atracción, que se anunciaba días antes mediante carteles manuscritos, colocados  en el interior del comercio y los mismos clientes lo divulgaban.

Canto y guitarra eran de interés general y auguraba una velada inolvidable.

Llegada la ansiada noche, una gran concurrencia de hombres solos, unos llegados en carros, sulkys, otros a caballo colmaban las instalaciones del boliche. La retribución del cantor era siempre magra, era lo que podía recolectar entre los asistentes, pasando un plato.

En esos años «el pibe Carlitos» tenía un repertorio de estilos y valses criollos y vidalitas.

En su obra La Sombra del Ombú, Marcos Bianchini rescata tres breves anécdotas del paso por Moreno, de quien llegaría a ser el máximo exponente del tango.

En una oportunidad, un hombre de campo,  guiado por su entusiasmo, luego de haberlo complacido Gardel, al repetirle el estilo Amargura, se levantó de su asiento, echando mano a su bolsillo y dirigiéndose al cantor, introdujo en la boca de la guitarra, un billete de diez pesos.

En otra ocasión, Gardel y Razzano debían actuar en Merlo, por algún inconveniente no pudieron hacerlo y decidieron continuar hasta Moreno donde se realizaban romerías al aire libre. 

Arribó el dúo sin previo aviso y todo el pueblo estaba en la fiesta, enterados de su llegada, no faltó quien los invitara a cantar, los dos jóvenes rodeados de un grupo de personas sacaron sus instrumentos y dieron inicio a su repertorio, la gente en masa se volcó a escucharlos, quedando la romería sin público, teniendo la comisión de fiestas que pedirles a Gardel y Razzano que hicieran el favor de retirarse, de lo contrario no salvarían ni los gastos.

Por último, se encontraba Gardel cantando en El Progreso, entre los presentes estaba un soldado conscripto, guitarrero y cantor, acompañado de un grupo de amigos que insistían para que cante y así tener la oportunidad de ser escuchado por Gardel, quien le cedió amablemente su guitarra y escuchando con atención, lo felicito por el hábil manejo del instrumento.

Mientras el soldado cantaba a Gardel le llegó la hora de retirarse, obligado por el último tren del día.

El joven quiso devolver la guitarra, pero Gardel sin vacilar le contestó, «No, faltaba más. Está en buenas manos, siga deleitando con sus canciones a esta amable concurrencia»

El dueño del negocio quedó con el compromiso de devolver la guitarra al día siguiente.