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Ni hombre de la calle, ni gente, ni hombre común –

Por Sergio Tagliaferro * /

Tiberio Sempronio Graco y su hermano Cayo Sempronio Graco fueron líderes de las clases populares (Tribunos de la Plebe) entre los años 133 AC y 122 AC, durante la República Romana.

Proponían repartir las tierras y otorgar ciudadanía romana a todos los itálicos, premiar con un terreno y derechos ciudadanos a los soldados rasos que habían combatido por Roma.

Estos dos líderes, de familia patricia pero de convicciones más democráticas, lucharon contra los sectores más privilegiados de la sociedad romana, los patricios, los “optimates”, y a favor de las clases populares. Murieron asesinados por sus enemigos.

Años después un gladiador tracio, Espartaco, encabezó una formidable rebelión de esclavos en la Península Itálica. Murió crucificado.

La lucha por los derechos políticos y sociales de las mayorías continuó a lo largo de la historia de la humanidad.

Para entender cómo se juega esta confrontación en la actualidad es necesario precisar algunos términos.

Algunos apelan a la figura del “hombre de la calle”, o al “hombre común” o a la categoría de “gente”.

Me gusta más la definición de ciudadano de a pié.

El “hombre de la calle” aparece opinando como lo hace “la calle”, o sea adhiere a un “sentido común” consagrado por quienes tienen las herramientas para forjar ese pensamiento dominante, de los que tienen los medios para imponerlo. Para hacerlo, cuentan con personajes travestidos de personas comunes, cotidianas, que usan un lenguaje vulgar con afirmaciones terminantes y cargadas de calificativos. El “hombre de la calle” se siente identificado con estos personajes, y por sintonía y economía de pensamiento, repite con igual o mayor contundencia el discurso falaz de los mediáticos a sueldo.

El “hombre común” no existe. Si algo tiene la condición humana como aspecto diferenciador es su carácter variopinto. El término “común” tiene algo de devaluado y amorfo. Se da de patadas con la rica diversidad de personas y personajes, de opiniones, de posiciones e intereses. Por lo tanto, el intento de legitimar una posición porque es lo que piensa “el hombre común”, no es más que una falacia.

La gente”: es un pérfido término usado por políticos, comunicadores, formadores de opinión. La “gente” es un término pre-político, forma de organización social de los albores de la civilización, fundada en vínculos de parentesco. La identificación con los que tenemos cerca y la confrontación con otras “gentes” nos introduce a formas políticas primitivas, con vínculos de pertenencia que se corporizan en la omertá mafiosa o en la retaliación (ojo por ojo, diente por diente)

Para las sociedades modernas, el término más adecuado para definir al miembro de la comunidad es la de ciudadano.

El ciudadano es sujeto de derecho. Como tal tiene derechos y obligaciones, responsabilidades, debe formar su propia opinión y participar de manera consciente en el ámbito de su comunidad. En un sistema democrático, elige y puede ser elegido.

La condición de ciudadano, y de ciudadana, no le vino de regalo a la humanidad. Es el resultado de un largo proceso que comienza en la antigüedad clásica y se perfecciona con las revoluciones burguesas y sociales de los últimos tres siglos de historia.

Tal vez el pensador que con más rigor abordó el tema de la ciudadanía fue Jean Jacques Rousseau (1712-1778). En el Contrato Social explica con claridad el principio de soberanía, que reside en el pueblo. Y se ejerce este principio a través de la “Voluntad General”. Vale la pena recordar que el Contrato Social y otros libros prohibidos en la época virreinal llegaron al Río de la Plata con sus hojas como envoltorio de mercancías. Mariano Moreno se ocupó de traducirlo al castellano.

Las sucesivas revoluciones del siglo XIX fueron incorporando nuevos componentes a las reivindicaciones ciudadanas. El desarrollo del capitalismo industrial y luego el financiero actualizaron las luchas populares agregando un fuerte contenido social, y también de proyección hacia nuevas utopías.

Durante el siglo XX las revoluciones sociales emancipadoras triunfaron en Rusia, en China, y en otros países donde se combinaban con gestas independentistas y antiimperialistas.

Los límites, defectos y carencias de estos movimientos no amengua su legitimidad de constituirse en un escalón progresivo hacia la elevación moral de la Humanidad y en unas construcciones socialmente más justas que las precedentes.

La segunda mitad del siglo XX encuentra a las luchas populares resignificadas con nuevos matices, con reclamos sectoriales, con peleas que se dan en el ámbito de los universos simbólicos y culturales. Me refiero a los movimientos juveniles de los años 60´y 70´, las luchas por la paz, contra las guerras imperialistas, por los derechos civiles, por los derechos de las minorías discriminadas, ecologistas y ambientalistas, por la aceptación de nuevas identidades sexuales y de género, del feminismo. En fin, nuevas cartas sobre la mesa que excedían la visión esquemática de la lucha de clases y que obligaron a los intelectuales a re-interpretar estas nuevas realidades. O sea, que cuando estudiamos Historia, no estamos estudiando lo viejo, sino lo nuevo que va apareciendo en la dialéctica del devenir humano.

De modo que hoy, y de aquí en adelante, en un escenario abierto, se siguen presentando nuevas formas de antiguas luchas. No es difícil posicionarse en él. Todo lo que contribuya, accione, impulse hacia un mundo más justo, más equitativo, más respetuoso de los derechos de todos y cada uno, que implique un reconocimiento del otro como tal, que movilice los principios de solidaridad y colaboración, un mundo que construya puentes y no murallas, será la causa de lucha de los justos.

* Profesor, Sergio Gustavo Tagliaferro