Espacio Publicitario

publicidad
publicidad
publicidad

Por Sergio G. Tagliaferro –

La Iglesia del pueblo era como un segundo hogar para Ángel Carrasco. Recorrió todo el escalafón, primero monaguillo, luego seminarista y finalmente sacerdote.

Vital, caminaba con el deseo siempre a flor de piel, y a flor de boca, siempre se le dibujaba una sonrisa. Su madre, sola en la vida, soñaba con ver a su hijo en el altar dando misa, escuchado por toda la gente, admirado.

El Padre Miguel, cura asturiano que había llegado al pueblo serrano en los años treinta, fue su mentor. Dogmático y enérgico, ocupó gran parte de su tiempo en corregir las inclinaciones demasiado mundanas de su delfín. Al niño le gustaban muchos las aventuras, remontar los arroyos, conocer las plantas y los animales de las sierras, y se maravillaba de cada detalle que encontraba en la naturaleza. Cada florcita, cada insecto era para él evidencia del milagro de la Creación. Y digámoslo también, le encantaba la comida casera, los juegos, los deportes y… las muchachitas con las que compartía bellos atardeceres. El padre Miguel le había encomendado a Ángel recoger las limosnas después de la misa ya que su simpatía hacía aflojar hasta a las manos más cerradas.

Thomas Mc Pherson llegó al pueblo a los once años. Su padre, geólogo escocés se había casado con una argentina, y a principios de los años cincuenta decidieron afincarse en Córdoba. El paraíso terrenal, llamaba el viejo Mc Pherson al pequeño pueblo serrano que habían elegido para vivir.

En la única escuela pública que había en el pueblo, se conocieron Angel y “el inglesito”. Compartieron aula, maestra y compañeros.

El escocés, a quien pronto sus compañeros lo bautizaron Tomás, hablaba un castellano perfecto, aunque conservó cierto acento que no se le fue con los años. Era el primero en las materias y en los deportes. Alto y delgado, despertaba suspiros entre sus compañeras de curso. Pero su introversión, su aplicación al estudio, sus preocupaciones teológicas y metafísicas lo alejaban de todo contacto con ellas. No salía los fines de semana, se quedaba estudiando o practicando música en su casa.

Ángel en cambio era popular. Buen compañero, siempre estaba dispuesto para escuchar y ayudar. Sin destacarse en nada en particular, participaba en todo: picnics, campamentos, torneos de fútbol, fiestas. Tenía un magnetismo especial que le permitía ser uno más, y a la vez, destacarse.

Angel y Robert se hicieron amigos. Compartían la misma fe religiosa, aunque desde perspectivas diferentes. Al cordobés le gustaba más profundizar con su coetáneo en los textos sagrados, que hacerlo con el cascarrabias Padre Miguel.

“Anda, pequeño hereje, que por mucho menos terminó Giordano Bruno en la hoguera”, le espetaba el sacerdote al joven Ángel, cuando éste le venía con visiones inmanentistas de la presencia de Dios en el mundo natural, y en la humanidad. “Cíñete a las escrituras y a las enseñanzas de los padres de la Iglesia, antes de sacar tus propias, apresuradas conclusiones” pontificaba el sacerdote.

Terminaron el secundario, y, las vueltas de la vida, se vieron poco en los años sucesivos.

En el momento del reencuentro Ángel se acababa de ordenar sacerdote, y por el retiro de don Miguel de la Parroquia, se hizo cargo interinamente de la misma. Volvió con la alegría de siempre, aunque cambiado. La vorágine del mundo había llegado al alejado pueblo serrano: el Concilio Vaticano segundo, la Opción por los Pobres, los nuevos aires que oxigenaban a una Iglesia hasta entonces alejada del pueblo, obraron como un nuevo motivo de compromiso pastoral del curita.

Thomas, en cambio, junto a su vocación religiosa, terminaba de cursar la carrera de Filosofía en la UNC. Se estaba por casar con una bella joven de una tradicional familia de la provincia. Pero esto no significaba que fuera un conformista: la profundización del pensamiento kantiano, combinado con la disciplina de la Iglesia presbiteriana, lo impulsaban a un fuerte compromiso moral en su vida. “Obrar de modo que nuestros actos particulares se puedan aplicar como norma general”. Pensamiento, vida y acción deben actuar en un coherente conjunto.

Las familias principales del pueblo no lo querían al “curita”. El templo “huele a torta frita”, decían. Hasta fue una comisión de notables a hablar con el obispo para que lo removieran.

Pero el “curita” llenaba la Iglesia. Empezaba sus sermones con alguna referencia bíblica y continuaba divagando con imágenes y situaciones de la vida real, en las que siempre se preguntaba, y preguntaba a los fieles “¿Y qué hubiera hecho Jesús en este caso?”.

Los chistes, las canciones, los abrazos, encantaban a un auditorio que se había apropiado de la Iglesia, que recuperaba el sentido de la Ecclesia de los primeros cristianos.

Ante este éxito, y la odiosa pero inevitable comparación con las asépticas y despobladas iglesias de la Diócesis, el Obispo hacía la “vista gorda” ante ciertas heterodoxias del Padre Angel.

Corría el año 1971, época de dictadura. Una madrugada aparecieron las paredes de la Municipalidad, de la Iglesia, los muros del Corralón, con profusas pintadas de grupos juveniles convocando a movilizaciones y lucha contra el régimen.

Los allanamientos empezaron a arreciar. Una pareja de jóvenes, Clara y Daniel, que habían participado siempre de las actividades del Padre Ángel, se acercaron a pedir refugio en la Iglesia.

¿Qué haría Jesús en este caso?, se preguntó el curita.

Aquí no es seguro, les dijo, y llamó de inmediato su amigo Thomas.

¿Cuál sería el imperativo categórico en este caso? Se preguntó el joven pastor.

Los chicos tuvieron refugio seguro durante más de un mes en su casa, en la parsonage, hasta que la cosa se calmó.

Estudiaban, trabajaban, y compartían con Thomas largas mateadas en las que profundizaban en temas sociales y filosóficos.

La vida continuó, la historia continuó, con sus alegrías, sus sinsabores y sus tragedias. Los terribles años que sobrevinieron los encontraron del mismo lado: acompañando a las víctimas de la última dictadura, y trabajando con los más humildes durante la reconquistada democracia.

Cada tanto compartían unos mates, y entre los temas del momento se colaba algún recuerdo que desataba una carcajada entre el curita criollo y el pastorcito inglés.