Por Sergio G. Tagliaferro –
A la siesta o al atardecer, antes de que caiga el sol, los niños del pueblo salíamos a dar una vuelta por el “paseo de los bombones”.
El paseo de los enamorados o paseo de los bombones, se encontraba arroyo arriba del pueblo, donde terminan las calles y donde un cartel de madera, en forma de flecha señalaba “Paseo del Lago, 900 metros”.
El lago no era natural, a principios del siglo pasado fue construido por el ingeniero Roca, discípulo de Cassaffousth, con fondos de la Nación y de la Dirección de Hidráulica de la Provincia.
Al atardecer se daban cita allí los enamorados del pueblo y aledaños. Los bombones, dependiendo de la abundancia o escases de numerario del galán, provenían del almacén de doña Carmen, o, más finos (y caros), de la prestigiosa panadería “La Espiga de Oro”.
Rubén, el Talpa, yo y tres o cuatro más nos agazapábamos entre los arbustos para escuchar a las desprevenidas parejas.
Luego nos dirigíamos a la casa de Felisa, la chismosa del pueblo, donde vendíamos la información por alguna monedita o golosina con que ella nos obsequiaba.
Felisa era ¿viuda? de un marino, que un día se embarcó y no volvió nunca más. La presunción de fallecimiento del esposo la dejó con una pensión que le permitía vivir con cierta dignidad.
En el living de su casa, sobre el bargueño había una foto de casamiento, color sepia, ella toda de blanco, con un ramito en sus manos, y el de uniforme de gala, tan tieso que parecía almidonado hasta los calzoncillos.
El Lago es tributario de dos arroyos, Las Vertientes y La Iguana, respectivamente. Para cruzarlos se levantaron dos puentecitos de madera, con barandas unidas por leños colocados a 45º.
Entre ambos afluentes se encontraba, a 10 metros de altura el Peñasco de los Suicidas (aquellos que no soportaron los desengaños amorosos, según la creencia general). Lo cierto es que en los últimos sesenta años no se había reportado ningún incidente de esa naturaleza.
Sólo la caída accidental, por hacerse el gracioso, del Rengo Tapia, quien desde ese día quedó con una pierna levemente más corta. El Rengo perdió la armonía en la marcha pero no su sentido del humor: desafiaba al que se acercara a correr una carrera en círculos, que por cierto ganaba siempre.
Doña Carmen, la que nunca sonríe, era alta, percherona, de cabello enrulado y negro azabache, casi azul. Por entonces había sufrido un desengaño. Esperó hasta el amanecer a su hombre. Y al día siguiente se casó con Fermín, su eterno enamorado, una cabeza más bajo, compacto, musculoso, con una calvicie prematura que lo distinguía desde lejos. Al prófugo lo vieron subir en el tren a Buenos Aires esa misma noche.
Don Fermín era el hombre más bueno del mundo. Al contrario de su esposa, bajo sus bigotes, siempre aparecía una sonrisa. A los chicos nunca nos faltó una golosina, aunque no tuviéramos con qué pagarlas. Después me lo paga era su respuesta habitual a quien estuviera en dificultades.
Mi hermana Laurita, tres años menor que yo me preguntó una vez si eso era el mar, mi respuesta, entre maliciosa e ilusionada, fue sí.
Mi hermano Ramón ya no nos acompañaba, un poco por ser mayor y otro poco por su apego a la cama. Había adquirido la extraña habilidad de hacerse el despierto cuando en realidad dormía. Contestaba con coherencia y puntualmente a los regaños de nuestra madre, mientras seguía sumergido en un profundo sopor.
El Bar de Fraga estaba en el centro del pueblo, donde la calle principal se ensancha (el paisaje serrano no permite construir las típicas plazas de los pueblos pampeanos). Los parroquianos, en su maledicencia, se referían al Paseo, como el Paseo de los cond…nes.
Efectivamente, el Paseo de los enamorados tenía dos tiempos: el clandestino, a la siesta, y el romántico, al atardecer. Pero doña Felisa se quedó con las ganas. Jamás denunciamos las trampas que fruiciosamente espiábamos bajo el sol implacable de las tres de la tarde.
Pasaron décadas, y hace poco volví al pueblo. El Paseo de los enamorados se convirtió en un polo turístico y gastronómico.
Yo no me animé a caminarlo nuevamente, no sea que me cruce con aquella que esa tarde, faltó a la cita.
Sergio G. Tagliaferro
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