Por Sofía Hart /
Juan Grabois, en un artículo de opinión publicado el 12 de noviembre en Diario Ar, se pronunció respecto a la campaña de censura que están sufriendo algunas escritoras argentinas por parte de Villarruel y grupos conservadores. En lugar de repudiarla abiertamente, su conclusión es que empeñarse en defender la ESI y combatir los discursos reaccionarios sería hacerle el juego a la derecha, dado que esta ya habría ganado la batalla cultural entre los sectores populares, o, en sus palabras, “secuestrado el apoyo de la clase trabajadora”. Sociología barata para justificar seguir impartiendo los principios clericales y antiderechos que siempre sostuvo, como buen amigo del Vaticano, y, al mismo tiempo, eludir la tarea de enfrentar los embates de este gobierno fascistoide mediante la lucha popular.
En primer lugar, plantea como infalible la estrategia discursiva del denominado nacionalismo conservador de la vicepresidenta, afirmando que “extrapolar párrafos en textos escolares para mostrar la literatura como propaganda porno-comunista que convierte a los niños en transexuales es una falacia potente que, bien administrada, puede ser eficaz en amplios sectores de la población”, puesto que genera un “impacto emocional inmediato en los padres que produce indignación y rechazo”. Luego agrega que “los progresistas, al intentar defender la necesidad de una educación inclusiva o la visibilidad de temas de diversidad, se enredan en un debate técnico y explicativo”.
Por un lado, se arroga el derecho de hablar en nombre de “amplios sectores de la población” o de “los padres” en general, dando por sentado que la mayoría está de acuerdo con la afirmación de que la literatura que habla de sexualidad corrompe a los adolescentes. Se trata de una subestimación a las familias trabajadoras a las que evidentemente considera incapaces de elaborar un pensamiento alternativo al que emana desde el poder, y, además, le adjudica a la campaña de Villarruel un éxito que no tiene. Finalmente, las madres y padres de la clase obrera están más preocupados por llenar la heladera que en ponderar el valor pedagógico de tal o cual libro que leen sus hijos en la escuela.
En ese sentido, Grabois evita denunciar a las iglesias por orquestar esta operación, y, en todo caso, ser las responsables de que la misma logre cierto anclaje popular. Como el dirigente de Patria Grande es férreo defensor del ascendiente clerical en los barrios, es lógico que proponga adaptarse a la ideología reaccionaria que estas instituciones pregonan, escudándose en que intentar combatirla sería caer en un infructuoso “debate técnico y explicativo”. Es el mismo argumento que utilizaban las organizaciones sociales ligadas al peronismo para no trasladar al interior de su filas la discusión sobre el aborto legal, como si no fueran las mujeres pobres las que perdían la vida por culpa de la clandestinidad.
Finalmente, la llegada de la ultraderecha al poder se debe, en buena medida, a que los sucesivos gobiernos alentaron la injerencia del clero en todos los ámbitos de la vida social, dándole pista para divulgar sus ideas retrógradas entre los sectores más postergados. La renuncia a disputar esa conciencia es el mejor favor que se les puede hacer a los oscurantistas que hoy están en la Casa Rosada.
Grabois hace explícita su posición diciendo que “la derecha no tiene que demostrar nada, solo seguir repitiendo la narrativa de ´protección a la infancia´. El progresismo —uso la palabra sin connotación peyorativa— queda atrapado en un rol que les obliga a justificar algo que el público ya ha interpretado como moralmente dudoso, lo cual los desconecta —por buenas que sean sus intenciones o verídicos sus argumentos— del apoyo popular en temas más amplios de justicia social, equidad e inclusión”. De este modo, sugiere que defender los postulados de la ESI implicaría alejar a la población trabajadora del resto de las causas justas, entregándola a las fauces de la derecha.
Es exactamente al revés, si queremos que los trabajadores den una lucha a fondo contra los atropellos del sistema capitalista, debemos esforzarnos en erradicar los patrones de sojuzgamiento que están presentes en los vínculos entre compañeros de clase, como el racismo, la misoginia y la homofobia; los cuales son promovidos desde el propio Estado, justamente, para dividir a los oprimidos. Como a Grabois no le interesa transformar este régimen social de explotación, poco le importa que las nuevas generaciones se eduquen en la construcción de una sexualidad libre de violencia, por el contrario, prefiere que continúen ganando terreno los preceptos religiosos.
A su vez, si el “progresismo” (léase peronismo) pierde apoyo popular no es por argumentar a favor de la ESI, sino por manchar esas banderas sobre las cuales hizo demagogia para luego gobernar al servicio del FMI y la clase capitalista, hundiendo en la pobreza al pueblo y dándole la espalda a las mujeres trabajadoras. De hecho, en pos de tejer alianzas con la iglesia católica y evangélica, obstaculizó sistemáticamente la aplicación laica y científica de la ESI.
Grabois menciona en un momento la hipocresía del peronismo en la materia, señalando que “una serie de modismos políticamente correctos luego no se verifican en la moralidad predominante en nuestro campo. Me refiero a los abanderados de la cuestión de género que luego practican la violencia contra las mujeres, a los adalides de la inclusión social que después maltratan a los trabajadores, (…) a los predicadores de la justicia social que navegan en prostibularios yates de lujo, etcétera”.
Ahora bien, expone las contradicciones pero lejos está de romper con ese espacio político, su papel es actuar como un bloqueo para evitar que los trabajadores superen al nacionalismo burgués en decadencia y construyan una alternativa independiente. Sin mencionar que excluye de la crítica a Kicillof, a quien dice tener en “alta estima”, lo cual es absolutamente antojadizo considerando que, por ejemplo, bajo la máscara nacional y popular, el gobierno bonaerense cometió la inmoralidad de desalojar con topadoras a las familias de Guernica.
Sucede que no es un problema de defecciones individuales, sino de programa político. El peronismo es una corriente tributaria a la clase capitalista, y, como tal, suscribe al plan de ofensiva contra las masas que esta se encuentra impulsando en el país y en el mundo. Por lo tanto, sus dirigentes jamás podrán “priorizar a los excluidos, marginados y oprimidos” como propone Grabois al final de su artículo, ni tampoco garantizar una educación sexual que desafíe los pilares de opresión sobre los cuales se erige este régimen de barbarie.
Grabois se equivoca, lo que le “da letra” a Villarruel no es la lucha por la ESI y ni contra la censura en el arte, sino el fracaso del peronismo en el poder. Por lo tanto, la mejor forma de enfrentar esta avanzada reaccionaria es ganando las calles de manera independiente a quienes nos gobernaron en el pasado.
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