En dos renglones la Corte Suprema dejó en claro que los intereses del agronegocio no se tocan aun cuando los principios jurídicos estructurantes del Derecho Ambiental en Argentina le marcaran el camino de lo justo, necesario e inevitable. La Corte calificó a la fumigación de escuelas como una temática “insustancial o carente de trascendencia”.
Por Claudia Rafael / Agencia Pelota de Trapo.- Caso cerrado. Así resolvió el máximo tribunal argentino de justicia la larga lucha ambiental de organizaciones y gremios entrerrianos para proteger a las escuelas de las consecuencias contaminantes del modelo productivo. ¿El efecto inmediato? Para María Fernández Benetti, una de las abogadas que lleva adelante la causa judicial, es muy claro: “Fue un duro revés de la agroindustria en Argentina. Y ahora nos van a salir a pulverizar a mansalva”.
Ahora, y de aquí a agosto –son seis meses el plazo legal- apelarán ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en una apuesta simbólica de enorme peso.
Hacia 2018 Entre Ríos tenía 1032 escuelas rurales en sus registros. No hay grandes precisiones sobre el número exacto de alumnos. La organización ambiental Naturaleza de Derechos contabiliza “entre 15 y 20 mil niños, niñas y adolescentes, más el cuerpo docente y no docente”. Y fustiga que hace un manojo de días “en dos renglones la Corte Suprema dejó en claro que los intereses del agronegocio no se tocan aun cuando los principios jurídicos estructurantes del Derecho Ambiental en Argentina le marcaran el camino de lo justo, necesario e inevitable”.
A lo largo de estos últimos años numerosas escuelas rurales entrerrianas fueron cerradas. La ecuación es bastante simple. Hay establecimientos al interior de los campos, abiertos por los mismos propietarios. En muchos casos, en el centro exacto del corazón de las fumigaciones. Fernández Benetti describe: “Son escuelas de personal único con pocos gurisitos. Suelen tener una matrícula de 12, 15 y son multigrado. Cuando pensamos el amparo sabíamos que podía tener un impacto negativo y que podían cerrarse algunas escuelas. Porque el dueño del campo podía decir: `ah, ustedes me están haciendo esto judicialmente y yo voy a tener restricciones para producir? Listo, cierro la escuela que está en mi campo y les pago transporte al pueblo”. Una caprichosa extorsión atada a los bolsillos de grandes productores.
La dinámica es perversa y lleva décadas de perfeccionamiento. Argentina fue quedando al centro de una encrucijada feroz: los intereses de un poder económico que fue avanzando en la práctica del monocultivo, un poder estatal que se aviene a esos intereses y grandes poblaciones que subsisten como rehenes de una puja que no las tiene como protagonistas.
Cuando en la década del 90 se fue industrializando cada vez más la producción agrícola, se avanzó en el corrimiento de la frontera agraria, con una deforestación atroz y se profundizó el monocultivo. Año tras año se fue incrementando la utilización de agrotóxicos al punto tal que algunos poblados entrerrianos ostentan premios vergonzantes. Urdinarrain, por caso, se calzó el título de pueblo más fumigado del planeta.
Boom del monocultivo
En una síntesis dolorosa, Fernández Benetti resume –en diálogo con APe- que hacia los años “2003-2004, la gente va migrando a los centros urbanos porque el campo necesita cada vez menos personas para trabajar. Es que el monocultivo se cuida solo; tienen grandes maquinarias, siembran, cosechan y sólo tienen caseros en el caso de los campos agrícolas. O, en el mejor de los casos, para almacenar en los silobolsas”. El recorrido histórico va mostrando el viraje hacia la agricultura. “Antes, Entre Ríos era agrícola-ganadera y teníamos mucha ganadería. Con el boom de los monocultivos, un montón de campos fueron pasados a la agricultura y la ganadería empezó a irse a zonas más bajas”. Viraje que explica, como una de las patas responsables en un fenómeno multicausal, los incendios de los humedales y la utilización de las islas del Delta para la ganadería.
Biografía de una cultura rural que se fue hundiendo en el olvido. Que llegó con el cierre de escuelas, de iglesias, de almacenes de campo. “La gente se va a la periferia de las grandes ciudades a vivir mal. Esa gente pierde el oficio. Y hoy se dice: `no hay gente para trabajar en el campo`. Y, claramente no. Porque esa gente fue expulsada a las grandes urbes a vivir en condiciones espantosas. Porque esa persona y sus hijos y sus nietos, ya no saben manejarse en el campo. No lo conocen. El campo los expulsó. Todo este proceso está muy ligado a nuestra causa de las escuelas fumigadas”.
Daño genético
Muchas de las leyes y decretos fueron creados para otros paradigmas. Cuando los modelos productivos no contemplaban la ferocidad de los cultivos transgénicos y las fumigaciones a mansalva. Que permitían distancias irrisorias para la pulverización.
En un proceso de décadas, primero hubo sospechas o intuiciones desoídas por años de que algo extraño se provocaba en las poblaciones y luego, estudios científicos como el de la doctora Delia Aiassa, de la Universidad de Río Cuarto, fueron perfilando la realidad de los daños genéticos en los cuerpos de las infancias rurales. Fue en febrero de tres años atrás, en que se recolectaron 20 muestras en niños de 5 a 13 años de la localidad cordobesa de Dique Chico que arrojaron daño genético en la totalidad. Un daño que implica el riesgo de sufrir cáncer a mediano y largo plazo y una serie de enfermedades cardiovasculares, entre otras.
En este camino de aprendizaje de duros golpes, el Foro Ecologista de Paraná y el gremio docente Agmer presentaron tres amparos donde “no sólo hablamos de la salud de los niños y niñas sino también de todo el plantel docente. Tuvimos seis sentencias de las cuales cinco fueron positivas y perdimos la última”, explica Fernández Benetti. Que denuncia claramente que los acuerdos políticos con la mesa de enlace fogonearon el último fallo, en contra. “Nuestro tercer amparo había sido el mejor trabajado. Habíamos presentado comités científicos muy grosos. No los citaron y nos hicieron presentar todo por escrito. Lo hicimos, pero ni lo tuvieron en cuenta. Sacaron una sentencia arbitraria, sin sentido, sin análisis de las pruebas”.
Ese rechazo, que claramente vinculan con acuerdos bajo la mesa con la agroindustria, los llevó a la Corte Suprema. Después de tres años de silencio, la respuesta llegó bajo la forma del artículo 280 del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación que habla de “falta de agravio federal suficiente” o de temática “insustancial o carente de trascendencia”.
Entre los firmantes, se encuentra el ministro de la Corte, Ricardo Lorenzetti. El mismo que en su libro “El colapso ambiental” escribe que “la tragedia ambiental es también humana para grupos de vulnerabilidad especial. Los más humildes, los enfermos, los adultos mayores, los niños, tienen una capacidad limitada para adaptarse a cambios tan abruptos y profundos y por lo tanto reciben los impactos de modo muy directo y sin escapatoria”. En una paradoja que Fernández Benetti califica de “perversidad”.
Hay cientos de docentes en peligro. Miles de niñas y niños que crecen bajo el impacto de los venenos con que les rocían las proximidades. En un camino complejo y sembrado de perversidades. Dentro de un modelo productivo supuestamente destinado a la generación de alimento sano que envuelve a poblaciones enteras en telarañas que los van cercando y envenenando por goteo. En donde, como una burla feroz, docentes y directivos de cada escuela rural tiene la obligación –según el artículo 1 del decreto 2239/19– de controlar y velar “como unidad centinela” por “el cumplimiento de los recaudos reglamentarios a título de veedor fitosanitario”.
“Infelizmente –dice el tercer amparo del Foro y Agmer- contamos con estudios (…) en los que se evidencia el daño genético en los niños analizados que acuden a escuelas rurales en el departamento de Concepción del Uruguay”. Ocho de cada diez niños tienen “daño genético reversible, pero la posibilidad de reversión se encuentra dada sólo si el niño es alejado completamente de ambientes plausibles de contaminación con agrotóxicos”.
Ningún juez, ningún ministro de la Corte, ningún productor agroindustrial, ningún presidente, gobernador o intendente de ningún poblado, ningún jefe de asesores presidencial podrá jamás justificar cómo en el cuerpo de un niño o de una niña hay rastros de ecocidas. Cómo hay daño genético en ocho de cada diez alumnos rurales de Concepción de Uruguay. O en el 100 por ciento de los 20 chicos entre 5 y 13 años de Dique Chico.
Inimaginable e impensable, sin embargo, un fallo favorable de la Corte que –ni más ni menos- hubiera obligado al país entero a ponerse de pie, arremangarse para la lucha, ponerse de rodillas al entero poder económico y consagrado un nuevo modelo productivo ajeno y enfrentado con el extractivismo.
Las rebeliones y las revoluciones nacen en otro lado.
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