O DE COMO FUE DEJANDO DE SER LA ESCUELA DE TODOS. –
Por Edgardo Tosi (*) – Con una pequeña nieta, de la extraña especie de las que gustan leer y mucho, tiempo atrás buscando gozar de los placeres de ser abuelo, asistí a un acto escolar dedicado a Manuel Belgrano. La escuela, que se había nutrido de la información que les había ofrecido una película cinematográfica de inquietudes artísticas no orientada ni a la pedagogía ni a la historia, impartió a alumnos y visitantes una “amena” sesión sobre sífilis. No sé cuántos entendieron algo de aquello. A mí, enamorado de Belgrano, me dejó anonadado. No por la novedad que no lo era, sino por lo obtuso del enfoque. No es posible que un tipo, miembro de una de las familias mas ricas del Buenos Aires de 1800, que no pensó en formar familia, comprometido con sus ideas revolucionarias, que dejó la molicie de los salones elegantes para hacer de militar, cosa que no sabía y que entregó su vida a una causa heroica, no haya merecido de aquel grupo docente un interés mayor que la enfermedad motivo de su muerte. Si quisieron mostrar al ser humano, sin la frialdad del mármol, hubiera sido más ilustrativo señalar que no olvidó en su lecho de muerte pedir que cuidaran de su hija, a quien la familia Belgrano supo criar con esmero.
No es mi intención dar cátedra de pedagogía ni señalar caminos a la enseñanza. Pero una experiencia como ésta y escuchar reiteradas defensas de la escuela pública, reiteración que significa que poco y mal es lo que se hace en su beneficio, me mueve a dar mi parecer. El tema me duele. Veo faltas en docentes, funcionarios, pero sobre todo en la población en general donde ya no existe aquel respeto casi sagrado que en mi infancia se tenía por la enseñanza igualitaria y de excelencia que se debía ofrecer a todos sus habitantes. Puede que mis modestas experiencias personales de años tras un pupitre, un libro o escuchando y discutiendo la palabra de quienes sabían más que uno sirvan para mostrar qué pasaba, ya no pasa y sería bueno que algo semejante volviera a suceder.
Yo no fui a escuela del estado. Hace 70 años un padre socialista, como el mío, no podía aceptar el adoctrinamiento político que el gobierno efectuaba desde la escuela. Adoctrinamiento que se había tentado tibiamente desde los años 20 y que desde la revolución del 43 en adelante se decidió realizar sin disimulos. Es indudable que durante esos años la escuela pública creció enormemente. En búsqueda de consolidar una escuela que exaltara los valores de la argentinidad y de la fe católica se decretó la obligatoriedad de su enseñanza. Y al mismo tiempo provocó una persecución docente que dejó cesantes a aquellos que “atentaran contra la nacionalidad” por tener ideas comunizantes o contrarias a la religión del Estado. Cesantías que se agregaron en 1946 a quienes no exaltaron el 17 de octubre, expulsión que se extendió al director de la escuela.
Como por razones obvias, menos aceptable le resultaba para su hijo un “colegio de curas”, terminé en uno inglés. Las opciones no eran muchas. Modesto colegio, en una vieja casona, de poco más de 100 alumnos que brillaba por una enseñanza de castellano de excelente aplicación, donde sargenteaba como directora una señorita Torres de ideario e imagen sarmientina. Ella recitaba una oración cívica como inicio de jornada que terminaba en toque de campana para entrar a clase. ¡Qué envidia me daban los pibes de la Escuela del Estado con flor de edificio frente a la plaza! ¡Qué miradas de admiración recibieron, a través de sus rejas, los jardines de ese gran predio, sus juegos y su monte de frutales¡ Monte que nos permitió robar mandarinas en correteos, posibles en un mundo distinto donde las madres dejaban a sus hijos jugar sin temor en la calle.
Pero esa envidia por la escuela del Estado no resultó permanente, a pesar de que todo era mejor, porque todo pibe siente que su escuela es la mas linda y que sus compañeros los mas queribles del barrio. Lo que sí mantengo aun hoy es la duda sobre hasta donde los temores de mi padre ante el adoctrinamiento tuvieron resultado positivo en mi educación. Asistí desde primero superior a clases de religión, ya que mi madre no aceptó que fuera a “Moral”. Era también responsable del casamiento por Iglesia de mis padres, ya que mi madre era católica… a su manera. Iba muy poco a misa y tomaba la comunión sin confesarse por problemas tenidos de niña con el cura de su pueblo. Las clases de moral en nuestro colegio resultaban tan nutridas como las de religión “cristiana” (lógicamente), porque anglicanos y protestantes eran parte numerosa del alumnado de la escuela.
Sin embargo y a pesar de ir a una escuela privada, durante todo el primario escuché alabanzas del gobierno, canté la Marcha Peronista y leí “La Razón de mi Vida”. Cuarenta años después me sorprendí leyendo, gracias a la amorosa previsión de mi madre que guardó mis cuadernos forrados primero con papel “araña” y con tapas de la revista Billiken en quinto y sexto, “Motivos de Trabajo”, Composiciones y Dictados que endiosaban al presidente de ese momento y a su mujer, en una forma que hoy parecería ridícula. Todo lo que se hacía en el país se lo debíamos a ellos. Si esto sucedía en el colegio inglés, ¿como sería en los del Estado?
Cuando años después, a mediados de la década del 80, me interesé por el pasado del barrio que me había visto crecer y donde volví a vivir ya adulto, comprobé cómo la enseñanza formaba parte de la vida cotidiana. Cómo los periódicos barriales tenían en la docencia un tema importante de información. Cómo grupos de vecinos reunían fondos para los alumnos necesitados. Una alcancía en el almacén o la verdulería lo hacía en forma anónima. Eran tiempos en que los Consejos Escolares se formaban con vecinos elegidos por el Consejo Nacional de Educación. Allí se ocupaban y peleaban con el mismo Consejo para lograr avances que consideraban imprescindibles para el buen accionar de las escuelas. Con aquel periodismo de barrio siguiéndoles los pasos. Proponían a los docentes y controlaban su accionar. No eran a pesar de ello épocas de bonanza, con la población escolar creciendo año a año, no daban abasto para cubrir las vacantes necesarias y se agregaban turnos intermedios. Edificios alquilados, no siempre en perfectas condiciones, recibían la critica permanente del periodismo y el Consejo Escolar, que buscaba soluciones. Se ideó un programa de renovación de edificios que debió resultar un hermoso negocio. Construir escuelas para venderlas al CNE en 120 mensualidades, 10 años. Lograron un hermoso y amplio edificio especial para cada escuela.
Aquí es a donde quería llegar. Desde 1947 cuando yo entré a primer grado inferior a la fecha, no se han creado nuevas escuelas del Estado en aquel barrio. A fines de los 60 se construyó, en la misma manzana un nuevo edificio para la escuela que yo envidiaba. El viejo se salvó de caer bajo la piqueta por la oposición del vecindario y hoy cumple inmejorable servicio con nivel secundario. Antes otra de las escuelas públicas dispuso en 1950 de un nuevo edificio que reemplazó al que utilizaba y que había sido construido en 1898. Mientras tanto mi modesto colegio inglés, creado para los hijos de trabajadores ferroviarios, de poco más de 100 alumnos hoy supera los mil entre primario y secundario y ha construido un moderno edificio que es ampliado permanentemente. Las escuelas privadas fueron creciendo en número y en alumnado pero no la escuela pública.
Poco y mal hemos hecho en los últimos 70 años por nuestra escuela pública.
(*) Investigador barrial, distinguido como historiador porteño 2013.
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