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Historias atravesadas por sometimiento y opresión: un mercado laboral inexistente, una proyección identitaria que no trasciende el hoy y los sueños. Como antecedentes, el historial de derroteros genealógicos: son hijos y nietos de trabajadores que, bajo la premisa del esfuerzo que todo lo consigue, tienen que seguir yugando para poner un plato de comida en la mesa.

Por Marina Kaniuka

(APe).- Los nombraron Generación de Cristal. Son los Millenials. Son el piberío nacido tras el 95´. En nuestro territorio, paridos post dictadura en una naciente y promisoria democracia, como hijos y nietos de la suma de todos los miedos, la frustración y la bronca de un par de generaciones desdibujadas a fuerza de horror y sufrimiento, solapadas entre la humillación y el dolor de lo que pudo haber sido y nunca fue y el pánico a dejarlos ser.

Son los hijos arrullados por el desempleo y la crisis económica de sus familias. Si tuvieron suerte y arañaron la clase media, son los pibes que las familias con aspiraciones pequebuses enviaron a colegios subvencionados por el Estado; ese monstruo al que todos los gobiernos de todos los colores apelan para tapar la herida sin detener la hemorragia. Estado: ese concepto vetusto que, casi tres décadas después, odiarán con todas sus fuerzas y que, sin conocer la efervescencia que germinó ese diciembre en todos los que pedían transformaciones radicales y abanicaban el rescoldo de las cenizas muertas del sueño de una revolución, buscarán eliminar.

Si el azar –porque nadie elige donde nacer – los bautizó con el símbolo de la pobreza y amanecieron a la vida en un barrio de esos que el GPS marca como peligrosos, hamacados por el vaivén de las miles de fábricas que cerraron con la decadencia del menemato, cayeron en las estadísticas y en la educación pública y de calidad, principalmente para acceder a un plato de comida diario y a la contención que les brinda el plantel docente mal pago y precarizado y para aprender después alguno de los conocimientos impartidos en salas de computación con la Enciclopedia Encarta que, para cuando asistan a una entrevista laboral, para competir por el salario con un bot, dejará de existir.

Son la Generación de Cristal y tras la crisis del 2001, vivieron otras dos décadas, pandemia incluida, donde la progresía dirigente estableció, sin escuchar qué necesitaban, cuáles eran sus derechos y los igualó, soterrándolos en estadísticas para que nunca dejen de necesitar asistencia y sigan sin acceder, como sus padres, y acaso los padres de sus padres, a un trabajo digno, registrado, y a la posibilidad de escribir en potencial.

Son la Generación de Cristal y dice el sentido común impuesto, que son frágiles. Que se quejan. Que son individualistas. Egoístas. Que no entienden de la construcción colectiva. Que todo les enoja y les duele. Son la generación incomprendida que molesta.

La supervivencia del más apto

Cuando Lisa se tomó la primera foto tenía 16 y solamente exhibía un pie. Lo hizo divertida, con tres amigos riendo en el baño. Cuando cobró los primeros dólares, decidió redoblar el capital y la osadía. Gana más en Only Fans que en el chino para el que trabajaba en Flores más de 12 horas diarias, con un franco semanal, en negro y en pesos. Lisa no terminó el secundario. Su familia recibe dos planes sociales y su papá hace changas como albañil. Ahora sueña con ser modelo.

Tingui Flow tiene 23 y canta. Vende agua y alfajores en la calle. Le gusta lo que hace, aunque no tiene casa propia. La vivienda que alquila le sale 55 lucas, sin contrato: su estadía depende de su comportamiento: “la vida te vuela”, reflexiona. Sabe que no tiene un trabajo soñado; lo que él tiene es un sueño. Como reza su canción: “Nadie sabe lo que yo pasé”, si tuviera plata para comprar una casa, elegiría, en cambio, poner ollas populares en una plaza de Once, para hacer un buen guiso y darle de comer a los pibes de la calle.   

Nadia es adolescente todavía. No terminó el colegio y “está en eso”. Vive con su abuela jubilada, que cobra la mínima y, por la noche, “trabaja” en una página de apuestas. Aparentemente no solicitan registrarse y con un mínimo ingreso, como el de la beca que recibe, puede triplicar sus ingresos, si le va bien. Son dos o tres horas de atención. No sabe qué va a ser cuando sea grande. Se imagina haciendo lo mismo y dice que igual nunca durmió bien.

Viejos espejos de colores

Las historias de Lisa, Tingui Flow y Nadia están atravesadas por la misma lógica de sometimiento y opresión: un mercado laboral inexistente, una proyección identitaria que no trasciende el hoy y sueños, muchos. Como antecedentes, el historial de derroteros genealógicos: son hijos y nietos de trabajadores que, bajo la premisa del esfuerzo que todo lo consigue, tienen que -a la edad en que los cuerpos ya piden descanso- seguir yugando para poner un plato de comida en la mesa.

Enfrentan además la certeza amarga de haber encarnizado la inmediatez –impulsada desde las redes sociales—hasta transmutarla en ansiedad y problemas de depresión. Son los que dejaron el pan para traer internet y los memes bajo el brazo; los nativos digitales, primeros prospectos de ese tipo virtual de sociabilización. Se comunican distinto, hablan distinto, se ríen y enojan de otras cosas y, en el universo neutral, carente de personalidad, sesgado por la aculturación minimalista y la exacerbación del consumo de la web y todas sus dimensiones, bucean en el intento por destacarse: con una canción, creando contenido, exhibiéndose desnudxs y vendiéndose para ser y tener hasta renderizar su identidad, que alcanzará la fama el tiempo que dure un click y el hálito de lo novedoso.

Entonces como nada alcanza ni es suficiente, como igual no sirve, y experimentan como ninguna otra generación un porvenir que asusta sin herramientas que los sostengan, como no hay red visible que atrape su angustia, sí son la Generación de Cristal. Son los que comprendieron que el Sueño Americano no existe: no existe la casa propia, no hay familias estables, ni trabajo lo suficientemente seguro. No hay gobiernos democráticos lo suficientemente democráticos como para garantizar que no envenenen a su pueblo o que no les dispare la policía por la espalda. No existe partido incorruptible, no hay político que no mienta o intente venderles su verdad, tampoco existe el que no se escape en el barrio cuando no hay agua potable, pero se preste a debatir en televisión, hambriento por un voto. No hay trabajo que valga la vida, no hay institución existente que calme tanta injusticia, que sacie el hambre, que alivie la pena: esos son viejos espejos de colores. Y con la ansiedad como impulso ya no tienen tiempo para voltear a ver el pasado. Tienen que dejarlo todo hoy. Quizá sea todo lo que tengan.