Por Blas Costes y Federico Genera – Laboratorio de Análisis Político – CEICS. Fuente: Razón y Revolución –
A fines del año pasado Juan Grabois publicó su libro La clase peligrosa. El mismo intenta dar sustento a un “nuevo” programa político a través de historias de militancia que se van entremezclando con las reflexiones del autor. Como veremos en el desarrollo de esta nota, poco tiene de novedoso el planteo de Grabois, no solo por ser una salida política miserable, sino porque detrás del maquillaje se encuentran los elementos más reaccionarios de la política burguesa.
Entre zombies…
El autor nos avisa que no todo lo que se encuentra en el libro es verdad, una parte es “ficción”. La letra constituye un guiño hacia el sujeto que habría de protagonizar el libro, “los desconocidos”. Un guiño posmoderno, con el que el autor pretende entonar con el clima ambiente. En sus páginas, el libro presenta una serie de crónicas que pretenden dar lugar a reflexiones políticas superiores. Estas crónicas permiten presentar a Grabois como aquel político que pateó la calle, que caminó los barrios. Ese esfuerzo tiene un claro objetivo: crear empatía con sus lectores, ocultando su perfil pequeño burgués. Juan es hijo de Roberto “Pajarito” Grabois, un militante universitario que en los ’70 pasó de la izquierda a la derecha peronista, para terminar como funcionario de Menem. Hizo el secundario en el colegio Godspell de San Isidro, culminó dos carreras universitarias, y actualmente se desempeña como profesor, abogado y asesor del Pontificio Consejo para la Justicia y la Paz. Un “cajetilla” que antes de erigirse en portavoz de la “clase peligrosa” debe construir un personaje.
Por supuesto, esta construcción guarda relación con las posibilidades del autor para convencer al lector de las cosas que dice. Cuanto menos racional es un relato más buscara interpelar por la vía sensible. De allí se desprende, también, la continua afirmación que hace Grabois respecto a su conocimiento puramente empirista. Con este semblante romántico de filósofo callejero se opone a quienes se preocupan por conocer la realidad empleando un método científico (la “izquierda intelectual”), que permite dar cuenta de la realidad como una totalidad compleja y establecer de qué modo se relacionan los diferentes momentos que la componen. En cambio, Grabois apela a la “sensibilidad”: simples imágenes de pibes que mueren carbonizados en una casilla, o las grescas internas por la ocupación de tierras. Con eso, comienza a darnos una idea sobre cómo estos problemas se resuelven. Grabois se presenta como un nexo con los partidos burgueses para ‘solucionarlos’. La acción directa de la clase (la toma de tierra, los cortes de calle), apenas constituye una forma de presión para que la burguesía se asuste y tome la cuestión en sus manos. El sujeto del cambio no es la clase obrera, sino la burguesía. A partir de allí, Grabois se reúne con algún empresario, o con funcionarios del PRO, arma programas de urbanización o consigue una migaja.
Lo peor de estos relatos es que no terminan con ninguna mejora sustantiva en la calidad de vida de los obreros que dice representar. La madre con sus hijos carbonizados, los feriantes y los vendedores ambulantes africanos, al final, no logran una situación mejor, según sus propios relatos. Si un programa reformista tiene sus límites dentro del capitalismo argentino, el que dice encarnar Grabois es aún más inútil.
Esta idea se refuerza cuando Grabois explica el título del libro. Haciendo una reflexión sobre el cine zombie, nuestro autor nos marca que “el zombie es la prole sobrante del paradigma tecnocrático […] una clase peligrosa” (p. 124). Grabois no parece darse cuenta que los zombies del cine presentan dos características casi universales, incapacidad de racionalizar y actuar para la mera subsistencia. Un zombie no tiene capacidad de cambiar su entorno, su hábitat como cualquier hombre. Sobreviven, simplemente eso. Y eso lo logran alimentándose de cuerpos no-zombies, es decir humanos racionales “no infectados”. Una analogía terriblemente reaccionaria. Si bien Grabois habla maravillas de los métodos de ocupación de tierras, o los cortes de calle, esos métodos no van a “cambiar” las cosas. Son los políticos burgueses junto con los líderes de los movimientos los que impulsarán esos cambios. La “clase peligrosa” se transforma en un elemento de negociación, ya que no puede realizarse por sí misma. Los hombres racionales (la burguesía), los no-infectados, tiene que sobrevivir a la horda de descerebrados que solo busca subsistir a costa suya.
…y sotanas
La metáfora de los zombies no solo nos habla del paternalismo de Grabois y de la poca confianza en el sujeto que pretende representar, sino de su programa político. Para el autor del libro, todos los problemas del capitalismo se solucionarían si la burguesía se convenciera de ceder algo, aunque más no sea por miedo a los zombies. Terminar con el afán de lucro desmedido de los que “más tienen”, para conseguir mínimas reformas dentro de los marcos del capitalismo:
“Por eso, hay una solución mucho mejor, más civilizada y elegante, que no supone ni secuestros ni revoluciones. ¡Que el 1% pague, a partir de hoy, un 10% anual de impuesto a las ganancias! Los ricos no pierden nada de lo que ya tienen. Siguen levantándola en pala. Y se termina el hambre.” (pp. 68-69).
Se trata de una reformulación de la vieja Doctrina Social Católica, que buscaba convencer a la burguesía de ceder algo para no perderlo todo, para que la “clase peligrosa” no adopte “ideas peligrosas”. Un negocio redondo: contener una revolución social a cambio de un vuelto. Así, su tarea se limita a la contención de los zombies, como quiso la Iglesia Católica a fines del siglo XIX: conciliación de clases y paz social. Grabois no encubre sus objetivos: “Nuestro movimiento debe realizar las tareas cotidianas de la emergencia social que produce el capitalismo de exclusión” (p. 44). Como dijo Perón, a quien Grabois cita, que los patrones “cedan algo para no perderlo todo” (p. 180). Su objetivo es traer un poco de calma ante tanta vorágine capitalista. Porque el problema no es la sociedad capitalista, sino el pecado de la “avaricia” de unos pocos “ricachones”. Y acá Grabois apela a una mezcolanza teórica en donde Marx, Lenin, Piketty, Toni Negri y Holloway se juntan y parecen decir lo mismo: el problema es el “capitalismo salvaje” de fin de siglo, la avanzada de la “globesía” desde la Caída del Muro, cuando desaparecen los límites a la avaricia burguesa por el temor al comunismo encarnado por la URSS. Pero el intelectual más importante que tiene hoy el mundo no es ninguno de los anteriores, sino el Papa Francisco: “los únicos textos con un valor comparable a las grandes obras críticas de los siglos XIX y XX son del Papa Francisco: la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, la Carta Encíclica Laudato Si y sus discursos sobre la temática” (p. 90). La vitalidad de las escrituras del Papa, según nuestro autor, está en la valentía en denunciar los atropellos del capitalismo actual. Se olvidó, claro, de los “grandes discursos” en torno al aborto y su “conclave” con los abusadores de niños.
Un Bonaparte para la horda
Ubicados los actores y su escenario, resta entender cómo se llevará adelante esta repartija mezquina. Apelando nuevamente a los teóricos de la ofensiva posmoderna de los ’80 y ’90, Grabois nos advierte que el escenario hoy no es el mismo que en los ’70. Vivimos en la era del “fin del trabajo”, la clase obrera desapareció. Retomando a Holloway, Grabois plantea que no hay un poder que tomar, ni quien lo tome: “los obreros fueron reemplazados por colectivos, el imperialismo por el imperio”. Los zombies no tienen el poder de reorganizar la vida, pero sí constituyen a una amenaza para los no-zombies: “redistribuir la riqueza no solo es justo sino necesario porque los niveles de concentración son incompatibles con la paz social y la estabilidad política” (p. 173). Como en los ’50, se trata de erigir una amenaza para que la burguesía se asuste. Así, como el temor a la Revolución Rusa impulsó los “programas de bienestar” en Europa y Estados Unidos, hoy se trata de inculcar nuevamente ese temor a los “ricachones” que, en ausencia de Estado obrero y de sujeto revolucionario, han dado rienda suelta a su avaricia. Por eso Grabois organiza a los desposeídos, para asustar a la burguesía y realizar el programa de la Iglesia Católica.
Pero como los zombies no tienen más capacidad que la de asustar, es necesario que un no-zombie capitalice la fuerza de esos movimientos. Y ahí está Grabois, el pequeño Bonaparte que toma el ejemplo de sus predecesores. Por eso Grabois alaba las experiencias bonapartistas del Siglo XX y XXI, quienes fueron capaces de apoyarse en la fuerza de los zombies para cambiar algo sin que nada cambie realmente. En particular el gobierno de Hugo Chávez representa para Grabois ese empate de clases, el equilibrio que puede restablecer las épocas de “bienestar”. Un hombre que llama “a las cosas por su nombre, socialismo al socialismo, capitalismo al capitalismo”, pero que no reniega de la religión, y mucho menos de la católica. Se le olvidó mencionar que ese gobierno no transformó en nada la vida de la clase obrera venezolana, sino que por el contrario, la condujo a la crisis terminal que hoy padece.
No podía faltar aquí un balance de Cristina, aunque no se la mencione. La construcción de Grabois tiene por objetivo superar los “errores recientes”. No la falta de transformaciones radicales en las condiciones de vida clase obrera, sino la corrupción. Todo iba bien hasta que fueron avaros, una vez más la moral religiosa marcando el camino. Pero como esa avaricia es inherente al ser humano, solo resta dar vuelta la página y volver al camino de Perón y Chávez. Hay 2019 de la mano de Cristina, a quien se le perdonan sus pecados…
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