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CUENTOS QUE NO SON CUENTO – Texto: M.J. Trigo, Ilustración: Martina L.

Me desperté y miré para el lado de la ventana. La cortina estaba corrida y se veía para afuera. Era de noche. Todo estaba en silencio. Algún perro ladraba. Otra vez estaba despierta en medio de la noche, en la oscuridad, sola… ¡Qué miedo! Me dolía la panza y un poco la cabeza. Desde la cama veía las cañas, un poquito de la cucha de Luca que estaba echado por ahí y una rueda de la bicicleta de mamá. Me asusté mucho porque no me gusta para nada que se vea la oscuridad de afuera. Me da terror lo que pueda haber por ahí.

Todo era muy raro porque Luca no se movía y la bicicleta no parecía la de siempre. Un ladrido quedó por la mitad, el viento se detuvo y entonces me di cuenta que no se escuchaba nada de nada. Ahora era el silencio total. Nada se movía. Todo estaba muerto.

La cortina abierta me paralizaba. No sabía si meterme debajo de la frazada o saltar rápido y correrla. No pude hacer nada de todo eso. Solo había pasado un segundo desde que me había despertado y todavía no entendía del todo lo que miraba: la luz de la luna y la negrura que todo lo inundaba, formas grises y más grises, casi negras, la ventana, la cajonera, la mochila, mi paraguas, ropa tirada en el piso, la mesita y afuera, lo desconocido, lo temido y misterioso.

Me estaba por tapar, asustada, muerta de miedo, pero no pude. Quedé paralizada porque había alguien. Sí. A metro y medio de mí, sentado al lado de la ventana, había alguien. En la oscuridad, quieto, contra la pared. Estaba ahí, en silencio. Y me miraba.

Las siluetas de las cosas se diluían y se hacían más negras, un abismo, un agujero o una rajadura, como si la realidad estuviera rota. Todo estaba quieto pero parecía dar vueltas como un remolino. Los oídos me dolían por el silencio insoportable.

Era un chico. Sí, era un nene. Miraba para abajo. No se movía. Estaba sentado en la sillita al lado de la ventana, entre la cortina abierta y la cajonera, sentado en la oscuridad. Por momentos me parecía que no estaba. Pero al instante sus formas reaparecían y otra vez estaba ahí sentado sin moverse, en la oscuridad de la pieza. No podía sacarle la mirada de encima. Entre la ropa y los peluches parecía todo lo mismo, pero ahí estaba.

Un niño, callado, quietito, con la cabeza agachada, que parecía mirarme desde ahí abajo. Se me heló la sangre.

Quise gritar, no pude. Quise correr, tampoco. Estaba congelada. ¿Qué quiere? ¿Quién es? ¿Qué va a hacerme? Quería salir rajando, gritar “¡Mamaaaa!”, ir corriendo a su pieza, que me salven. ¡Que me salven! El chico seguía ahí, inmóvil. ¿Era una estatua o era un chico? ¿Era un sueño o era un fantasma? Agarrada a la frazada miraba por encima de mis manos. “¿Qué hago?”, pensé a los gritos, “¡¿Qué hago?!”. “Me quiero morir.” “¡Ay, mamá!”.

El tiempo estaba detenido. No respiraba. No me movía. Él tampoco. Parpadeé y entonces se paró de golpe y salió corriendo para la cocina sin hacer un solo ruido, descalzo como si corriera sobre un colchón. Ocho o nueve años, la misma edad que yo. Salió por la puerta y de un salto lo seguí de mi habitación a la cocina.

Ahí, a unos pasos de la puerta entre la mesa y la heladera, ni una luz prendida, solo la luna blanca los iluminaba, un tipo parado abrazaba al niño. Con profundos ojos negros, en medio de las sombras, su mirada me frenó en seco. Un humito de frío le salía por la boca.

Muerta de miedo, parada en la puerta de mi pieza, sentía como si me estuvieran apretando el estómago, como si una mano se cerrara en mi tripa y apretara con fuerza cada vez más. Ahí, en mi casa, en medio de la cocina, un hombre y un niño como espectros de la noche.

Un segundo o una eternidad. No sé. Abrí la boca y empecé a gritar, a vociferar, a bramar, como una sirena, como un canto. Mi cuerpo se dio vuelta como una media, como si la panza, de adentro se me saliera para afuera por la boca y me convirtiera, toda yo, en un aullido ensordecedor. Mi cuerpo quedó ahí abajo, en el suelo, como arrugada ropa vieja y yo salí volando, volando, liviana y veloz, como un rayo, desplegada como un viento, como un sonido incontenible, que atraviesa paredes. ¡Estoy volando! ¡Estoy volando! Cada vez más lejos y cada vez más alto, estoy volando, y mientras vuelo, me río y me río,… y no puedo parar de reír.