Por esa obsesión que tenían los padres de “hacernos ganar un año”, entré a la primaria con cinco años recién cumplidos.
En el acto escolar de inicio de clases, mi madre comentó “parece una laucha” al verme en medio de otros chicos que me llevaban por lo menos un año y media cabeza.
Uno escuchó, y empezó a gritar ¡Laucha! ¡Laucha!. El apodo me acompañó hasta la Universidad.
A los catorce iba yo al tercer año del secundario. Y una mañana de mayo, un sábado, terminábamos la clase de educación física con el profesor Lolo Ciampi. Nos juntaban a los de tercero con los de segundo año.
Lo hacíamos en el Complejo Polideportivo del pueblo, recientemente inaugurado.
Terminamos las tediosas flexiones y el precalentamiento, practicamos salto en largo, salto en alto, lanzamiento de jabalina, lanzamiento de bala (no entiendo esta última disciplina olímpica, lanzar una bola pesada a tres metros).
Y al final el premio, dos tiempos de quince minutos de fútbol. La cancha reducida a menos de la mitad y los arcos armados cada uno con dos buzos.
Los de tercero éramos más que los de segundo, así que a mí y al “Pulga” Cárdenas nos pasaron al equipo de los más chicos. Yo me alegré, ya que mis compañeros eran unos morfones y no me pasaban una.
Antes de empezar el Patón Malcorra (3ro) le gritó al rusito Cohen (2do), esmirriado y con anteojos
–Dale ché, o no tomaste la leche
–¿Querés leche? Aquí tengo, contestó con un gesto desafiante y obsceno el Rusito, mientras esbozaba una feroz sonrisa que mostraba su aparato metálico de ortodoncia.
El coscorrón del profe zanjó la questión en este punto, aunque el clima se empezó a calentar.
Aquello era David contra Goliat, la selección de Liliput versus Noruega. Desparejo a ojos vista.
En el equipo de tercero descollaban el Patón ya mencionado y el Tano Fiori, ambos grandotes, que se disputaban la primacía en los deportes y en el levante.
Hablando de levante, diré que a mí me gustaba Laura, rubia, hermosa. Pero ella, ni cinco de bola.
A los dos minutos el Patón pasó volteando muñecos y nos convirtió el primero. Antes de recomenzar asumí un liderazgo provisional y les dije a mis nuevos compañeros: juguemos combinando paredes y pases, van a ver cómo llegamos.
A los pocos minutos, una combinación de paredes entre el Mosquito Chávez, Cárdenas y yo puso la pelota en medio del arco contrario. Uno a uno.
La reacción de los grandotes fue furiosa. Antes del entretiempo nos habían embocado dos pepas más. Tres a uno
El juego se había puesto picante.
Un hachazo del Patón me desparramó por el suelo.
–¿Estás bien Laucha? me preguntó.
–Si…
Lo bueno es que por el resto del partido jugó limpio.
Durante los cinco minutos de descanso, nos desmayamos sobre el pasto húmedo.
Un grupito de compañeras, entre ellas Laura, pasaba por ahí y se quedaron a ver el partido.
–Miren a estas alimañas cómo les hacen fuerza a los grandotes. Dijo el Profe
–¡A-li-mañas! ¡A-li-mañas! Empezaron a corear las chicas.
Animados por la hinchada, descontamos uno, tres a dos abajo.
Una nueva arremetida del Patón puso las cosas en su lugar: cuatro a dos.
Faltaban cinco minutos, nuestros rivales se relajaron, miraban a las chicas. Cuatro a tres.
Un penal a nuestro favor marcó la paridad.
Faltaban dos minutos. Un ataque combinado de Fiori y de Malcorra los puso con la pelota a dos metros de nuestro arco. Se pelearon por la gloria del último gol y la tiraron afuera.
Sacó el Rusito, me la pasó, la elevé pegándole desde abajo, arrancando los pastos. La recibió de pechito el Pulga, gol y final del partido.
¡Cinco a cuatro!
Envalentonados, nos convertimos en un emblema del pueblo. Desafiábamos a equipos de localidades vecinas. Nos prestaron un garaje en desuso de la Municipalidad y entrenábamos dos veces por semana, con camisetas y todo.
Alimañas Futbol Club, a pesar de la variada suerte en los resultados, se convirtió en una marca registrada en la zona.
Ah! y aunque no me gusta andar contando, Laura comenzó a mirarme con buenos ojos.
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