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Por Rolando Astarita / Blog.- En las últimas semanas y desde varios sectores de la izquierda se profundizó la crítica a las organizaciones nac & pop del Frente de Todos por su “claudicación” ante “el nuevo giro a la derecha del Gobierno” (anuncios de Massa, antes de Batakis). En paralelo, otros marxistas aseguran que críticas como las de Grabois o Patria Grande buscan simular que defienden al pueblo, pero para apoyar, de hecho, “al programa del FMI”. En definitiva, ya sea por cobardía e inconsecuencia, o por traición lisa y llana, se concluye que las organizaciones y partidos que adhieren al nacional-populismo (y sus adyacencias, tipo PC o PCR) no son alternativa para los trabajadores.

Pues bien, acuerdo con la conclusión (esas corrientes no ofrecen una salida progresista para las masas) pero discrepo con las razones que se esgrimen. En primer lugar, porque las diferencias entre el populismo de izquierda y los defensores del programa de ajuste, estén o no en el gobierno, son reales. El programa del nacionalismo reformista e izquierdista no es el programa del capital (considerado este en sus expresiones fundamentales). Si no se reconoce esto, la crítica se convierte en abstracta por falta de conexión con lo que ocurre y con lo que históricamente ocurrió –por caso, en los 1970 hubo enfrentamientos, incluso sangrientos, entre las alas de izquierda y derecha del peronismo. Aunque hoy las diferencias no son tan agudas, no dejan de estar presentes. Desconocerlas con la cantinela de “son todos iguales”, “son dos caras de la misma moneda”, etcétera, es un error y de los burdos.

En segundo lugar, y con respecto al cargo de “inconsecuencia” o “cobardía” de dirigentes y militantes del nacional-populismo, el mismo reduce el problema a una cuestión de actitudes personales (y al pasar, los “valientes” seríamos los marxistas, faltaba más). Es un análisis superficial. Es que la esencia del asunto está en los límites sociales y políticos del reformismo pequeñoburgués (“pequeñoburgués” porque de manera característica reivindica al pequeño propietario, al pequeño productor). El punto principal: procura reformas, pero tropieza con límites infranqueables dentro del modo de producción capitalista; modo de producción que, por otra parte, sostiene y defiende.

Precisemos: no estamos diciendo que en general no se pueden conseguir reformas bajo el capitalismo. Por el contrario, la clase obrera, a lo largo de la historia, consiguió avances sin que ello exigiera superar la relación capital / trabajo asalariado. Solo ultraizquierdistas enceguecidos pueden negar esas conquistas. Sin embargo, las mismas tienen límites. Por ejemplo, si en una coyuntura de expansión económica la clase obrera arranca aumentos de salarios al punto que afectan seriamente las ganancias del capital, este puede frenar la acumulación, recreando el desempleo y presionando hacia abajo los ingresos de los asalariados. Alternativamente, los capitalistas pueden profundizar la automatización, enviando obreros al paro y, de nuevo, bajando salarios (véase Marx, cap. 23, El capital). Son límites inherentes al presente modo de producción.

Pero además, los márgenes para lograr mejoras, o defenderlas, se angostan cuando hay crisis y estancamiento económico. Y en estas coyunturas aparece con toda su fuerza el poder del capital en tanto propiedad privada de los medios de producción: es la negativa a continuar la acumulación si las condiciones de la explotación y realización de la plusvalía no son las que los explotadores consideran adecuadas. El mensaje es “si el trabajo no retrocede en sus reclamos, no invierto en este país”. De ahí la relevancia que adquieren los desplazamientos trans-fronteras de los capitales.

Sin embargo, el populismo reformista, aunque se proclama de izquierda, no tiene respuesta frente a esta arma del capital, socialmente objetiva. Y no la tiene porque la única respuesta realmente superadora pasa por la crítica y abolición de la propiedad privada de los medios de producción (fundamento de la coerción del capital sobre el trabajo), junto a una política internacionalista. Pero esto es lo que no puede hacer el reformismo pequeñoburgués sin negarse a sí mismo. De ahí los discursos tan quejumbrosos como impotentes, las idas y vueltas, los vomitivos oportunismos, las piruetas políticas, todo para disimular lo indisimulable: que no tienen respuestas ante el cataclismo social que nos atraviesa. Repetimos: el límite no es psicológico (cobardía, hipocresía, etcétera), sino de clase. Y la crítica marxista debe apuntar a esta raíz.