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Por Alfredo Grande / Fuente: Agencia Pelota de Trapo .- De mis lejanos recuerdos, ha visitado mi memoria la epidemia de poliomielitis. A comienzos de 1956, nuestro país sufrió una importante epidemia de poliomielitis, que afectó a alrededor de 6.500 personas, y que la histeria desatada llevó a la gente a pintar todo con cal, usar lavandina para la higiene, mientras una vacuna recién terminaba de desarrollarse.

Puede parecer inverosímil, pero algunas madres lo hicieron. Envolvían a sus bebés en una suerte de sábana o manta, dejándole sólo libre la cabeza. El resto, cuerpo y extremidades, quedaban inexorablemente apretujados simulando una momia. De esta costumbre, que es difícil identificar su origen, el saber popular decía que servía para proteger de la implacable poliomielitis a los bebés, que eran sus víctimas preferidas. Esto ocurría ya a fines de 1955, cuando habían comenzado a aparecer, en la Argentina, un número elevado de casos de esta enfermedad. Y las cifras fueron en aumento, hecho que el gobierno de facto de Pedro Aramburu en un primer momento pretendió ignorar, a pesar de que diarios insistían en informar lo contrario.

También recuerdo que una de las leyendas urbanas de la época es que la epidemia era un castigo por el derrocamiento de Perón. A ese tipo de construcción colectiva la he denominado alucinatorio político social. Es una compleja trama de ideas delirantes. Lo que no implica psicosis, pero sí derrapa locura. La diferencia no es menor. La locura es un sin sentido del sentido común. Quizá uno de los mejores retratos de la locura haya sido “Las Brujas de Salem” de Arthur Miller y también “El pan de la Locura” de Carlos Gorostiza. La cuestión fundante es entender el núcleo de verdad de la locura. En este caso, el núcleo de verdad es la existencia del coronavirus. El virus existe y como todo virus, tiene sus mutaciones. Si entre los virólogos hay desacuerdos, no pretendo dar pautas de prevención viral. Pero sí puedo y quiero señalar que enfrentar esta epidemia (y no digo pandemia) con los mandatos de la cultura represora tiene inesperados riesgos.

El discurso presidencial incluyó palabras a mi criterio inquietantes: ejército, enemigo invisible y otros sumaron guerra. O sea: de la lógica sanitaria y de salud pública a la lógica bélica. También se habla de guerras comerciales, y desde ya, la batalla cultural. Y a eso quiero referirme. Las medidas sanitarias están siendo sacralizadas en detrimento del impacto subjetivo del aislamiento. Y peor aún: tomando una severa restricción a la humana sociabilidad como una virtud. “La vuelta a las reuniones familiares”, “Inventar nuevos juegos”, “Querer es aislarse y asilarse”. Si la cuarentena es necesaria entonces que no sea sin relevamiento de los daños y perjuicios que toda situación de aislamiento genera.

La subjetividad humana se construye desde matrices vinculares, como hace décadas enseñara Enrique Pichon Riviere. Que muches se ocupen del virus, pero que otres muches se ocupen del impacto vincular de la epidemia. Porque quizá la cuarentena sirva para impedir el contagio, pero la cuarentena producirá fracturas vinculares que tendrán también un efecto negativo incluso en la capacidad inmunológica. Lo que más me preocupa es que dentro del rango de evaluar riesgos, el impacto psicosocial del aislamiento no está en la agenda. Para nosotros debe incluirse y es prioritario.

Pasamos de “la casa al trabajo y del trabajo a casa” a “de casa a la casa”. Pensamos en los cientos miles de hogares que ya no son hace años “hogar dulce hogar”. Siempre supimos que el lugar de más riesgo para la mujer y para les niñes era el ámbito familiar. Ahora pasa a ser el mejor bunker para enfrentar los virus. ¿Cuál es la ganancia de los pescadores represores? Si este nivel no se empieza a pensar y a intervenir, la epidemia pasará pero los daños vinculares, de los que nadie querrá hablar, serán inevitables. Con el agravante que también soldaremos que no es necesario tanta gente para trabajar, que el santo grial de la población excedentaria puede ser alcanzado. En otros términos: en el mundo sobra gente. Diría en el mundo marginal, precario, de las personas en situación y padecimiento de calle. Poder trabajar desde el domicilio te ubica en clase media y media alta profesional, comercial e industrial.

Obviamente, los que levantan las banderas de “cuidarse” tendrían que agregar “cuidar los privilegios de clase”. Pero no pidamos sinceridad a la cultura represora, ya que su cría más preciada es la hipocresía.

¿Cómo hace un albañil, un artesano, un carnicero, un artesano, para trabajar desde la casa? En el transporte público sólo se puede viajar sentado. ¿Qué distancia hay entre asientos? ¿Y en los asientos frente a frente hay dos metros? El mito reaccionario de la “población sobrante” encuentra su núcleo de verdad en el coronavirus. Pero ahí no termina el problema. Recién empieza. Veremos cuándo empieza a resucitar la teoría del “país para pocos”. Porque tenemos epidemias como el hambre, el dengue, el mal de chagas, la hepatitis, etc, que nunca motivó un discurso en cadena del presidente (ningún presidente) con laderos oficialistas y opositores. Y mucho menos que la devolución de las obscenas dietas de las eminencias legislativas.

El vellocino de oro de la UNIDAD crecerá desde la destrucción del enemigo invisible. Vayamos a García Márquez gracias al oportuno recuerdo de Guillermo Robledo: “Cuando José Arcadio Buendía se dio cuenta de que la peste había invadido el pueblo, reunió a los jefes de familia para explicarles lo que sabía de la enfermedad del insomnio, y se acordaron medidas para impedir que el flagelo se propagara a otras poblaciones de la ciénaga. Fue así como les quitaron a los chivos las campanitas que los árabes cambiaban por guacamayas, y se pusieron a la entrada del pueblo a disposición de quienes desatendían los consejos y súplicas de los centinelas e insistían en visitar la población. Todos los forasteros que por aquel tiempo recorrían las calles de Macondo tenían que hacer sonar su campanita para que los enfermos supieran que estaban sanos. No se les permitía comer ni beber nada durante su estancia, pues no había duda de que la enfermedad sólo se transmitía por la boca, y todas las cosas de comer y de beber estaban contaminadas por el insomnio. En esa forma se mantuvo la peste circunscrita al perímetro de la población. Tan eficaz fue la cuarentena, que llegó el día en que la situación de emergencia se tuvo por cosa natural, y se organizó la vida de tal modo que el trabajo recobró su ritmo y nadie volvió a preocuparse por la inútil costumbre de dormir” (Cien años de Soledad)

Trabajar lo vincular es la vacuna para que la cuarentena no nos condene a cien años de soledad.