Cuando Tomás Moro escribió Utopía seguramente no imaginaba la trascendencia que tendría en la historia de la Humanidad el término que había empleado.
Pocos saben de su libro, pero emplean el concepto para describir una sociedad mejor, o bien para señalar el camino hacia la redención del género humano.
Otros mencionan la palabra utopía para ilustrar la imposibilidad fáctica de determinados ideales, y descalificar a quienes los proponen.
Pero en estos tiempos tan modernos a la Utopía le ha surgido un fuerte competidor: la Distopía.
Parece ser que aquí y en otras geografías los humanos optan por personajes feroces, relativistas en lo moral, despiadados, crueles, despóticos.
Tal vez cansados del fracaso de gobiernos populares que prometen más de lo que cumplen, y también por la conspiración y el martilleo permanente de poderosos intereses económicos y mediáticos contra cualquiera que quiera pisarles el poncho, los pueblos terminan eligiendo a líderes distópicos.
Como las liebres paralizadas en el camino por el encandilamiento de los faros de un automóvil, así millones se fascinan, son seducidos por discursos cerrados, silogísticos, desmesurados, de los fantoches de turno del poder real.
El líder distópico se vale de un aceitado marketing político, de una gestualidad estudiada, de fingida indignación, de ideas-fuerza repetidas de acuerdo al efecto que causen en el receptor. Falacias simples, pero efectivas.
Los Bolsonaros, los Trumps, los nostálgicos de las monarquías absolutas, los religiosos más oscurantistas, asisten embelesados a la asunción de mandatarios del palo por estas latitudes.
Es característico de estos líderes distópicos el desprecio por la ley, no reconocen la división de poderes, y emplean el insulto, la ofensa y la amenaza contra todo aquel que piense diferente. La intolerancia de estos personajes afecta a propios y ajenos: el acólito de ayer que manifieste una mínima diferencia con el discurso oficial, pasa sin escalas a convertirse en traidor. El aliado debe obedecer o será excluído también.
Todo apunta a una gestión monolítica, sin matices. El ideal de todo líder totalitario.
Al igual que algunos jerarcas nazis, estos líderes profesan una inclinación por lo esotérico, que se convierte en nutriente de su mesianismo
Y ya que hablamos de mesianismo: el ansia de protagonismo a escala global compromete al país en conflictos que nos son lejanos y ajenos. Hace tres décadas pagamos muy caro, con dos terribles atentados la tilinguería del gobierno menemista, alineado con el Imperio en la primera Guerra del Golfo.
Hoy estamos expuestos a algo parecido.
Otra característica es la promesa de mejora en la vida de la sociedad. De la prosperidad de la que gozaremos después de un nebuloso período de sacrificio. Este período puede llevar décadas.
Pero las políticas de gobierno van en la dirección contraria al logro del objetivo proclamado.
Promesas de prosperidad, y al mismo tiempo medidas que destruyen la economía real: licuan el ingreso de los sectores populares, desfinancian la educación, la ciencia, cancelan la obra pública, emprenden una cruzada contra el arte y la cultura.
Detentan el poder del Estado pero odian al Estado. Sobre todo odian todo lo que tenga que ver con beneficios para los sectores más desfavorecidos: previsión social, salud, educación, empresas públicas (aunque sean rentables o tengan una importante rentabilidad social).
Nostálgicos de las dictaduras, no reparan en gastos cuando se trata de alimentar el aparato represivo: es entonces cuando el Estado muestra su faceta más brutal.
Resultados: cierre de empresas, de comercios, caída del consumo, aumento de la desocupación, de la pobreza y de la indigencia.
El país se achica, se concentra la riqueza en los sectores ligado a la exportación y a la especulación financiera. Los beneficios de la producción nacional pasan a engrosar las arcas de los paraísos fiscales, vía la fuga, de la creación de “empresas” off shore.
¿Puede durar un liderazgo de estas caracteríscas?
No podemos saberlo a ciencia cierta. Pero es una posibilidad. Puede ocurrir que la economía se estabilice varios escalones más abajo, o aún recupere un pequeño porcentaje de lo perdido en la caída. Esto será presentado como un rotundo éxito por el gobierno y los medios afines a él.
Por otra parte el Establishment empleará a su mandado para hacer el trabajo sucio de reformas que favorecerán la concentración del ingreso. Luego evaluarán si les sigue sirviendo. Dependerá del líder mesiánico, de su intuición, de su capacidad política el mantenerse sobre esa superficie inestable que es el poder.
También es decisiva la ruptura del consenso del que hoy goza en sectores populares. Esto depende de la acción de las fuerzas populares, de su claridad para caracterizar la realidad y presentar propuestas adecuadas, para retomar el camino del crecimiento, la legalidad y la justicia.
Cuarenta años se cumplieron desde la recuperación de la democracia en Argentina. Parece algo definitivo, incuestionable. ¡Cuidado! La democracia se construye y se defiende cada día, no lo olvidemos.
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