“La única libertad que conocimos fue Libertad Lamarque” dijo allá por los noventa Enrique Pinti.
“Oíd mortales el grito sagrado,
Libertad, libertad, libertad”
Así comienza nuestro Himno Nacional.
¿Qué es la libertad? Es la capacidad de decidir por uno mismo. Y esto vale para un individuo, una comunidad, un país o la entera Humanidad.
Los Estados Unidos de Norteamérica se fundaron sobre la base de inmigrantes europeos que venían en busca de libertad para profesar sus creencias religiosas.
Pero su libertad colisionó y avasalló la libertad de los pueblos originarios, éstos fueron masacrados y privados de su lugar en el mundo. Gran parte de la prosperidad norteamericana de los siglos XVIII y XIX se cimentó en el trabajo de esclavos capturados en África y sus descendientes.
Ahora bien, las sociedades humanas se organizan sobre la base entramados jurídicos, económicos, políticos, culturales, que asignan lugares y roles a todos los seres humanos que las componen.
Y parece ser, que aún en las sociedades en las que se pregona la libertad, algunos son más libres que otros.
En la antigüedad había hombres libres y esclavos, estos últimos asimilados a la categoría de un animal, o como lo definían los romanos “un instrumentum vocalis”, o sea un instrumento que habla. Existían también categorías intermedias, como los metecos en Atenas, que tenían libertad personal pero no derechos ciudadanos.
Ya el Código de Hammurabi, en la antigua Mesopotamia, diferenciaba muy claramente las penalidades para libres y para esclavos.
La palabra libertad entonces, como muchas otras cosas, no se explica sin su contracara necesaria: la opresión, el dominio, la coerción. O sea la capacidad que tienen algunos de obligar a otros a realizar actos contra su voluntad.
La palabra libertad tiene buena prensa. Hasta los más notorios opresores la emplean asiduamente, y hasta se identifican con ella.
Los imperialismos de los siglos XIX, XX y XXI justificaron sus tropelías y genocidios invocando la libertad. “No venimos como invasores, sino como libertadores”. Cada vez que los “libertadores” pasaban por un país los muertos se cuentan en centenares de miles y aún de millones. China, Vietnam, Irán, La India, la Unión Soviética, Polonia, son algunos de los ejemplos de pueblos masacrados por los invasores.
Pero también hay una libertad que reclaman grandes mayorías frente a minorías poderosas que las oprimen dentro de sus propios países.
En toda América Latina desde su independencia política se conformó un entramado de poder, que fue constituído por los grupos económicos dominantes, la mayor parte de la oficialidad de las fuerzas armadas, las jerarquías eclesiásticas, el Poder Judicial, y los propietarios de los principales medios de comunicación. Esto está muy bien tratado en el libro de Jorge Sábato “La clase dominante en la Argentina moderna”. En esta obra se describe cómo funcionó la articulación para conformar un bloque hegemónico de las clases dominantes en nuestro país.
Esta hegemonía no solamente se ejercía a través del poder fáctico (fuerzas armadas, de seguridad, jueces) sino también de una prédica que llevaba a que gran parte de la población aceptara y asumiera como propia la justificación del orden establecido.
La Constitución Nacional de 1853 declara y garantiza las libertades de ciudadanos y habitantes de acuerdo a los valores y filosofía política del liberalismo de molde europeo y norteamericano de la época. Pero la misma clase social que pergeñó esta Constitución fue la primera en violentarla con fraudes, golpes militares, con largas y genocidas dictaduras.
De modo que la palabra “Libertad” en la boca de los sectores privilegiados siempre sonó hueca, inconsistente, contradictoria.
Los libertarios
Vamos a restituir el término libertario a sus legítimos creadores, a quienes la ejercieron en la teoría y en la práctica
Los ácratas o anarquistas lucharon decididamente contra un orden social que oprimía y expoliaba a las mayorías trabajadoras.
Cabe aclarar que cuando los anarquistas se manifestaban en contra del estado opresor, clasista, no estaban en contra de toda organización social. Proponían un modelo de colaboración, de cooperación, de autogestión de individuos libres. Y esto como utopía, como rumbo a seguir. La igualdad estaba para los anarquistas indisolublemente ligada a la libertad
De modo que no eran devotos del “caos”, sino de una elevación moral de la humanidad a través de la cultura y la educación.
Algunos anarquistas enfrentaron al Estado 0presor por medio de la acción directa.
Simón Radowitzky y Severino di Giovanni fueron ejemplos de esto último.
Desde hace unas cuantas décadas, en la Argentina y en el mundo aparecieron unos nuevos “libertarios”, que en realidad representan a lo más concentrado del sector financiero, y consideran al Estado como un enemigo. Disfrazan esto denunciando al Estado como una estructura que entorpece y frena el crecimiento de las fuerzas productivas. El Gasto público, según ellos, debe reducirse drásticamente, sobre todo en sectores como jubilaciones, prestaciones de salud y educación, servicios del Estado a la población.
Pero la posición dominante que detentan estos grupos económicos hace que se desvirtúe toda posibilidad de libre competencia. No existe más el “mercado perfecto”. Entonces el estado tiene la obligación de intervenir para impedir los abusos en contra de la población.
Por otra parte, cuando se trata de que los estados intervengan a su favor, esto neoliberales no tienen el menor pudor en aprobarlo.
De modo que estaría bueno que abandonen la máscara de la “libertad” y muestren su verdadera naturaleza.
Lamentablemente amplios sectores medios, y aún de bajos ingresos de nuestra sociedad, han sido influenciado por esta prédica que va en contra de sus propios intereses.
La libertad y la seguridad
La prédica en contra de la libertad se alimenta de una tragedia que atraviesa a muchos países del mundo, de Latinoamérica en particular. Es el tema de la “inseguridad”.
Lamentablemente se reduce el tema de la “inseguridad” a un ámbito reducido: el de las consecuencias del delito.
Las víctimas del delito pertenecen a todos las clases sociales. Los delincuentes también.
La afectación directa a personas, a familias, producen un efecto de empatía del público, convenientemente amplificado por los medios de difusión hegemónicos. Son delitos contra la propiedad que terminan cobrando víctimas personales, con muertos y heridos.
Si los hechos son cometidos por individuos de condición social más baja, mayor es la inquina.
Otros hechos de inseguridad no producen la misma reacción del público: entre ellos los abusos de poder, el maltrato a las mujeres y a los niños, los crímenes intrafamiliares.
Tal vez la excepción a esto último fue el asesinato Fernando Báez Sosa, cometido en manada por un grupo de rugbiers el último verano en Villa Gesell. Aunque si hoy hacemos una encuesta, no sé cuántos recuerdan este crimen.
Las sociedades más igualitarias, de los siempre elogiados pero nunca imitados países escandinavos, tiene índices infinitamente más bajos de criminalidad que los países de esta región. Es que allí el Estado es instrumento de igualdad, de redistribución de la riqueza, de democracia y de libertad.
Decía antes que la inseguridad es un tema mucho más amplio que el relacionado únicamente con el delito.
La inseguridad alimentaria, la falta de acceso a condiciones mínimas dignas de existencia, los abusos de poder, la discriminación y la criminalización de la protesta social, ocasionan una suerte de genocidio cotidiano, que por su persistencia en el tiempo, producen acostumbramiento y muy poca indignación.
El Estado: ¿instrumento de opresión o garante de la libertad?
Esta es una pregunta que no se puede formular de manera abstracta. Está íntimamente ligada al momento y contexto histórico, a la praxis política de cada sociedad, a la forma y sustancia de la batalla que se libra entre clases sociales, corrientes de pensamiento, intereses económicos, paradigmas más aceptados, irrupciones de rupturas estructurales en la vida social, nuevas cuestiones que interesan a la población.
El rol opresor o garantista del estado depende de quién gobierne en ese momento, de quien tenga a su cargo las diferentes funciones.
El Estado, en sus diferentes funciones, se convierte en campo de batalla de posiciones e intereses que son contradictorios. Puede existir un gobierno de corte progresista, pero para lograr aplicar las políticas que votó la ciudadanía debe enfrentar el lastre, la inercia de fuerzas intra estatales. Estas fuerzas (a menudo oficiales de las fuerzas armadas, de las fuerzas de seguridad, jueces y funcionarios del poder judicial) se resisten los cambios que la sociedad reclama, y obedecen más a un reflejo que tiene que ver con su formación política e ideológica. Años de dictaduras dejaron su impronta en estos poderes fácticos que añoran, de manera cada vez más desembozada, los tiempos de autoritarismo y terrorismo de estado.
La lucha por la libertad, decía antes, está íntimamente ligada al combate por la igualdad, por los derechos, por la paz.
Los movimientos feministas, de igualdad y diversidad de géneros, los desposeídos de las condiciones mínimas para una vida acorde con la inmensa riqueza que genera la economía hoy, los ambientalistas, y muchos otros, forman parte de un colectivo progresista que impulsa la verdadera libertad, hermanada con la igualdad.
En fin, la batalla por la libertad no se termina nunca. Es un faro, una utopía que puede hacer que la Humanidad tenga más humanidad.
Veremos
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