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Por Claudia Rafael / Agencia Pelota de Trapo

(APe).- Los mismos que –según la institucionalidad de las fuerzas de seguridad- pueden quitar la vida supuestamente en nombre de la vida hoy están cortando las calles. Hacen un piquete los mismos que –aclaran “no somos piqueteros” por si alguien comete el pecado capital de confundirse- salen con sus 9 milímetros, sus bastones largos y sus porras a reprimir las protestas callejeras, de los hambrientos, de los tomadores desarrapados de tierras, de los que viven permanentemente en ese “estado de excepción” (que es cotidiano y constante para indigentes y empobrecidos) del que hablaba Agamben cuando definía que es allí donde la policía se mueve como un pez en el agua. Y rodean, armados, con patrulleros y sirenas la quinta presidencial, en una peligrosa demostración de poder que jaquea a esta democracia frágil y desigual.

Con casi 100.000 integrantes, aquella que supo ser la maldita policía y que por estas horas TN caracterizaba en sus placas televisivas como “bendita”, la Bonaerense está jugando a un juego que –sabe bien- puede no tener remedio. La última gran protesta policial, aquella que se extendió a casi todo el país en 2013, redundó en más de una veintena de muertos y saqueos. En una seguidilla de zonas liberadas prohijadas, esta vez, por el reclamo.

La misma Bonaerense que tuvo como grandes íconos fundacionales a Camps o a Etchecolatz décadas atrás hoy es responsable –junto a otras fuerzas de seguridad- de una muerte cada 23 horas. Son casi 6000 las víctimas policiales por un amplio abanico de causales: gatillo fácil, crímenes en contexto de protestas y muertes en situación de encierro. Exactamente la misma –con retoques escasos y temerosos, idas y vueltas, reformas pobres- que 27 años atrás secuestró, torturó, asesinó y desapareció al estudiante de periodismo Miguel Bru. Aquella entrampada en el lodo cuyas jugarretas y connivencias tuvo conexiones con el crimen de la pequeña Candela Sol Rodríguez. Esa que fogoneó y complotó en el crimen del fotógrafo José Luis Cabezas, en el verano de 1997.

Esa policía que en 2002 se llevó de un zarpazo las vidas de Darío y Maxi. Que constituyó un arquetipo no sólo por esos dos grandes íconos populares sino también por el gran símbolo policial que significa el ex comisario Alfredo Franchiotti. Se lee en “De armas llevar: estudios socio antropológicos de los quehaceres de policías y de las fuerzas de seguridad”, que Franchiotti “ejecutó las órdenes recibidas hasta las últimas consecuencias y en principio fue felicitado por el mismo gobernador de la provincia de Buenos Aires (reconocido/ prestigiado por el campo político) y entrevistado por los medios (reconocido/prestigiado por el campo mediático), para luego, ante las evidencias, ante las otras voces que mostraban que sus esfuerzos por restaurar el orden habían sido ´demasiado visibles´ como para poder ser negados o contenidos” se lo exoneró, se lo condenó a perpetua, obtuvo su condena social y “simultáneamente, la exculpación de las instituciones que lo construyeron”.

Es esa policía –que el año próximo cumplirá 200 años de existencia-, la que el histórico jefe de la Bonaerense durante el duhaldismo, Pedro Klodczyck, definió diciendo que “al ser los basureros de la sociedad, a veces nos manchamos con basura”. Era la mejor policía del mundo.

Y es la que, en tiempo presente, hace algo más de un mes asesinó a Lucas Nahuel Verón el día en que estrenaba sus 18 años en González Catán, cuando iba en moto a comprar unas gaseosas.

Esa misma policía que sigue en la mira en la causa Facundo Astudillo Castro. “Desaparición forzada seguida de muerte”, sigue siendo la calificación del caso acerca de la muerte de ese pibe del sur provincial de escasos 22 años. Mientras pugnan por la teoría del accidente, Yatel, el ovejero alemán del perito de la querella en la causa Facundo, pareció enloquecer cuando entró al Toyota Etios, el patrullero secuestrado en el allanamiento a la comisaría de Bahía Blanca. Rascó el asiento de atrás, lo mordió, casi lo destrozó al percibir el olor del chico buscado por meses y cuyos restos aparecieron a mediados de agosto en el cangrejal del estuario de Bahía, a la altura de Villarino Viejo.

Y los policías insisten: ninguno de los que ingresan a la fuerza puede ganar menos de 60.000 pesos y hay que sumar la suba de las horas Cores (las horas extra) de 50 a 189 pesos, planes de vivienda y otra serie de reivindicaciones. Un reclamo que –no por efecto del azar- salta a la luz en el contexto en el que la fuerza está en el ojo de la tormenta por la desaparición y muerte de un pibe.

Conocedora de su poder de fuego y de presión, la reacción inmediata ante el reclamo fue el preanuncio de aumento del gobierno provincial que, sin embargo, no hace cesar la protesta policial. A otro juego se está jugando. Durante las movidas policiales de 2013, esta agencia de noticias escribía: “Mal pagos, pésimamente equipados, en un trabajo donde la vida es moneda de cambio. Pero eficientes al máximo a la hora de obedecer las órdenes de mantener controlada la protesta social. A palos, a gases, a postas de goma, a balas de plomo. Infalibles en el monopolio de la violencia”. Podría volver a publicarse el mismo texto sin grandes variaciones. 

Una vez más, hay que poner sobre la mesa una vieja anécdota que tiene más de 30 años. Cuando Luis Brunati era ministro de Gobierno de Cafiero, en tiempos en los que no existía el ministerio de Seguridad. Y que esta Agencia reconstruyó en una nota publicada en 2017. “Alrededor de la mesa, junto a Brunati, se sentó un grupo de comisarios. Con la voz baja, como se estila en ocasiones, le dijeron: ´Tenemos unos obsequios para usted, una Itaka, un ovejero alemán adiestrado, porque usted va a necesitar seguridad. Y le ofrecemos un aporte mensual, porque usted sabe que los recursos en política son necesarios´. Además de las palabras, le pasaron un sobre. Brunati dijo que no”. A menos de un año, producto de las presiones, terminó renunciando. 

Esa policía que hoy toma las calles reclama como trabajadores por sus derechos cual fuerzas de producción que pugnan por un reconocimiento salarial. Ante esa definición, la eterna y gran pregunta sería: qué produce una fuerza de seguridad. Define Michel Foucault: “la policía es el golpe de Estado permanente”.

Los vaivenes, reformas y transformaciones en la estructura policial nunca llegan a la raíz. “Al uniformado que llegue a hacer una cosa de ésas, lo fusilo yo mismo por la espalda”, supo decir un jefe policial de los tiempos de Carlos Ruckauf.

Transcurrieron más de 20 años de frases como ésa. Entre medio, generaciones de pibes de las barriadas más golpeadas se vieron en la enorme disyuntiva: chorros o canas. Esta última opción no los transformó en trabajadores como uno de los dos carriles en pugna versus la delincuencia. Fueron parte, en todo caso, de la construcción –más o menos veloz- del huevo de la serpiente.

Los archivos de escasos siete años atrás devuelven una imagen que sería sabio no perder de vista. El 10 de diciembre de 2013, en San Miguel de Tucumán, el entonces gobernador, José Alperovich, recibió a la policía y acordó un jugoso aumento salarial. Con los nuevos billetes en el bolsillo, la infantería salió a la plaza central y a los barrios cercanos a Casa de Gobierno con balas de goma y gases lacrimógenos a reprimir a la multitud de tucumanos que clamaban por seguridad ante la huelga policial.

Toda una metáfora de cada tiempo. En el que esa misma bonaerense que hoy copa las calles a sirenazos y gritos en los que vocifera que “¿por qué se dieron millones a la IFE y a nosotros no?”, volverá en minutos nomás a disciplinar, negociar, corromper o corromperse mientras es la mano represora que pugna por talar y taladrar el porvenir.