Por Claudia Rafael – Foto: Juliana Miceli – Fuente: Agencia Pelota de Trapo –
“Prohibido olvidar”. La bandera con la imagen de los pibes de Monte es tajante: “los mató la policía”. Y veda la desmemoria, desde la palabra escrita, en un país que carga muerte sobre muerte joven en donde los distintos emblemas del Estado descerrajan plomos sobre una vida cada 21 horas. Mientras el poder aplaude y condecora.
Los cuerpos dolientes de los familiares avanzaban en la quinta marcha contra el gatillo fácil mostrando los jirones de desgarro que les fue tatuando la historia. De Congreso a Plaza de Mayo, en un camino que fue sembrando angustias, calvarios, aprendizajes, fortalezas, abrazos sobre el asfalto y dejando las semillas de una lucha que marcha tras marcha crece y se multiplica.
Y va a la médula en un documento impecable: “El pedido de mano dura es un pedido de más control social y represión, más hostigamiento, más muertes, más pibes robando para la policía, más drogas en los barrios. Cuando hablamos de drogas hablamos del narcotráfico que está comandado desde las esferas más altas del poder político y de las fuerzas nacionales como Gendarmería y Prefectura, que son las que se supone deben custodiar las fronteras. Cuando los familiares de los pibes y las pibas víctimas de las drogas buscan ayuda del Estado se encuentran con que no hay ninguna respuesta. Siendo así las drogas otra forma de exterminio de nuestros jóvenes”.
Mujeres y hombres que aprendieron a la fuerza que no se trata de “policías, prefectos, gendarmes o penitenciarios” aislados. Que no son otra cosa que los brazos armados del Estado que asesinó a más de 6500 pibas y pibes desde 1983 hasta este presente. Que no se trata de “excesos individuales”. Y que unos y otros son galardonados por la impunidad con que el poder judicial los premia.
Son mujeres y hombres paridos por sus propios hijos, hermanos, amigos, compañeros. Del mismo modo en que los hijos e hijas parieron a las Madres hace ya décadas. En una historia circular que se repite. En la que aprendieron que tampoco sus propios hijos fueron casuales víctimas, productos fortuitos de un error, porque son hijas e hijos de todos.
No hay fatalidad ni infortunio. No hay equivocación ni percance. No hay adversidad personal. Sino gatillo predeterminado hijo de los designios de un poder que sabe, con perversa certeza, hacia dónde dirigir su propia bala sistémica.
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