Por Laura Taffetani – Fuente: Agencia Pelota de Trapo.- Cada época construye sus relatos, los que nacen del poder real y los que subyacen en las sombras de los que no lo tienen. Por eso, en quienes se aprecien de una lectura crítica para la transformación de esas relaciones de poder, es tan importante tender el puente entre la realidad que vivimos y las ideas que la atraviesan. En ese sentido, una de las ideas insigne de esta época en materia de infancia y juventud, la representa -sin lugar a dudas- la percepción reinante sobre el trabajo infantil.
En el inicio de la dictadura militar del ‘76, los obreros de la fábrica Vincentín fueron -como la gran mayoría de la clase trabajadora en Argentina- blanco de la represión. Aníbal Gall fue uno de esos dirigentes, quien siendo personal jerárquico de la planta se unió a la lucha obrera, convirtiéndose en poco tiempo en el referente indiscutido del Sindicato de Aceiteros de las tierras santafecinas.
Aníbal Gall fue secuestrado el 30 de Enero de 1976 y estuvo detenido ilegalmente hasta el mes de septiembre de ese año, en el que salió en libertad después de haber sufrido torturas que lo dejarán marcado para siempre hasta su muerte.
Su hermano Albino Gall, al contar sobre su historia en el diario Página 12 de este domingo, menciona que ingresó a trabajar en esa fábrica cuando cumplió los 13 años. “Tenía que elegir entre trabajar y estudiar” dice en la nota con toda naturalidad.
En aquella época, nadie se hubiera escandalizado por la edad de ingreso de Aníbal en el mundo laboral. La juventud que provenía de los sectores más humildes ingresaba a las fábricas en tropel, en esa Argentina prometedora que venía desde la década del 60 ostentando el casi pleno empleo. Un sueño que parecía imposible de alcanzar para otros países de América Latina.
Había un proyecto de país que se iba desplegando firme a cada paso y la clase obrera se organizaba para alcanzar su legítimo derecho de disfrutar los beneficios de lo que sus propias manos producían.
Época también, en la que nadie dudaba que quien verdaderamente genera riqueza del país es la clase trabajadora y no el capital, como hoy se gusta decir para legitimar los privilegios de los más poderosos.
También, en esos tiempos, Argentina enarbolaba la legislación laboral más progresista de América Latina, sancionada en 1974. No es casual que uno de sus redactores, Norberto Centeno, desapareciera posteriormente durante la última dictadura militar.
La Ley de Contrato de Trabajo, entre otros derechos conquistados, regulaba el trabajo de los menores de edad, prohibiendo trabajar a los menores de 14 años y a todos los menores de 18 años en general en el trabajo nocturno y aquellos de carácter penoso, peligroso o insalubre.
Exigía también que, aquellos que se encontraban comprendidos en la edad escolar, hayan completado su instrucción obligatoria, salvo autorización expresa del ministerio tutelar “cuando el trabajo del menor fuese considerado indispensable para la subsistencia del mismo o de sus familiares directos, siempre que se llene en forma satisfactoria el mínimo de instrucción escolar exigida”.
Después aconteció lo que ya todos y todas sabemos: la dictadura militar preparó el camino y los distintos gobiernos democráticos que siguieron fueron consolidando el cambio de modelo económico que empujó a gran parte de la clase obrera a los desiertos áridos de la exclusión.
Al compás del masivo cierre de fábricas, los artículos de la Ley de Contrato de Trabajo se fueron desgranando, con las permanentes modificaciones de los dóciles parlamentos, asegurando las condiciones para que los sueños del pasado no pudieran colarse por ninguna hendija que trajera algo de dignidad.
De las viejas consignas obreras de lucha por el poder que circulaban en los volantes distribuidos de madrugada en las puertas de fábricas, se pasó a la folletería elegante que luce en las oficinas de la mayoría de los sindicatos con las consignas puntillosamente dictadas por la OIT. Así fue como se pudo pasar, sin pena ni gloria, a cambiar la vieja aspiración de trabajo digno por el trabajo decente.
Ya con el aparato productivo destruido, con tres o cuatro generaciones enteras que ya no guardan siquiera en los relatos de sus abuelos y abuelas la noción de trabajo digno, y borrada toda esperanza de un horizonte diferente para sus hijos e hijas, se comenzó a construir el relato necesario para afianzar el crimen.
Foucault llamó criterio de verdad, a los parámetros que establecen las redes del poder para imponer el saber en la sociedad necesario para consolidar sus bases.
De este modo, sólo por poner un ejemplo, bajo el lema de la resignación del “algo es algo”, llegamos a llamar trabajo a la mísera dádiva que da el Estado en forma de planes y de este modo, medir tranquilamente el índice de desempleo.
La suerte no fue distinta para aquellos adolescentes que crecen en nuestros territorios sin perspectiva alguna de alcanzar los sueños fabricados de una sociedad de consumo a la que jamás accederán.
El criterio de verdad vino enseguida al salvataje de esta realidad que atraviesa nuestras pupilas y que duele en el alma de un país que les roba día a día su futuro.
Subimos la edad para el trabajo que nunca tendrán a los 16 años, sin establecer excepción alguna. Cerramos los centros de formación laboral o los convertimos en simples talleres de pizarras blancas, alejados de cualquier herramienta de trabajo que pueda establecer esa íntima convicción del orgullo que significa el fabricar los bienes de utilidad que la sociedad entera podría disfrutar.
Establecimos además el secundario obligatorio para asegurar la ficción, sin otorgar una sola condición que permita evitar que más de la mitad de las y los jóvenes que concurren -casualmente la misma cantidad que se encuentran por debajo de la línea de pobreza- abandonen el camino que para ellos y ellas jamás estuvo señalizado.
Es cierto que la prohibición produce una placentera sensación frente a la solución impotente de dar respuesta en un país que no tiene en su horizonte el trabajo digno.
Tampoco dejan de ser atractivas las consecuencias, que penden en el aire como espada de Damocles, de la posible penalización cuando se infringe. Está claro que para ello, bastan y sobran las cárceles a cielo abierto que se erigen en sus barrios, en las que sólo cabe asegurar que no crucen sus límites.
Este es el país que no le tocó vivir a Aníbal. La fábrica donde trabajaba se enriqueció a expensas de un Estado que resguardó sus intereses impúdicamente, frente a la mirada esquiva de un sindicalismo que se mueve a sus anchas después de la represión sufrida por sus militantes.
De hecho, Aníbal nunca podría haber ingresado a trabajar con esa edad y menos aún, convertirse luego en el referente de sus compañeras y compañeros trabajadores.
Es cierto que, el universo de los Aníbales, está atado a otros sueños que no caben en los que hoy se promueven como políticamente correctos. Aquellos que provienen de los criterios de verdad generados por las grandes usinas del poder y del saber académico con el fin de regular el destino de aquellos y aquellas que comienzan a transitar una adolescencia excedente.
Por eso, el universo de los Aníbales, como los de las compañeras y compañeros que levantaron otras banderas, se encuentra tan celosamente escondido desde hace décadas, lejos de los mercaderes y traficantes que trabajan para la resignación.
Sólo están ahí esperándonos, para encender las rebeldías del mañana necesarias. Esa rebeldía que no tienen edad ni fronteras que no sean las de construir esa nueva sociabilidad humana que estará siempre pronta a renacer.
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