Por Daniel Campione. Fuente: Contrahegemonía –
VIGENCIAS DE AQUEL 20 DE DICIEMBRE
La revuelta del 19 y 20 de diciembre de 2001 fue la resultante del descontento frente a una década larga de políticas que llevaron al incremento de la pobreza y el desempleo y a la privatización generalizada de los bienes públicos, acompañado por el hartazgo hacia una dirigencia política, y en menor medida empresarial, periodística y hasta judicial, que aparecían como inescrupulosos beneficiarios del deterioro de las condiciones de vida y de trabajo de la mayoría de la población. Para entonces la economía argentina llevaba más de cuarenta meses de recesión y un ritmo creciente de destrucción de empleos. El gobierno había dispuesto incluso un recorte nominal de salarios y jubilaciones, mientras se confiscaban los depósitos bancarios. La suma de enormes disconformidades terminó corporizada en un estallido que depuso a un presidente y puso en situación de crisis a los cauces habituales del transcurrir social, político y cultural.
Un punto inicial para arribar a la comprensión de la rebelión argentina es que no se trató de un movimiento puramente espontáneo, de un estallido de un momento, que brotó de la nada para volver a hundirse en ella. La segunda mitad de la década del noventa fue un período signado por el aumento de la desocupación, la pérdida salarial, el consiguiente aumento de la pobreza, el empeoramiento de las condiciones de trabajo, el deterioro de los sistemas de salud y educación. Asimismo, y en medida creciente, por la gradual reorganización de los espacios sociales más variados, y una revalorización de la acción colectiva signada por la progresiva pérdida del miedo instaurado desde la dictadura. Al individuo aislado buscando su salvación, que se proponía desde el poder, le sucede la apuesta por el colectivo tratando de encontrar un camino común, tanto para enfrentar al poder en sus diversas facetas como para construir espacios de decisión propia, de productividad política y autonomía. Y emergieron grandes movilizaciones sobre el terreno arrasado que dejaban las políticas de privatizaciones y concentración del capital, como en Neuquén, Tartagal y Mosconi.
En el momento del estallido, los componentes de relativa espontaneidad pusieron de manifiesto lo que Gramsci llamaría elementos de dirección consciente, que anidaban en su interior. No hubo organización ostensible en el sentido tradicional de acción concertada y planificada, pero sí una presencia de los sectores dotados de organización previa y tuvo un peso la conciencia cimentada por las luchas anteriores. Se condensó cierta recomposición de las clases subalternas, junto con el progresivo hartazgo de la situación de empobrecimiento permanente que se sufría desde hace un cuarto de siglo, más la gradual disipación del opresivo clima ideológico que siguió al derrumbe del bloque del Este, y el ejemplo de otras protestas multitudinarias y en ocasiones triunfantes. Ese conjunto se puso en tensión para producir la marea humana que el 20 de diciembre no retrocedió frente a las balas policiales y sancionó en los hechos la salida del presidente de la Rúa.
Se inició un lapso de movilización permanente, de continua creación de nuevas formas de organización y expresión que convirtieron por un tiempo a Argentina en una especie de laboratorio social en movimiento. Lleno de experiencias innovadoras, y del rescate de otras viejas que volvieron al primer plano.
¡Qué se vayan todos! fue la consigna inmortalizada en las movilizaciones de entonces. Aunque tenía un vago contenido “antiestablishment” en general, el destinatario principal era la mal llamada “clase política”. Se atacaba también a los empresarios más ligados a la corrupción de los políticos, como los de empresas privatizadas, o a la especulación ruinosa para las capas medias (los bancos), junto con algunos medios de comunicación. Pero los políticos profesionales arrastraban el anatema principal. Sufrían marchas de repudio, cacerolazos, escraches, que indicaban la voluntad de librarse de una dirigencia que había perdido toda legitimidad, a la que se culpaba en conjunto por el calamitoso estado de cosas alcanzado. Un sector de la protesta privilegiaba el matiz “antipolítico”. Otro grupo, identificado con distintos partidos de izquierda, aplicaba un enfoque vanguardista, que privilegiaba elevar a la propia fuerza a un rol de dirección.
Entre esas puntas no logró avanzar con claridad un criterio horizontal y pluralista, pero al mismo tiempo con conciencia del compromiso político, que no soñara con “cambiar el mundo sin tomar el poder”, como circulaba en aquellos años, ni diera privilegio absoluto a “lo social” frente a “lo político”.So capa de buscar un máximo nivel de democracia y negar acatamiento a cualquier liderazgo preconstituido, la cuestión del poder terminaba preterida y los movimientos se replegaban sobre las realizaciones locales y la dinámica de la autoorganización.
De todos modos el rasgo en común, y gran parte de su valor intrínseco, era lo creativo, el arribo de lo impensado, la aparición de una izquierda sin precedente directo en agrupaciones preexistentes. La intensa movilización de trabajadores desocupados hizo afirmar a Pierre Bourdieu que era un “milagro sociológico”. Un ámbito que en la tradición se identificaba con la desorganización y desmovilización, el de los desempleados, se convertía en fuente de pujantes organizaciones que convulsionaban el país entero.
Junto a la fuerza de los piquetes protagonizados por los desempleados, en una escala de menor masividad, las asambleas barriales ocuparon un lugar importante. Tuvieron el sello de la rebelión en los barrios, muchos de ellos considerados de “clase media”. La nota dominante fue el componente deliberativo, la intencionalidad orientada a una democracia de base. Nucleaba a generaciones diferentes, situaciones sociales diversas, culturas distintas. Esa heterogeneidad se agrupaba frente a la crisis e intentaba respuestas, no sólo hacia el propio sector social sino en dirección a los visualizados como más pobres. Los comedores populares, el apoyo a las acciones piqueteras, expresada en la consigna“piquete y cacerola la lucha es una sola”, los espacios de trueque de bienes y servicios, acompañaron a la mayoría de las asambleas. No había jerarquías preconstituidas, ni direcciones formales, ni mediaciones representativas. Se acercaban a la utopía de la democracia directa en estado puro. Diversas tendencias actuaban en su seno, en algunos casos en busca de hegemonizarlas, y el desgaste fue bastante rápido. Muchas comenzaron a languidecer pocos meses después de su creación. Su espíritu, sus modos de acción, tendrían en cambio una vigencia más prolongada.
También cabe destacar a las fábricas “recuperadas”, experiencias de autogestión nacidas como medida defensiva contra la amenaza del desempleo, pero proyectadas hacia experiencias de iniciativa y autoorganización que, siquiera en el plano simbólico, se oponían a la empresa capitalista. La “fábrica sin patrones” era un modelo que venía de antes pero tuvo un ciclo de lucha y avances en torno a 2001. En base a la solidaridad con esas empresas autogestionadas se tejió una vasta trama de emprendimientos. La confección “Brukman” y el hotal Bauen constituyeron ejemplos de núcleos en torno a los cuales se articuló una movilización entusiasta y variopinta.
El reflujo de los movimientos articulados en torno a la democracia directa y la acción callejera fue muy visible desde 2003. El gobierno de Néstor Kirchner tomó nota de las reivindicaciones que afloraban desde el conjunto de las clases subalternas, y realizó una inteligente política de retomar la dirección sobre la base de concesiones importantes. El “saneamiento” del Poder Judicial, la reivindicación de las Madres de Plaza de Mayo, la reapertura de los juicios por crímenes de la dictadura, la aceptación de los movimientos piqueteros como actor social legítimo, la ampliación de prestaciones sociales, fueron gestos que jugaron a favor de la reconstrucción de una legitimidad. Ello no implicó la vuelta al estadio anterior. Las organizaciones surgidas al calor del estallido continuaron su evolución, se sostuvieron, se diversificaron, constituyeron alianzas o se fusionaron. Nuevas identidades en formación siguieron su paso.
El inicio del siglo XXI en Argentina fortaleció una entonces incipiente tradición de horizontalidad, con amplio lugar para lo “espontáneo”. Basada en el pluralismo de opiniones y de organización y en una alta valoración de los mecanismos de toma de decisiones, más allá de las propuestas programáticas. También adquirieron fuerza los propósitos de enfrentar al capitalismo desde una perspectiva que objetara todas las opresiones, no sólo las de clase. La cuestión de género y la ambiental, entre otras, fueron tomando un protagonismo inédito. Hubo corrientes de pensamiento y acción que abrevaron en todo ese movimiento y avanzaron en la conformación de una izquierda independiente o “nueva nueva izquierda”. Con base en el espíritu de asamblea, el rechazo a las mediaciones institucionales y el énfasis en la autoorganización popular, se daba la disputa activa del espacio público con los aparatos orientados a la “institucionalización” y la cooptación. La encarnación más potente de la herencia de 2001, el movimiento piquetero, se convirtió en un actor permanente, con repercusión masiva y un crecimiento en el alcance y diversidad de sus organizaciones.
Las propuestas de construcción de una sociedad nueva se rearmaron desde su prefiguración en la sociedad existente. La apelación al colectivo se hizo más fuerte que la apuesta a una transformación orientada desde el estado. En algunos casos se propuso retomar la perspectiva revolucionaria y socialista del siglo XIX y XX, desde un abordaje crítico de puntos fundamentales de esa tradición, como la idea de partido de vanguardia. O el enriquecimiento de la perspectiva de clase más allá de los límites de la clase obrera tradicional. Los trabajadores precarios y los desocupados ingresaban de modo resonante en la reivindicación de su lugar como trabajadores y trabajadoras, mal que les pesara a las organizaciones sindicales predominantes y a los aparatos estatales involucrados en la administración de la relación capital/trabajo.
En los años sucesivos el avance del capitalismo en un sentido cada vez más destructivo y la ofensiva permanente sobre las condiciones de vida y de trabajo de las clases subalternas, hicieron día a día más imperiosa la alta valoración, no exenta de sentido crítico, de la experiencia de 2001. Se necesita la construcción de una memoria histórica fecunda sobre esos hechos, no sólo desde la mira del historiador sino desde el encuentro intergeneracional de la militancia que vivió los sucesos con la que hoy se desenvuelve en organizaciones que se fundaron en aquellos días o que encontraron nuevos cauces de acción y pensamiento al calor de esas luchas.
Hoy nos encontramos frente a un nuevo rebrote de la política en las calles en diversos países de América Latina. Rechazo a políticas que promueven la concentración de la riqueza, la precarización del trabajo, la privatización de los bienes públicos. También rebelión contra todo un modo de entender la política como competencia y negociación entre elites reducidas, cada vez más alejadas de cualquier incidencia o control de la voluntad popular sobre sus decisiones. No hay que reducir estos hechos a reacciones frente a las políticas “neoliberales”, que lo son. Constituyen la impugnación a la asociación predatoria entre poder económico, político y cultural.
En el caso de Chile hay una recusación de la brutal mercantilización de todas las relaciones sociales y una clara demanda de terminar con la institucionalidad política y la regulación de derechos que contienen resabios del orden dictatorial de la época de Pinochet.
Hay resonancias del “que se vayan todos”, y de la virtual toma del espacio público, la irrupción de la “calle” contra el poder del “palacio”. La compatibilidad de la idea de “soberanía del pueblo” con niveles crecientes de desigualdad, es colocada en tela de juicio, mientras se recusa el bajo contenido democrático de las instituciones representativas en vigencia. La cuestión abierta es el potencial de organización popular, de coordinación entre instancias de base. Partidos políticos y grandes sindicatos no aparecen con protagonismo en estos movimientos. Hay mucho de “espontáneo” y desde el poder se los intenta domesticar tomando una parte de sus demandas y quitándole el componente de radicalidad democrática que éstas tienen. El escenario está abierto, pero más allá del incierto resultado final de la lucha en Ecuador, Colombia, Haití y Chile, ya puede decirse que América Latina ha vivido un momento nuevo, con una sacudida al poder existente a partir de unas clases subalternas lanzadas a una movilización creativa, persistente, con elevada vocación de enfrentar a la represión y al miedo.
En este tiempo de protestas contra el dominio desbocado del gran capital en varios países de América del Sur, cabe con más razón la reivindicación de la mejor herencia de 2001 en Argentina y su proyección hacia este presente de luchas y su integración a las mejores tradiciones combativas y anticapitalistas de nuestro país y del continente.
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