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Por Silvana Melo y Claudia Rafael – Fuente: Agencia Pelota de Trapo

Tuvo que aparecer Greta, una piba sueca, rubia, de 16 años, para plantarse ante la ONU y decir que el planeta se muere. Aunque ella no viva los ataques extremos que la pacha y sus habitantes soportan por parte del capitalismo feroz en el sur perdido del mundo. Con su liderazgo solitario, Greta no aspira a cambiar el mundo. Apenas se planta y les dice a los poderosos que el planeta va al abismo. Los poderosos la miran rubia y sueca y los medios argentinos hablan de ella como jamás de los centenares de miles de niños estragados por el sistema que los envenena, que les contamina lo que comen y lo que beben, que agota la tierra, que desaparece los bosques y los cerros, que termina con el agua dulce. Es que el cambio climático para ellos es algo mágico que cae del cielo. Y no un fenómeno atroz causado por países concretos, empresas concretas, nombres y apellidos y un sistema: el capitalismo.

Por eso Bruno Rodríguez, argentino, de 19 años, que habló después de Greta en esa vidriera de colonizadores que es la ONU, pasó más inadvertido. Porque el pibe de la Paternal dijo que venía desde un país de América Latina, hija de cinco siglos de saqueo. Desde un país bañado por agrotóxicos que no controla, talado y depredado, empobrecido y victimizado. (Y después de hablar en la ONU dijo Bruno que Vaca Muerta es inviable, pecado mortal en la Argentina donde nadie discute el extractivismo).

Los dos, Greta y Bruno, hablaron ante las Naciones Unidas, allí donde se pavonean los Trump y los Bolsonaro; donde el rey de España osó decirle a Hugo Chávez “¿por qué no te callas?”. Y desde donde se jugó a la ayuda humanitaria con Haití, destrozada por un terremoto en 2010, con alimentos que durmieron cómodamente en los hangares del organismo sin repartirlo por largo tiempo entre los hambrientos y desarrapados. Contagiándolos de cólera, a través de los excrementos de sus cascos azules en el río del que los haitianos bebían las únicas aguas posibles.

Ellos tienen 16 y 19. Muchos los escuchan. Les creen. Porque ella desde la Suecia fría y descontaminada sabe hablar. Hay quienes dicen que hay un mundo de poder detrás de su figura endeble. Quizás lo haya; tal vez, no. Pero los dos dicen y saben que el planeta se muere.

Como se mueren los millones de pibes y pibas en los arrabales de la vida. Por hambre, por paco, por agrotóxicos, por gatillo fácil, por ejércitos que les apuntan a la nuca o a la frente, por femicidios, por abortos clandestinos, por embarazos precoces, por balas perdidas, por frío extremo o por las telarañas más complejas de violencias.

¿Y si uno de esos pibes dijera –como hizo Greta un año atrás- en un aula de Sastre o Monte Maíz no voy a la escuela y planto bandera en mi protesta? ¿Qué gritaría ante los dueños de las cosas y de las gentes para decirles ustedes son los culpables de mi hambre y de la de mis hermanos y amigos? ¿Alguien les haría sitio en el podio de la ONU para denunciar a la multinacional Bayer que les envenena los días ante la figura de Angela Merkel? ¿Les permitirían, acaso, mostrar sus pieles escaradas para cuestionar a Chevrón por la contaminación del fracking en Neuquén? ¿Les aceptarían sentarse ante Macrón y detallar cómo las grandes empresas francesas se benefician con el monocultivo y con la importación de la carne de buey de Brasil mientras repudian públicamente los incendios en el Amazonas? ¿Los dejarían hablar ante los representantes suizos sobre el lavado de dinero y corrupción y la contaminación sistemática de cada una de las empresas pertenecientes a la multinacional Glencore, de capitales de ese país, propietaria de megamineras de Catamarca, San Juan y Jujuy?

¿Podría, un pibe de los tantos que llevan las secuelas del 2-4D en su sangre y en su piel, pararse ante las y los señores de la ONU para escupir su rabia contra Dow Agrosciences, Nidera y Monsanto?

¿Aceptarían mansamente la crucifixión al sistema capitalista por parte de sus víctimas en los escenarios privilegiados del mundo? No a Bolsonaro, a Merkel, a Macron o a Trump sino a un sistema que perdura en el tiempo. Que los trasciende.

¿Dejarían llegar, con el último aliento, desde el último bosque o desde la última escuelita rural corrida por los sojeros entrerrianos, al último gurí fumigado, para contarle al primer mundo que usó lo que les sobró de las guerras mundiales para lloverle sobre las cabecitas a la infancia del mundo que se cae del mapa? ¿O no es eso el 2-4D que usaban como agente naranja o el clorpirifós, gas nervioso como el gas sarín, todos herramientas de sus guerras químicas?

¿O no es una guerra contra lo que queda del mundo? ¿Contra el agua buena, contra los pájaros, las abejas, las flores silvestres, los cóndores, los niños, las mañanas de primavera?

Entonces sí. El día en que los pibes del sur del mundo, los fumigados, los cesanteados de las escuelitas del campo, los wichis echados de sus bosques, los mapuches derogados de sus pedacitos de patagonia se junten y se caminen el millón de kilómetros hasta la ONU cantará otro gallo. Y muchos se callarán.