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(Blog del Autor) A pocas horas de la derrota electoral del oficialismo se ha desatado una profunda crisis política. La vicepresidente presiona al Gobierno mediante la renuncia de los ministros y altos funcionarios alineados con ella. Y Alberto Fernández busca apoyo en gobernadores, intendentes, la CGT y los movimientos sociales oficialistas. Al momento de escribir estas líneas la crisis sigue abierta, y es imposible prever su evolución. Pero sí es necesario bucear en las raíces últimas del conflicto.

En este respecto, desde la izquierda (véase declaración del FIT-U) se ha adelantado un análisis que, sintéticamente, dice: a) el trasfondo de la crisis política es la derrota electoral; b) todas las partes en conflicto defienden, en esencia, la misma política económica, caracterizada por la subordinación al FMI; c) por lo tanto, aquí está en juego una discusión por cuotas de poder. No habría otro contenido. En particular, se subraya que el sector pro – K no representa ninguna propuesta progresista o nacionalista.  

Se trata de la misma caracterización que sostenía la mayoría de la izquierda en la elección de 2019: “todos [Juntos por el Cambio, Frente de Todos] son agentes del FMI” (para una crítica, véase aquí). Pasados dos años se sigue con lo mismo: “son todos iguales”. Por lo tanto la crisis se debe solo a una lucha por el poder.

Simplista y reductiva

Pues bien, considero que la anterior caracterización de la situación de la clase dominante es simplista y reductiva. En la nota de 2019 decía: “… las fuerzas burguesas, o pequeñoburguesas, expresan intereses distintos, y tienen orientaciones distintas. No se pueden pasar por alto estas diferencias”. Por ejemplo, en la coalición oficialista están desde maoístas y PC, hasta burócratas y funcionarios de la tradicional derecha peronista. Es imposible que semejante sopa heterogénea tenga coincidencias de fondo en políticas y programa económico. Entre otras, existen diferencias en torno a cuánta intervención estatal (controles de precios, estatizaciones) en la economía; sobre si proteccionismo o apertura de la economía; sobre la relación entre exportaciones y mercado interno; sobre si financiar el déficit fiscal con más emisión monetaria o tomando más deuda; y sobre la cuantía de subsidios y planes. Los alineados con el pensamiento K pugnan por imponer una orientación más estatista y nacionalista, y los que se agrupan en torno a Alberto Fernández resisten esa presión. Y para el capital estas posiciones no dan igual. De ahí la euforia con las acciones y bonos argentinos cuando llegan noticias del retroceso del kirchnerismo; y la reacción opuesta cuando ven que avanza. Esto no se puede explicar diciendo “son todos iguales” y al capital (o al FMI) le da lo mismo quién gane.

Por lo tanto, es infantil negar que existen diferencias. Y estas se profundizaron a partir del resultado electoral. Por eso, algunos dirigentes dicen que la pérdida de votos del Frente de Todos se debe a que el gobierno no fue lo suficientemente “nacional y popular” (el argumento es contrafáctico; pero algunos también muestran el crecimiento de la izquierda). Y otros sostienen que la pérdida se debió a que la economía está muy mal, y es necesario avanzar hacia “los equilibrios macroeconómicos” (y muestran el crecimiento electoral de la “derecha pro-mercado ortodoxa”). Y entre estas posturas polares encontramos una variedad de posiciones. Es cierto entonces que todos dicen querer arreglar con el FMI, pero eso no agota las cuestiones en disputa. Con el agregado de que, por fuera de las negociaciones con el Fondo subyace la presión del capital que, de conjunto, exige lo mismo que el FMI –la “flexibilización” laboral en primer lugar- para volver a invertir.

La fractura es real

Por lo tanto, la fractura es real porque las diferencias son reales. Repetimos, no existe una clase dominante homogénea. En su seno hay tensiones y diferencias que se corresponden a posiciones de clase distintas, y tienen sus correspondientes expresiones políticas. Incluidas, cómo no, las expresiones “radicales” del estatismo y nacionalismo pequeñoburgués –aunque a veces se auto consideren “marxistas”. Las brutales peleas por el poder, como ocurre hoy en Argentina, enraízan en intereses, orientaciones y programas de clases y fracciones de clases distintas y hasta opuestas.

Por último, ¿significa lo anterior que los marxistas debemos considerar más progresista a la fracción nacional-estatista? No, en absoluto. El programa nacional-estatista burgués, o pequeñoburgués, no tiene nada de progresivo para la clase obrera. El progresismo nacionalista burgués no tiene manera de responder a la huelga de inversiones, al movimiento globalizado de los capitales y a la presión que ponen sobre las políticas de los gobiernos. Por eso también en la actual coyuntura –entre otros elementos, quietud y desorientación de la clase obrera ocupada- no existe posibilidad alguna de que haya una salida progresiva, para los explotados y oprimidos, de la crisis en curso. Reconocer que existen diferencias en la clase dominante no es sinónimo de apoyar a alguna corriente burguesa contra la otra.