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En el texto anterior dije que hablaríamos hoy de la diferencia entre “punibilidad” e “imputabilidad” y sin ánimo de incumplir, me parece necesario poner primero el tema en su verdadera dimensión.

El 12 de junio, se conmemoró el Día Internacional contra el Trabajo Infantil, fecha promovida por Naciones Unidas para concientizar acerca de la necesidad de erradicar la explotación de mano de obra de NNyA en actividades de diversa índole. Se intenta poner en agenda que NNyA están en edad de realizar otras actividades que, en todo caso, los prepare para la vida laboral o profesional futura. Jugar y estudiar, actividades propias de la niñez y la adolescencia no son sólo placeres o privilegios, son Derechos Humanos.

De la posibilidad de llevar adelante esa etapa en la forma más óptima posible, dependerá el futuro de esos NNyA. Eduardo Galeano, en un célebre texto titulado “La pobreza como delito” (que merece ser leído completo), dice: “Los niños pobres son los que más ferozmente sufren la contradicción entre una cultura que manda consumir y una realidad que lo prohíbe. El hambre los obliga a robar o a prostituirse; pero también los obliga la sociedad de consumo, que los insulta ofreciendo lo que niega”. Pobreza, trabajo infantil y delito juvenil no tienen una relación mecánica de tipo causa-efecto pero sí un entramado complejo; porque allí donde hay pobreza, hay desigualdad y donde hay desigualdad hay exclusión, marginalidad, atropello a la condición humana.

Ser niño, niña o adolescente hoy, en el conurbano de la Provincia de Buenos Aires es un desafío no elegido por aquellos que deben transitarlo. Implica quedar inserto en un ámbito de estigmatización, donde la pobreza se entremezcla con el prejuicio y conjura las pocas posibilidades de algún futuro promisorio.

Muchas barreras se van interponiendo entre cualquier niño, niña y adolescente con sueños e ideales y sus posibilidades de concreción. No es tarea fácil crecer en un medio donde el alimento no sobra, el abrigo no abunda y el cariño se disipa en preocupaciones cotidianas y apremios económicos constantes.

No es lo mismo, la infancia con alimentación garantizada que aquella de quien transita sus primeros años con ruidos en la panza. No es lo mismo la niñez, de quien va a la escuela a la edad de hacerlo, que la de quien va cuando ya está de regreso de demasiadas experiencias, por lo menos adultas, aunque no tenga más de 20 años.

Niños, niñas y adolescentes, con padres o sin padres, con hijos o sin ellos, con o sin escuela, con risas o con llanto; exigidos, bombardeados por una publicidad inalcanzable que promete una felicidad inexistente. Muchos, nunca tendrán zapatillas de marca, “altas llantas”, otros gastarán en tenerlas hasta la última moneda que consigan, para verificar –rápidamente- que la felicidad no anda en zapatillas.

Otros probarán la droga que promete olvido, salirse (por un ratito) de tanto agobio de frustración cotidiana, para volver enseguida al mundo de la desesperación multiplicada. Adultos inescrupulosos, asesinos, los tientan con la droga, primero por monedas pero cada vez más cara, pues para ellos, adultos desalmados, la vida humana no vale nada. Las monedas las procuran con trabajo o mendicidad. Dicen “trabajo” a eso de limpiar parabrisas en los semáforos, vender turrones vencidos, coser en talleres clandestinos, entregar el cuerpo a pedófilos o robar y escapar para salvar la vida.

Qué es esto de andar abriendo universidades por todos lados? Basta de esta locura” pregonaba un candidato que siempre fue un niño rico, para quien la educación no es necesaria. La educación, pública, gratuita y accesible, es y ha sido siempre, la salvación para aquellos que pueden aprovecharla, como forma de movilidad social en contextos de pobreza y exclusión. Puerta de entrada de la tan mentada “meritocracia”.

Otra gran puerta, es la de la inclusión social de niños, niñas y adolescentes, que busca lograr que nacer en el GBA le otorgue a un pibe cualquiera, las mismas posibilidades de estudiar, alimentarse y desarrollar sus potencialidades que nacer en la zona norte de CABA.

Pero nacido en el lejano oeste de ese subterfugio inexpugnable que es el GBA, ser niño, niña o adolescente, implica vivir bastante escaso de esperanza, con los pantalones sin talle que otros les donaron, con las zapatillas sin cordones de una caridad algo mezquina y la panza hinchada de tanto malnutrida. De eso hablamos cuando hablamos de exclusión.